En este blog se permite fumar, aunque recomiendo no hacerlo en agradecimiento a una excelente homeópata a la que debo mucho. Se prohibirá terminantemente el día en que desaparezcan las armas atómicas, las centrales nucleares y sus residuos, la contaminación, la desertización y la pederastia. ¡Ah!, se me olvidaba, también se pueden dejar comentarios.

sábado, 19 de diciembre de 2009

El superhéroe


EL SUPERHÉROE

El día que muchos no pudieron ni quisieron prever y otros ni siquiera imaginaron, ocupados constantemente en solucionar sus pequeños y cotidianos problemas, amaneció. Todas las cadenas de televisión y emisoras de radio difundían la misma noticia, sin pausas para consejos publicitarios.

—¡Las bases lunares han sido destruidas por misteriosas astronaves procedentes del espacio exterior! ¡La Tierra está amenazada! ¡Un Consejo Mundial de Resistencia, en funciones de Gobierno planetario, dirigirá las operaciones militares contra los invasores! ¡Abandonen inmediatamente pueblos y ciudades, y busquen refugio en las montañas! ¡Repetimos: salgan de las ciudades y refúgiense en las montañas! ¡Seguiremos informando mientras nos sea posible!

Y los hombres huían como conejos perseguidos por el zorro.

Caravanas ingentes de vehículos y personas se encaminaban hacia los montes, en interminable y aterrorizada procesión. Nada tenía importancia, excepto conservar la vida el mayor tiempo posible.

Una inesperada civilización extraterrestre —los ortodoxos y severos sabios de la Tierra siempre habían contemplado con escepticismo la posibilidad de que existieran otras formas de vida inteligente, en un universo cuyo límite estaba “únicamente” a unos quince mil millones de años-luz de distancia— acababa de borrar de la faz de la Luna cualquier resto de civilización humana, y se disponía a completar la labor en el planeta madre. Los ejércitos estaban preparados para el supremo combate, pero nadie se hacía demasiadas ilusiones sobre el final del drama. Quizás la mayoría esperaba precisamente eso: ¡el final!

Entre los millares de seres humanos que marchaban hacia los dudosos refugios de las altas montañas, sin mirar atrás, impulsados y aborregados por un pánico invencible, caminaba un hombre joven, un muchacho que no sentía miedo.

José San Diego, diecinueve años, perdidos padres, familiares y amigos en aquel infernal mare magnum, buscaba a una persona: a una mujer que lo era todo para él.

Porque la amaba.

Su mirada recorría cada semblante, cada figura, cada vehículo, en un desesperado intento por encontrarla, mientras la masa humana le arrastraba fuera de la ciudad.

De pronto, un coche policial, con sus altavoces a toda potencia, dobló la esquina cercana:

—¡Los extraterrestres avanzan en todos los frentes, mientras nuestras fuerzas intentan reagruparse para coordinar el contraataque! ¡Aparentemente, son invencibles! —La voz del locutor vibraba con ese inconfundible tono histérico que proporciona el terror—: ¡Sálvese quien pueda!

José San Diego escuchó el mensaje como todos los presentes pero, en vez de desesperarse y sin dejar de ser empujado por la ola humana, maldijo en voz baja.

Y pensó que era imposible que todo estuviese perdido.

Como todos, José llevaba el auricular de su pequeño receptor de radio en la oreja, y prestó atención a lo que decía la locutora en aquellos momentos, evidentemente también aterrada:

—¡La resistencia parece imposible, y se rumorea que el Alto Mando autorizará la disolución de las unidades que no han sido destruidas, para que los soldados puedan reunirse con sus familiares en estos últimos días de nuestra Historia!

Murmullos de pánico recorrieron la muchedumbre y poco después la noticia era de dominio público.

José, que la intuía, tomo plena conciencia de la enorme estupidez humana.

