En este blog se permite fumar, aunque recomiendo no hacerlo en agradecimiento a una excelente homeópata a la que debo mucho. Se prohibirá terminantemente el día en que desaparezcan las armas atómicas, las centrales nucleares y sus residuos, la contaminación, la desertización y la pederastia. ¡Ah!, se me olvidaba, también se pueden dejar comentarios.

martes, 10 de noviembre de 2009

ARD-01


Queridos coleguis: éste es un relato largo; interesante, pero largo. Si os gusta la ciencia-ficción, adelante sin miramientos: vais a disfrutar. En caso contrario, más vale que os busquéis otra página. El autor; o sea, yo mismo.
(NOTA.- El programa no me deja configurar los párrafos tal como yo los tengo escritos, con sus apartes, sus entraditas y sus cositas, pero creo que se puede leer bien. Lo siento)






ARD 01


La panorámica que se dominaba desde el trigésimo segundo piso del rascacielos situado en la céntrica Avenida Michigan, entre el Wringley Building y la Water Tower, era sencillamente impresionante. Cualquiera que mirase hacia abajo desde el amplísimo ventanal de cristales polarizados creería estar sobrevolando Chicago, al contemplar a sus pies el incesante desplazamiento del tráfico urbano, pero el mismo observador, ubicado al otro extremo de la inmensa sala de reuniones, tendría la impresión de que el edificio surgía de las mismísimas profundidades del lago Michigan, pues desde aquella posición el paisaje venía a ser una interminable y tersa superficie verde-azulada, en la que agua y cielo se unían, fundían y confundían. El observador también habría podido ver las aeronaves que entraban y salían cada pocos minutos del aeropuerto Merrill C. Meigs, un par de millas al sur del edificio.
Pero todo esto traía sin cuidado a las personas que ocupaban la mesa rectangular de madera noble. Por una parte, estaban acostumbradas al espectáculo; por otra, sabían que cuando Andrew McCormick hablaba era más que conveniente prestarle toda la atención posible. Y, desde luego, si McCormick, presidente ejecutivo de la McCormick Corporation, empresa multinacional líder en fabricación y venta de electrodomésticos, estaba tan enfadado como en aquellos momentos, lo de ver, oír y callar se convertía en tener vista de águila, oído felino, paciencia benedictina con que soportar el torrente de improperios en respetuoso silencio, y sagacidad zorruna para responder pronta y certeramente a cuantas cuestiones pudiera plantear, porque al señor presidente no le temblaban los pulsos a la hora de crear vacantes.
No era un tipo espectacular. De estatura mediana, desnudo y sonrosado cráneo, ligeramente mofletudo, con una bien recortada barbita rematando su rostro algo aniñado a pesar de sus cincuenta y ocho años, cualquiera podría haberle tomado por un profesor de Literatura Inglesa. Cualquiera, claro, que no se hubiera fijado en su traje gris perla de mil quinientos dólares, en sus zapatos italianos de cuatrocientos, en el alfiler de oro macizo que sujetaba la corbata de seda, o en el descomunal solitario que destellaba sobre el anular de su mano diestra. Por otro lado, la mirada ígnea, firme y penetrante de sus ojillos oscuros parapetados siempre tras los cristales de unas gafas doradas, y su voz autoritaria, seca y profunda, de hombre acostumbrado a mandar y a ser obedecido, resultaban más propias de un general que de un profesor literario.
Las dos mujeres y los cinco hombres que ocupaban sus asientos en torno a la mesa eran conscientes de que formaban parte de un multinacional ejército comercial, cuyo mando supremo indiscutible era Andrew McCormick. Sobre ellos, como jefes de división, recaía la plena responsabilidad de ejecutar las órdenes recibidas sin dilación ni duda, y sólo ellos responderían con todas las consecuencias del fracaso de las operaciones emprendidas. Igual que en la guerra. De hecho, estaban inmersos permanentemente en una guerra económica sin fronteras, donde el campo de batalla era el mercado y el enemigo la competencia; en la que no existían piedad, ni cuartel ni tregua; una guerra continua e infinita, con vencedores y vencidos que el cierre del ejercicio identificaba con exactitud y la correspondiente Memoria se encargaba de perpetuar mientras marcaba nuevos objetivos y, en consecuencia, feroces e implacables adversarios a los que batir con todas las armas disponibles.