¡Aquella noticia era ilógica; carente de fundamento! Resultaba matemáticamente imposible acabar con el poder militar de la Tierra en veinticuatro horas. Un desastre parcial, una batalla perdida, no significaban la victoria de los invasores. El terror de la locutora había hecho un flaco favor a la moral de sus oyentes. José la comparó mentalmente con aquella Rosa de Tokio, encargada de desmoralizar vía radio a los soldados aliados durante la Segunda Guerra Mundial.

El joven estaba seguro de que, tarde o temprano, los invasores probarían su propia medicina.

Sin embargo, no estaba en su mano cambiar el curso de los acontecimientos. Nada podía hacer para que aquellas gentes razonaran con normalidad porque, en rigor, no sabían hacerlo. Los hombres habían perdido su escasa capacidad de raciocinio, abandonándose a los pensamientos que otros les ofrecían cómodamente a través de los medios de comunicación. Prensa, Radio y Televisión eran los guías espirituales de la multitud. Si el asesino más sanguinario tenía la oportunidad de defenderse a través de una pantalla de televisión, la audiencia quedaba convencida de que el pobre era un santo varón; si, por el contrario, un hombre respetable y honrado entorpecía el camino de personas o grupos hacia la consecución de fines ilícitos, los medios de comunicación, convenientemente manejados por el dinero, acababan con él en un santiamén. So pretexto de que era necesario estar bien informado para poder emitir un juicio exacto, los medios de comunicación informaban a la Humanidad de aquello que los de siempre consideraban importante para sus planes. Y el Hombre olvidó que la más importante neurona es el corazón. Por ello, bastaba con que alguien gritase "¡Fuego!" dentro de un teatro, para que decenas de personas muriesen aplastadas por una multitud aborregada, que ni siquiera había olido el humo de unas llamas inexistentes.

El Hombre se definía a sí mismo como animal racional compuesto de alma y cuerpo, pero su racionalismo estaba perdido en la noche de los tiempos, su alma adormilada y su cuerpo —lo único que carece de importancia— sometido a un culto inmoral por mor de inconfesables intereses económicos.

Ahora los hombres se enfrentaban a una prueba que vendría a demostrar lo que es realmente valioso y auténtico.

Cuatro horas más tarde José San Diego continuaba su infructuosa búsqueda entre las gentes que descansaban, protegidas de los rayos solares bajo los verdes pinos de la sierra. Los fugitivos estaban desperdigados por las montañas en grupos familiares o amistosos, a la búsqueda del refugio más seguro.

A José aquello le traía sin cuidado. El, simplemente, buscaba.

En la llanura, prácticamente a sus pies, divisó la Base Aérea HJ-44, que no mostraba actividad alguna. El muchacho poseía información confidencial de que allí estaban estacionados permanentemente seis de los más poderosos reactores de combate jamás construidos: los "Súper YX-20". Seguramente dormirían un pacífico sueño...¡en plena guerra contra el enemigo exterior!

José caminaba por un estrecho sendero del pinar y, después de salvar con agilidad una profunda torrentera, dobló un recodo rocoso para encontrarse en una pequeña pradera desde la que se divisaba una hermosa panorámica.

Un hombre y una mujer jóvenes, con sus manos entrelazadas y sus cabezas unidas en inequívoco gesto de amor, contemplaban la infinitud del cielo azul, sentados sobre el tronco reseco de un roble abatido por el rayo. El sol había hecho nido en los rubios cabellos de ella.

José se quedó paralizado.

Más aún cuando escuchó nítidamente las palabras que surgían de los labios femeninos:

—Te amaré mientras me quede un soplo de vida, y más allá de la muerte. ¡Nada ni nadie podrá separarnos, amor mío!

El hombre respondió apasionadamente, estrechándola contra sí:

—¡Nada ni nadie! ¡Morir a tu lado será vivir eternamente!

Y José San Diego sintió, en lo más profundo de su ser, que algo estallaba en mil pedazos. Necesitaba matar, llorar, morir.