Con siete pares de ojos fijos en él, McCormick tronaba su vehemente discurso desde la cabecera de la mesa, de espaldas a la inmensidad del lago:
— Hemos obtenido mil ochocientos millones de dólares después de impuestos. Nuestra facturación se elevó hasta los quince mil millones de dólares, un tres por ciento más que en el ejercicio anterior. Son datos que han satisfecho a la junta general de accionistas, pero no a mí. Por qué no, os preguntaréis… Porque os pago unos sueldos astronómicos para que obtengáis resultados, y a cambio me proporcionáis mierda. ¡Sí!, mierda he dicho. Habíamos previsto un incremento del beneficio de un cinco y medio por ciento, y ahora no me sirven para nada vuestros argumentos, aunque estén perfectamente documentados. Julia, tus gastos de personal se han incrementado en un catorce por ciento. ¡Un catorce por ciento…! Un catorce por ciento cuando nuestra previsión fue de tan sólo el seis por ciento… Tu división de Línea Blanca, Morgan, ha obtenido exactamente la mitad del beneficio previsto. ¡Ya sé que la competencia aprieta…! ¡Joder, si lo sé…! Llevo toda la vida en este negocio que levanté de la nada con mis propias manos, trabajando veinte horas al día en un miserable taller lleno de mugre y telarañas. McCormick es mi obra para la posteridad, y no voy a permitir que sea destruida por una cuadrilla de ineptos como vosotros. ¡Antes os veré mendigando por las esquinas…! Afortunadamente, Mary, tu división de Imagen y Sonido ha evitado lo que podría haber sido un desastre de consecuencias imprevisibles. Gracias, sobre todo, al lanzamiento de los nuevos equipos de cine doméstico, se duplicaron las ventas. En cambio, Goodman, hemos pagado un dieciocho por ciento más de lo previsto en el capítulo de reclamaciones. ¡Y eso es inadmisible, joder…! La tecnología americana es la mejor del mundo. ¿Cómo vamos a convencer a tres mil millones de consumidores, si nosotros mismos no lo estamos? Quiero que Investigación y Desarrollo trabaje treinta horas al día. ¡Si tienen que caer muertos delante del ordenador, que caigan, pero no antes de conseguir un cien por cien de calidad! —Hizo una breve pausa para beber un sorbo de agua, y prosiguió algo más calmado—: Llevamos aquí dos horas y me parece que está todo dicho. Tenéis el presupuesto ante vosotros; un presupuesto elaborado con informes exactos cuyos datos han sido contrastados cien veces. Sabemos que nuestro principal competidor, Nagasaki Sumitomo, pretende apoderarse del mercado de línea blanca a costa de lo que sea, como primer paso de un proceso que terminaría convirtiéndonos en su filial americana, pero no vamos a consentirlo. Nuestras reservas financieras triplican las suyas, y podemos destinar a promoción y publicidad cuatro veces más que ellos. Por ese lado les tenemos bien pillados, pero, y esto que voy a decir ahora es fundamental y, por supuesto, no está incluido en el presupuesto, necesitamos lanzar un nuevo producto que nos defina como los mejores fabricantes del mundo durante el próximo decenio. Ésa será nuestra baza para ganar de una vez por todas la partida a los japoneses. ¡Quiero un nuevo producto y lo quiero ya…! Quiero algo sencillo, útil, imprescindible; algo barato de fabricar y que se pueda vender a buen precio; algo como la calculadora de bolsillo, el ordenador, o el teléfono móvil. Necesitamos un aparato, no sé cual, que pueda entrar de golpe en el hogar del americano medio y que jamás vuelva a salir de él. Cuando ese indefinido adminículo haya sido adquirido por cien mil familias americanas, estará vendido en todo el mundo y, en consecuencia, McCormick Corporation habrá consolidado su liderazgo. Y éste no es un asunto exclusivo para Investigación y Desarrollo: quiero que todos sin excepción os pongáis a buscar dentro y fuera de vuestros cerebros, y que involucréis en el proyecto al personal que se encuentra a vuestras órdenes. Toda la empresa debe convertirse en un hervidero de ideas; en un semillero del que surja el árbol frondoso que nos protegerá y alimentará en el futuro. No hace falta decir que el tiempo juega en contra nuestra, así que también deberemos vencerlo: concederé una gratificación de cincuenta mil dólares al jefe de división que me presente un proyecto viable, y si éste procede de cualquier empleado, sea cual sea su puesto en la empresa, él también será recompensado con otros veinticinco mil dólares. Espero y exijo vuestra plena colaboración. Buenos días, señores.
Los asistentes a la reunión recogieron sus documentos y se dirigieron hacia la puerta en completo silencio, que se convirtió en rápido murmullo cuando salieron. McCormick sonrió imperceptiblemente. Estaba seguro de que en aquellos cuchicheos él, sus padres y toda su familia quedaban por los suelos, pero también lo estaba de que sus colaboradores no le fallarían. ¡Por su propio interés…!
— ¿Puedo hablar con usted, señor McCormick?
Levantó la vista de los papeles que introducía en el portafolio. George Dugan, ingeniero electrónico y director de la división de Electrónica Aplicada se encontraba en el umbral, aguardando con gesto respetuoso. Era Dugan un individuo alto y delgado, de unos cuarenta y cinco años, bastante pálido y de aspecto nervioso y huidizo. Llevaba más de quince años en la empresa y McCormick confiaba plenamente en él y en su equipo, aunque se guardara muy mucho de demostrarlo.
— Dispongo de diez minutos, Dugan.
El ingeniero se acercó lentamente, pensativo, como rumiando una idea que no se atreviera a expresar. Por fin, se decidió:
— Es algo relativo a ese nuevo producto del que nos ha hablado.
— Di lo que sea.
— Lo cierto es que quizá me he precipitado… No sé si debiera…
Entre las virtudes de McCormick no se contaba la de la paciencia, así que replicó con cierta brusquedad:
— Ni tú ni yo tenemos tiempo que perder, Dugan. Ve al grano o volvamos a nuestro trabajo.