¡Allí estaba, entregada a otros brazos, la que tantas veces jurase que era suya y que su amor sería indestructible!

Odió con todas sus fuerzas, mientras una furia glacial inundaba su corazón.

Dio media vuelta, sigilosamente, y se alejó de aquel maldito lugar con el cerebro paralizado por un torrente de sangre que amenazaba con salir al exterior a través de sus ojos.

Y descendió de la montaña, dirigiéndose mecánicamente hacia la Base Aérea HJ-44.

El joven San Diego poseía envidiables conocimientos de teoría aeronáutica y, siendo un experto en ultraligeros, estaba a punto de conseguir el título de piloto deportivo. Por otro lado, alguien le proporcionó mucho tiempo atrás un excelente programa informático simulador de vuelo, muy parecido a los utilizados oficialmente, y muchas veces había dicho a sus amigos que, si le dejasen, demostraría que podía pilotar cualquier tipo de avión.

Había llegado al llano.

La base se encontraba a unos tres kilómetros.

Desde las montañas circundantes, las gentes seguían la marcha del inopinado andarín a través de binoculares y pequeños telescopios. ¿Qué pretendía?

¡Era un blanco perfecto!

¡Estaba loco!

¡Quería llegar a la base aérea!

¿Para qué?

De pronto, a lo lejos, bajo el cielo intensamente azul, brillaron cuatro puntos plateados que se acercaban a gran velocidad.

—¡"Platillos"…!; ¡"platillos"…!

La gente se aterrorizaba ante la simple audición de esa palabra, pero el joven solitario, imperturbable y decidido, seguía avanzando hacia la HJ-44.

Doscientos metros...; cien...; cuarenta...; diez...

José San Diego penetró en la base por la puerta principal, sin observar vigilancia alguna, aunque creyó percibir movimiento en la torre de control, a unos quinientos metros de distancia.

Pero eso ya no le preocupaba.

Se encaminó con decisión hacia los hangares.

Sobre su cabeza cruzaron, como veloces y silenciosas lenguas de plata, los cuatro aparatos extraterrestres, aquellos cuya existencia —según el estamento científico— no era ni demostrada ni probable.

Ante él... ¡su destino!

El fin de sus ilusiones, de su amor y, posiblemente, de su vida.

¡El "Súper YX-20"!

El mejor avión de combate de todos los tiempos: tres mil kilómetros por hora; insuperable capacidad de maniobra; infalible y sencillo control de disparo, y las armas más sofisticadas, conformaban una aeronave digna de enfrentarse con los despiadados invasores.

San Diego levantó la vista hacia el azul del cielo y vio las escuadrillas de discos que se dirigían hacia la ciudad. No dudó ni por un segundo.

Se acomodó en el asiento anatómico, cerró y aseguró la cubierta acristalada y revisó los sistemas de a bordo. Algunos indicadores escapaban a su comprensión pero, en líneas generales, no tuvo problemas para completar un satisfactorio chequeo. Inhaló varias veces a través de la mascarilla de oxígeno, comprobando que funcionaba a la perfección.

Todo en orden.

Puso en marcha los motores y abrió gases ligeramente, con manos temblorosas. El bramido de los dos potentísimos reactores apenas se percibía en el interior. Se encomendó a Dios y soltó los frenos.

El "Súper YX-20" salió del hangar lentamente, y José lo condujo hasta la cabecera de pista, situándolo contra el viento. Abrió gases al máximo y el aparato saltó hacia adelante, convirtiéndose en una flecha gigantesca sobre la pista de despegue. Observó el indicador de velocidad y echó hacia atrás la palanca de control: el reactor se elevó velozmente hacia los cielos como solitario desafío a los invasores de otros mundos.

¡La Tierra contraatacaba!

Volando a una velocidad "mach-2" seguía escuchando aquella vocecilla interior que le repetía incansable:

—No te quiere y jamás será tuya, imbécil. ¡Qué tonto fuiste al pensar que te amaba!