El otro cruzó los brazos sobre el pecho y se mordió los labios algo cohibido. Después se encaró con su jefe y dijo:
— Conozco a un individuo que podría echarnos una mano.
— Continúa…
— Pues lo cierto es que se trata de un tipo bastante excéntrico, la verdad. Sé que se doctoró en Ciencias Físicas y que trabajó durante algún tiempo para la NASA, aunque tuvo que dejar la Agencia por razones de disciplina. —McCormick le miró con curiosidad no exenta de duda, y el otro se apresuró a explicar—: ¡Oh!, no crea que es un camorrista o algo por el estilo. La verdad es que le considero un verdadero genio.
— Viniendo de ti, eso es algo más que un elogio, Dugan.
El ingeniero percibió de inmediato el velado homenaje personal que encerraban las palabras de su superior.
— Gracias, señor McCormick —contestó, íntimamente satisfecho—, pero creo que sólo le hago justicia. Le conocí hace varios años en Los Angeles durante un simposio sobre nuevas tecnologías, y mantenemos contactos esporádicos desde entonces. Para mí, es una de las mentes más preclaras que ha dado el país en mucho tiempo; una verdadera autoridad en física teórica y un monstruo en física aplicada. Crea que no exagero al decir que hubo momentos en que se habló de él como futuro candidato al Nóbel.
McCormick estaba vivamente interesado, pero no dejaba de percibir un cierto tufillo a gato encerrado.
— ¿Se habló de él? O sea, que ya no se habla… Pero, vamos a ver, ¿a qué se dedica ahora? En qué trabaja, si puede saberse. Porque la NASA no acostumbra a dejar sueltos por ahí a sus cerebritos, ya lo sabes…
— Como le he dicho, tuvo que abandonar la Agencia por problemas de disciplina. Es un auténtico lobo solitario, incapaz de formar parte de un equipo ni de respetar autoridad alguna. Por eso se fue, o le echaron, no lo sé. Ahora se gana la vida dando clases en un colegio de Filadelfia y vendiendo sus inventos al mejor postor. Con eso y algún dinero que heredó de sus padres va tirando y puede dedicarse con entera libertad a sus propias investigaciones.
— O sea, que es inventor…
— Entre otras cosas, pero esa faceta es la que tiene mayor interés para nosotros en estos momentos. Si usted me autoriza, le llamaré inmediatamente para exponerle el problema. Dudo de que acceda siquiera a concederme unos minutos de atención, pero nunca se sabe. Sus reacciones son tan imprevisibles como las de un niño de cinco años.
McCormick consideró durante algunos instantes la proposición de su subordinado. Lo cierto era que nada se iba a perder en el intento. Además, su experiencia de veterano hombre de negocios le aconsejaba no descartar ninguna posibilidad sin haberla analizado hasta el último detalle. La liebre salta donde menos lo espera uno, efectivamente, pero al menos hay que pasar cerca para que lo haga. Decidió en consecuencia:
— Ponte en contacto con él y explícale lo que necesitamos. Dile que si puede y quiere ayudarnos, McCormick Corporation sabrá corresponder con creces. Es más, en el caso de que tuviera entre manos alguna invención que nos fuera de utilidad, que no lo dude: que se venga para aquí lo antes posible. Con todos los gastos pagados más una gratificación por las molestias, naturalmente. Infórmame en cuanto sepas algo. ¿De acuerdo?
— Así lo haré; descuide.
Apenas habían transcurrido un par de horas cuando Andrew McCormick fue informado por su secretaria de que el señor George Dugan le llamaba por la línea uno. Oprimió el correspondiente conmutador, y preguntó:
— ¿Qué noticias tienes?
— Inmejorables dentro de lo que cabe, señor McCormick: no sólo está dispuesto a colaborar, sino que puede mostrarnos algo muy interesante, según he deducido.
— ¿De qué se trata?
— No ha querido explicármelo por teléfono, pero llegará mañana en el vuelo de las ocho. ¿Podrá usted recibirle?
— Por supuesto. Aunque todo resulte un fiasco, merecerá la pena conocer a tan singular personaje. Encárgate de recogerle en el aeropuerto y venid a mi despacho en cuanto sea posible. Desayunaremos mientras cambiamos impresiones. Por cierto, ¿tiene nombre nuestro bendito genio?
— Se llama William Clayton; Bill para sus conocidos.
— De acuerdo. Os espero a ti y al profesor Clayton mañana a primera hora.
El vuelo 311 procedente de Filadelfia tomó tierra en el aeropuerto Chicago Midway cuando apenas pasaban dos minutos de las ocho de la mañana. Poco después George Dugan estrechaba la mano de su amigo y, tras unos breves comentarios sobre el viaje, ambos se introdujeron en un automóvil de la empresa que les esperaba en el aparcamiento. El vehículo tomó la Calle 63 y se dirigió hacia Englewood, atravesando la Avenida Kedzie y luego la Avenida Ashland, para alcanzar finalmente la concurridísima Avenida Michigan. Dejaron a su derecha Jackson Park y Hyde Park, rebasaron Bridgeport y a las ocho cuarenta el automóvil se detuvo en el garaje destinado a altos ejecutivos. Diez minutos más tarde penetraban en el suntuoso despacho donde les esperaba Andrew McCormick. Dugan hizo las presentaciones y McCormick les invitó luego a tomar asiento en torno a una mesita provista con todo lo necesario para un buen desayuno. Los tres coincidieron en tomar café, y McCormick lo pidió a través del interfono. Su secretaria hizo acto de presencia en pocos segundos, llenó las tazas con el oscuro líquido, depositó sobre la mesa la bandeja que contenía cafetera, lechera y azucarero, y desapareció en absoluto silencio por donde había venido.
McCormick estudió disimulada y cuidadosamente al profesor Clayton, un hombre tan alto como Dugan pero mucho más delgado, casi chupado. Con el rostro afilado, la larga cabellera rubia sujeta por una cinta roja en torno a su cabeza, barbudo y contemplando el mundo con sus vivaces ojos azules desde detrás de unas gafas estilo Lennon; vestido con un tres cuartos de piel negra que había conocido tiempos mejores, una camisa tipo leñador, unos vaqueros azules más raídos que el gabán y unas botas de media caña, su imagen estaba a caballo entre la de un cow-boy y la de un hippie de los setenta. Tras tomar un sorbo de café, fue McCormick el primero en hablar:
— Doy por hecho que usted ya conoce nuestras necesidades, profesor Clayton…
— Llámeme Bill.
— Gracias. Dugan me ha comentado la posibilidad de que estuviera usted trabajando en algo que podría ser de interés para nosotros, Bill. ¿Es cierto?
Clayton terminó de engullir con rapidez el pedazo de croissant que tenía en la boca, y respondió:
— Puedo poner en sus manos el electrodoméstico definitivo. Algo de una tecnología tan revolucionaria que ni siquiera está en los sueños de los investigadores más avanzados. En muy poco tiempo saldría de su cadena de producción. Si llegamos a un acuerdo, por supuesto.
— Vayamos por partes, Bill. Es cierto que necesitamos nuevas ideas, pero no lo es menos que somos líderes en el mercado y que lo seguiremos siendo durante muchos años, con su colaboración o sin ella.
— Si mi aparato cae en manos de la competencia, McCormick Corporation pasará a la historia antes de un lustro. Es así de sencillo.
Aquel hombre era un sabio o un farsante de tomo y lomo. McCormick observó cómo masticaba a dos carrillos sin preocuparse del efecto de sus palabras, y pensó que menos un doctor en Física parecía cualquier cosa, aunque su seguridad en sí mismo saltaba a la vista. Era más que evidente que se encontraba tan cómodo y desinhibido en presencia de un presidente ejecutivo como lo estaría en el salón de su casa. Pertenecía a ese tipo de personas para las que el resto del mundo tiene poca o ninguna importancia.
— ¿Puede explicarme su idea, o necesita alguna garantía previa sobre el secreto de lo que aquí se va a tratar?
— No es una idea; es una realidad. En cuanto al secreto, no necesito tomar precauciones especiales porque nadie sería capaz de poner en práctica mi proyecto. Ahora, si me lo permiten, voy a mostrarles en primicia el Automatic Rubbish Dump, un eliminador de residuos absolutamente increíble.
Abrió la pequeña mochila que traía por todo equipaje, y puso sobre la mesa lo que a primera vista parecía un cubo de chapa blanca de unos quince centímetros de lado. McCormick no pudo contener una sonrisa despectiva.
— Me temo que estamos perdiendo el tiempo, Bill. Nosotros comercializamos con éxito desde hace veinticinco años trituradores de basura mucho más grandes y potentes que su aparatito.
Ahora, el que soltó la carcajada fue el profesor Clayton.
— No sabe usted de qué está hablando, McCormick. No tiene ni puta idea, y perdone la expresión. ¿Qué hacen sus famosos trituradores con la basura, eh? Si es orgánica, traspasarla fragmentada a las cloacas, para que las plantas depuradoras tengan que separarla del agua con todos los gastos que la operación conlleva; la materia inorgánica, latas, plásticos, vidrio, papel, madera, todo lo demás, en definitiva, no tiene otro tratamiento más que la bolsa de basura y el reciclaje por separado. Sus trituradores pertenecen a la prehistoria, amigo mío. El ARD 01 acabará con ellos en un santiamén.
— No hay duda de que tiene usted plena confianza en su invento, Bill. Sólo falta que nos la contagie. ¿Por qué su aparato es el no va más? ¿Qué hace? ¿Cómo funciona? ¿Cómo puede un chisme tan pequeño aliviar el problema de los residuos en un hogar normal?
El profesor Clayton se tomó algún tiempo para contestar. Encendió un cigarrillo rubio sin pedir permiso, aspiró el humo y exhaló el sobrante a través de sus fosas nasales. Luego preguntó con cierta displicencia, señalando el cubo que descansaba sobre la mesa:
— ¿Qué cantidad de basura cree usted que puede caber en él?
— Qué se yo… Un cuarto de kilo, quizá…
— ¿En cuanto estima el peso de todo lo que hay ahora encima de la mesa, incluida la vajilla?
— Cuatro kilos, más o menos.
— ¿Estás de acuerdo con esa estimación, Dugan? —El aludido se apresuró a responder afirmativamente, y el profesor Clayton volvió a preguntar a McCormick, señalando con un vago gesto de su diestra lo que quedaba del desayuno—: ¿Puedo utilizar esto para mi demostración?
— Desde luego.
— Bien, pues allá vamos… —Conectó el ARD 01, como él lo denominaba, a una toma de corriente, abrió la tapa superior y procedió a introducir de manera indiscriminada mantequilla, pastas, bollos, mermeladas, pan, café, leche y azúcar, y siguió con los platos, las tazas, la cafetera y la lechera previa y debidamente troceados. Ante el estupor de los dos observadores, todo desapareció como por arte de magia. Finalizada la operación, el profesor comentó sonriente—: No he metido las cucharillas y la bandeja porque son de plata, pero que conste que también caben, ¿eh?
McCormick y Dugan no daban crédito a sus ojos. Aquel diminuto artefacto se había tragado en apenas tres minutos un volumen de materia cuando menos triple que el suyo propio.
McCormick recuperó el uso de la palabra, y dijo:
— Reconozco que estoy impresionado, Bill, pero ahora díganos dónde está el truco.
— Ahí está lo bueno, amigo mío, en que no hay truco. Sólo tecnología avanzada. Sólo eso. ¿Qué sabe usted sobre los agujeros negros?
— Muy poco, la verdad. Supongo que lo que todo el mundo: que se trata de un fenómeno astronómico no demasiado conocido, en el que parecen actuar fuerzas gravitatorias tan intensas que son capaces de absorber hasta la luz.
El profesor Clayton apagó el cigarrillo sobre la bandeja, se acomodó en la butaca y explicó como si estuviera hablando delante de un grupo de alumnos universitarios:
— Fue el astrónomo alemán Karl Schwarzschild quien desarrolló el concepto de agujero negro en mil novecientos dieciséis, basándose en la teoría de la relatividad de Albert Einstein. En efecto, el agujero negro es un cuerpo celeste con un campo gravitatorio tan poderoso que ni las radiaciones electromagnéticas, como la luz que usted ha citado, pueden escapar de él. Posee una especie de frontera esférica, denominada horizonte de sucesos, que puede ser atravesada por la luz pero que constituye el punto de no retorno, por ello el cuerpo se muestra de una negrura absoluta. Un campo gravitatorio de estas características podría ser generado, en principio, por dos fenómenos diferentes: un cuerpo estelar dotado de una masa relativamente pequeña pero de una enorme densidad, o bien otro de pequeña densidad pero de gran masa como, por ejemplo, un agrupamiento de millones de estrellas en el centro de una galaxia. Aquí debo señalarles que el ARD 01 actúa apoyándose en el primer supuesto. Considero innecesario extenderme en estos momentos sobre las hipótesis que se manejan para explicar la formación de los agujeros negros. Baste decir que cuando se agota el combustible nuclear de una estrella comienza la contracción de su núcleo. Dependiendo de la densidad de ese núcleo estelar, al final del proceso podemos tener una enana blanca, una estrella de neutrones o un agujero negro. Stephen Hawking piensa que muchos agujeros negros existen desde el principio del universo, lo que nos da pie para suponer que gran parte de la masa del propio universo está formada por agujeros negros. ¿Me siguen? También opina Hawking que los agujeros negros crean inmensos túneles denominados agujeros de gusano, que llegan a comunicar con universos diferentes al nuestro. Pero yo no estoy de acuerdo con esa idea. Llevo más de quince años teorizando primero y experimentando después, y no he encontrado evidencia alguna que avale ni de lejos la existencia de los famosos agujeros de gusano. En mi opinión, sobradamente fundada y contrastada, los agujeros negros engullen la materia en función de su densidad y hasta un cierto límite, inconcebible para la mente humana desde luego, pero que una vez alcanzado provoca la saturación del agujero y el inicio de una nueva expansión de la que surgirán otras estrellas o galaxias, de acuerdo con su tamaño. Dicho esto, sólo me resta añadir que lo que han visto ustedes no es sino el efecto que sobre la materia circundante ha causado un pequeño agujero negro creado y controlado por mí. Esta materia ha pasado a formar parte de la masa del propio agujero negro sin más complicaciones. Eso sí: el ARD 01 funcionará permanentemente y sin averías durante miles de años. ¿Percibe usted ahora la diferencia entre sus irrisorios trituradores y el invento que acabo de poner en sus manos, señor McCormick?
El aludido no respondió. Su mente comercial comparaba cifras de gastos e ingresos a velocidad meteórica, y el resultado quedaba plasmado en cinco letras: É X I T O. Fue Dugan quien preguntó, tras un ligero carraspeo:
— No será peligroso, ¿verdad?
Clayton le miró con el mismo desprecio con que hubiera contemplado una babosa aplastada por un tractor.
— ¿Peligroso? Ahí lo tienes, delante de tus narices: ¿te parece peligroso? Hace más de cuatro años que lo utilizo en mi laboratorio sin ningún problema, y seguirá activo y a pleno rendimiento cuando ni yo, ni la siguiente generación, ni la otra, ni la otra estemos ya en el mundo. ¿Dónde está el peligro, pues?
— Bueno, yo pensaba en lo que podría ocurrir si alcanzara el nivel de saturación que has mencionado…
— Eso es impensable. Si McCormick construye mis aparatos, éstos saldrán al mercado con un nivel de saturación que tenderá a infinito. No obstante, y con el único propósito de tranquilizaros por completo, os diré que tengo muy adelantado un proyecto para que, en caso de emergencia, los futuros ARD puedan descargar al espacio su masa fraccionada automáticamente en invisibles átomos, o funcionen como calentadores autónomos donde sea necesario. Me comprometo formalmente a poner el sistema sobre esta misma mesa antes de dos años.
Andrew McCormick había tomado una decisión. Desde su punto de vista de águila de los negocios, aquélla era una de esas oportunidades que se presentan una vez cada diez vidas, y no estaba dispuesto a que cayera en manos de la competencia.
— Pasemos a las cuestiones importantes, Bill —dijo, mirándole cara a cara—. Necesito saber sus condiciones. Comprendo que no haya venido preparado para discutir así, a bote pronto, y estoy dispuesto a concederle el plazo que estime oportuno, aunque le ruego que sea lo más breve posible. Yo podría presentarle una suculenta oferta ahora mismo, pero considero más correcto que usted diga lo que quiere a cambio de su Automatic Rubbish Dump.
— Nada más sencillo. Tuve tiempo suficiente para pensar en ello durante el vuelo. He preparado, incluso, unos planos básicos del aparato y una completa lista de componentes para que ustedes puedan realizar el estudio de costes. —Sacó de la mochila unos cuantos folios manuscritos que tendió a McCormick, y añadió—: Quiero quinientos mil dólares en cuenta corriente a mi nombre al firmar la cesión, un cinco por ciento sobre el importe total de las ventas liquidado trimestralmente y dirigir la fabricación de los equipos. ¿Qué le parece?
McCormick había tomado nota de los tres puntos en una pequeña agenda, que guardó en el bolsillo interior de su americana junto a los papeles de Clayton.
— En principio, asumibles — replicó con prudencia—, pero ahora soy yo el que le pide un poco de tiempo. Necesito estudiar las cifras con detenimiento. Concédame veinticuatro horas. Alójese, descanse, visite la ciudad, diviértase y no repare en gastos: es usted mi invitado. Dugan le acompañará para que se encuentre más a gusto, y mañana, antes de mediodía, le comunicaré mi decisión. ¿De acuerdo?
Se estrecharon las manos y les acompañó hasta la puerta. Luego retornó a la confortable quietud del despacho, tomó asiento junto a su escritorio, sacó del bolsillo los documentos que el profesor Clayton le entregara y ordenó a su secretaria que nadie le molestase. Durante las dos horas siguientes estudió los planos y componentes descritos con todo detalle por el físico, calculó costes, márgenes, ventas iniciales, capacidad de mercado y hasta concibió algunas ideas básicas para las campañas de publicidad. Completamente satisfecho con su estudio preliminar, hizo llamar a los responsables de los departamentos técnico, comercial y financiero, al director de marketing y al de relaciones públicas, y con ellos discutió el proyecto punto por punto hasta que no quedó duda alguna sobre su viabilidad. McCormick Corporation lanzaría al mercado el fabuloso ARD 01.
Así se lo comunicó al día siguiente al profesor Clayton.
— Con una pequeña salvedad —puntualizó, al darle la noticia—: por razones comerciales obvias estoy de acuerdo en que usted asuma el cargo de director técnico del proyecto a nivel teórico, pero como director de fabricación necesito a George Dugan. Para mí es una condición sine qua non.
No le sorprendió demasiado que Clayton aceptara sin mayores discusiones. Un hombre que se acaba de hacer rico de golpe y porrazo no suele dilapidar su felicidad recién conseguida en la discusión de pequeños detalles.
Un mes más tarde, la cadena de fabricación del ARD 01 estaba terminada, y la campaña de publicidad en prensa, radio y televisión en todo su apogeo: ARD 01, la solución total para el problema de los residuos domésticos, urbanos o industriales, que nosotros traemos del futuro para mejorar su presente.
El éxito desbordó todas las previsiones de McCormick y sus colaboradores. En apenas treinta días, ochenta mil familias satisfechas disfrutaban del Automatic Rubbish Dump en sus hogares, y ésa fue la marejadilla que dio paso a la ola que originó el ingente tsunami. Todo el mundo necesitaba el ARD 01. Establecieron tres turnos que pronto resultaron insuficientes, y se vieron obligados a negociar con los trabajadores el cuarto relevo, pero la demanda seguía siendo muy superior a la capacidad de producción. En consecuencia, y a marchas forzadas, construyeron tres nuevas cadenas de montaje, con una capacidad total de cincuenta mil aparatos diarios. Muy pronto llegaron consultas de grandes empresas, de organismos públicos y hasta de la Secretaría de Defensa sobre la posibilidad de crear equipos para usos específicos, como, por ejemplo, la descongestión y recuperación de los enormes vertederos subterráneos generados durante las últimas décadas. Y McCormick Corporation a todos daba respuesta inmediata y afirmativa. Al finalizar el primer semestre el volumen de negocio superaba la previsión anual, pero al cierre del ejercicio las ventas alcanzaron cifras estimadas para el segundo bienio. La exportación, por supuesto, también se había disparado, pasando de una cuota inicial del diez por ciento a la actual del sesenta y cinco por ciento, y continuaba incrementándose día a día. Medio mundo disponía ya del ARD 01; el otro medio quería tenerlo lo antes posible.
Y cuando más satisfecho estaba Andrew McCormick, comenzaron los problemas.
La punta del iceberg fue un diminuto suelto en la última página de la gaceta local de Blackwoodville, un villorrio del Medio Oeste que aparecía en los mapas por casualidad: “Anciana denuncia que su gato fue engullido por un eliminador de residuos.” Ya se sabe cómo son estas cosas: veinticuatro horas más tarde las cadenas de televisión propagaban la noticia por todo el mundo. A continuación, como un eco mil veces amplificado, de todos los confines del planeta comenzaron a llegar alarmantes noticias de sucesos similares cuya gravedad, sin duda alguna, iba en aumento: cerca de París, un ARD había devorado a la señora Pierrot con silla de ruedas y todo; en Roma, al cocinero de una céntrica pizzería junto con la mayor parte del menaje; media planta de un colegio universitario, incluyendo al conserje, en Ciudad del Cabo; un chalet con piscina y garaje en Todtnau, Alemania. Desde China, Japón, Suecia, Argentina, Venezuela, México y Australia llovían sucesos idénticos protagonizados por el ARD 01. Los Estados Unidos, por supuesto, no quedaron al margen. En apenas dos semanas, McCormick Corporation recibió ochenta mil devoluciones de almacenistas distribuidores, dos mil trescientas reclamaciones en firme y cuatrocientas diez demandas judiciales por daños y perjuicios, con indemnizaciones que variaban desde doscientos dólares por la desaparición de un periquito y su jaula, hasta varios millones para compensar la pérdida de equipos, inmuebles y personas. El fiscal general ordenó una investigación en profundidad; el FBI y la Agencia para la Protección del Medio Ambiente ordenaron sendas investigaciones en profundidad; el Presidente convocó a sus asesores en el Despacho Oval, ordenó una investigación en profundidad y consultó la conveniencia de poner a McCormick y sus muchachos entre rejas a toda prisa para calmar a la opinión pública, pero consideraron que los más adecuados para solucionar el problema eran ellos, así que les permitieron seguir en libertad aunque apretándoles las tuercas cada doce horas.
McCormick, por supuesto, no necesitaba apercibimientos de la Casa Blanca para tomar conciencia de la gravedad del momento. El Departamento de Reclamaciones estaba saturado, la Asesoría Jurídica no daba abasto y la situación empeoraba de hora en hora, porque los consumidores desconfiaban ya de todos los productos McCormick y el total de ventas había bajado más de un setenta por ciento. Su primera medida había sido paralizar la fabricación del ARD 01; la segunda, informar a sus clientes, a través de los medios de comunicación, de que debían desconectar de inmediato y hasta nuevo aviso sus eliminadores de residuos, y la tercera poner en marcha su propia investigación con Clayton y Dugan a la cabeza, exigiéndoles resultados fiables en menos de una semana casi bajo pena de muerte. Todos los equipos almacenados fueron revisados por completo sin que los técnicos de Dugan encontrasen anomalía alguna, aunque lo cierto era que tampoco sabían qué buscar. Por otra parte, pronto quedó patente que desenchufar el ARD 01 no servía para nada: ¡seguían funcionando de forma autónoma! McCormick recibió esta noticia en su despacho y, aunque estaba en mangas de camisa, empezó a sudar por todos los poros como si la temperatura hubiese aumentado treinta grados.
— ¡Que venga Clayton inmediatamente! —aulló por el interfono.
— El profesor Clayton está de viaje —informó la suave voz de su secretaria.
— ¡Póngame con Dugan!
— Sí, señor.
Instantes después, el ingeniero estaba al otro lado de la línea telefónica.
— George, ¿qué cojones es eso de que los aparatos funcionan sin alimentación?
— Es cierto, señor McCormick. No sabemos qué ocurre, pero así es. Generan su propia energía y es imposible detenerlos. Es más, el jefe de almacén me acaba de comunicar que algunos de los más antiguos se han puesto en marcha solos, y están devorando los embalajes y todo lo que hay alrededor.
— ¡Pero eso es imposible…! ¡No pueden funcionar por su cuenta! Tengo la impresión de estar viviendo una pesadilla. ¿Dónde está Clayton?
— Salió de viaje hace tres días, después de inspeccionar todos los elementos de la cadena de montaje.
— ¿Adónde fue?
— No tengo ni idea, pero me dijo que tendríamos noticias suyas muy pronto si encontraba lo que esperaba encontrar.
— ¡Maldición…! ¡Ese hijo de puta…! He de estrangularle con mis propias manos. Nunca debí confiar en un loco de atar; nunca…
Colgó. No había más que decir. Probablemente, no había más que hacer. Tan sólo esperar al inesperado e imprevisible William Clayton.
Una semana más tarde la situación se hizo catastrófica. Granjas, pequeñas poblaciones y barrios enteros de las grandes ciudades se volatilizaban transformándose en un vacío que crecía segundo a segundo. En muchos lugares las gentes se echaron al monte, convencidas de que aquello era el principio del fin. Dugan y su equipo intentaron lo imposible en su afán por detener el avance de la nada, sin más premio que una creciente desesperación hija de la propia y consciente impotencia.
Por fin, diez días después de su partida, William Clayton dio señales de vida.
— El profesor Clayton por la uno…
McCormick atrapó el teléfono como el náufrago el madero salvador:
— Clayton, hijo de mala madre, ¿dónde estás? Te desollaré vivo, maldito… Espero que tengas buenas noticias, porque la situación es desesperada. Y todo por tu culpa, loco de mierda…
La voz de Clayton sonó sarcástica al responder:
— Por mi culpa, ¿verdad, señor McCormick? Por mi culpa, sí… ¿Quién ordenó a Dugan que utilizara chapa de acero inoxidable al cromo, en lugar de al cromo-níquel-molibdeno, como yo había indicado? ¿Quién mandó cambiar los contactores de oro por otros de cobre? ¿Quién modificó los blindajes centrales de titanio poniendo en su lugar unas vulgares placas de plomo? ¿Quién sustituyó los componentes electrónicos de alta fiabilidad por los más corrientes del mercado? ¿Quién dijo que abaratar costes era prioridad absoluta? Usted, señor McCormick; usted, y sólo usted. Usted es el hijo de puta que se ha cargado el planeta, ¿lo sabía?
— ¡Tienes que encontrar la solución, Clayton! ¡Dijiste que tu aparato no era peligroso…!
— Si me hubieran dado tiempo y si hubieran seguido mis especificaciones punto por punto. Ahora no hay solución, gilipollas. Su ilimitada ambición nos ha llevado al fin del mundo.
— ¡No puede ser cierto! ¡Pretendes aterrorizarme para conseguir…! ¿Qué es lo que quieres de mí? ¡Te daré lo que me pidas!
— Cállese y escuche, viejo loco: nada quiero de usted y nada puede darme. Alea jacta est, ¿comprende? Estoy en Moscú y he visto cómo desaparecía el Kremlin ante mis ojos, y la Plaza Roja, y más de media ciudad alrededor. Lo mismo ha sucedido en París, Madrid, Atenas o Roma. Lo mismo ocurre en todo el mundo. ¿Sabe por qué? Porque, gracias a sus defectos de fabricación, los ARD están fuera de control y ahora son verdaderos e indestructibles agujeros negros, que se están uniendo por medio de los agujeros de gusano citados por Hawking, pero no con otros universos sino entre ellos, para formar un fenómeno único que engullirá la Tierra entera. Luego caerá la Luna; más tarde Venus, Marte y el resto de los planetas; por último, el Sol será también absorbido. Aquí, en un extremo de la Vía Láctea, de lo que era este hermoso planeta y su sistema solar sólo quedará en muy poco tiempo un enorme y dantesco agujero negro. Por si aún tiene alguna esperanza, le daré un plazo exacto y fiable basado en mis propios cálculos: la Tierra será un agujero negro dentro de cuatro días, es decir el próximo sábado a las diecisiete veinte, hora de Chicago. Que tenga un buen fin de semana, desgraciado.
McCormick colgó el teléfono sin darse cuenta. Se dejó caer sobre el sillón de cuero y contempló los retratos de su mujer, de sus dos preciosas hijas, de sus yernos y de sus cuatro pequeños nietos, que, enmarcados en plata, descansaban en un extremo de la gran mesa de caoba. Comenzó a sacudirse espasmódicamente mientras un gorgoteo ronco brotaba de su garganta.
McCormick lloraba por primera vez en cuarenta años.

3 comentarios:

  1. Todavía no puedo darte mi opinión, pues me lo imprimí (me cuesta leer tanto en el monitor) y lo estoy leyendo con suma atención, hasta donde llegue me parece de primera, veremos como se resuelve.
    Es un género que me apasiona, este mismo relato parece del propio Ray Bradbury entre otros genios como Arthur Clarck, Isaac Asimov y tantos otros. Luego vuelvo con el comentario final.

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  2. He terminado de leerlo, luego de almorzar y antes de que entre el sueño de la siesta y debo decirte que me ha parecido un relato, magníficamente elabarado, tanto en su desarrollo como en su epílogo, creo que si te lo propones tienes "tela para cortar" para una buena novela.
    Un abrazo Joe y gracias por el buen rato que me has hecho pasar.

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  3. Nada de novelas, Gus. Podría escribir media docena, pero no es el momento. Un libro de relatos, el primero que iba a publicar (con las galeradas en mi mano), murió al quebrar la editorial. De eso hace ya diez años. No he vuelto a recibir respuestas de ninguna otra editorial, por lo que no me apetece ponerme a escribir novelas. Te agradezco tu interés, amigo, así como tu constante y amable presencia. Un abrazote.

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