Encajó los dientes con fuerza y una lágrima revoltosa rodó por su mejilla hasta el asiento. Odiaba, pero no podía dejar de amar.

Pero, ¿qué hacía él allí arriba, a bordo del más poderoso avión militar de la historia? ¡Quería destruir! ¡Buscaba la venganza en el enemigo del espacio; en unos seres a los que no conocía, pero sobre los que estaba dispuesto a descargar toda su furia!

Y se encontró con ellos.

Varias escuadrillas de naves circulares sobrevolaban la ciudad, sembrando la destrucción por doquier. El humo de los incendios apenas permitía vislumbrar los escasos edificios que se mantenían en pie. José ignoraba la naturaleza de las armas que empleaban los invasores —unos rayos de luz verde que parecían sólidos— pero no tenía dudas en cuanto a su fantástica eficacia.

El "Súper YX-20" volaba por encima de las naves extrañas, a doce mil pies de altura. José empujó a fondo la palanca, y su aparato se lanzó en picado contra los enemigos estelares. Simultáneamente, diez de los aparatos atacantes variaron su rumbo y se dirigieron hacia él a toda velocidad.

¡Y los cielos contemplaron el más grandioso combate aéreo desde los tiempos de Heinrich Von Richthofen!

El centro de control de fuego había localizado a una de las naves. José oprimió el disparador y dos humeantes dardos partieron raudos hacia su objetivo. Picó a continuación, descendiendo vertiginosamente para estabilizar a unos seis mil pies de altura. Nueve enemigos le perseguían: ¡el décimo se había convertido en una masa de humo, que se diluía con el viento!

Había derribado a uno de los invasores.

¡No eran todopoderosos!

Inclinó a la derecha la palanca de control y el "Súper YX-20", dócilmente, efectuó un cerrado giro que le puso fuera del alcance de los mortíferos rayos por muy poco.

Pero los aparatos invasores seguían tras él como lebreles tras la presa.

Picó de nuevo y la tierra, verde y alegre en su desgracia, pareció salir a su encuentro. Enderezó a dos mil quinientos pies, pero los malditos seguían detrás. Entonces, a la máxima potencia de sus reactores, se elevó hasta los siete mil pies y completó un preciso tonel que lo situó detrás de las naves enemigas, sin que sus tripulantes tuviesen tiempo de reaccionar.

No les permitió hacerlo.

Abrió fuego de nuevo, y otras dos nubes testificaron que los proyectiles dirigidos habían encontrado su blanco.

¡Un completo éxito!

¡Las armas y el arrojo de los terrestres podían competir ventajosamente con los invasores!

Sin despreciarlos, por supuesto.

Dos rayos buscaron al "YX-20", pero no pudieron hallarlo porque el joven piloto eludió el impacto con una brusca maniobra descendente, que le llevó a sobrevolar la semiderruida ciudad en vuelo rasante.

Al ganar altura de nuevo, observó que las escuadrillas enemigas se habían retirado. ¿Dónde demonios estaban?

La respuesta llegó a través de la radio de su avión:

—¡Control Águila para Eco-Charlie-Cinco-Cero-Cuatro! ¡Responda, por favor!

José San Diego comprobó que la llamada era para él, y su corazón saltó de alegría.

—Eco-Charlie-Cinco-Cero-Cuatro a Control Águila: ¡adelante!

—Identifíquese, por favor, Cinco-Cero-Cuatro...

—José San Diego, pilotando un "Súper YX-20". ¿Quién es usted?

—Soy el coronel Sánchez, comandante del Ala de Caza número doce, muchacho. Nuestros aviones combaten al enemigo con éxito. Todos los pilotos del mundo conocen ya su hazaña, hijo, y su heroísmo ha sido decisivo para devolverles la confianza que habían perdido temporalmente. ¡Hemos recuperado nuestra fe en la victoria, gracias a usted! Me encargaré personalmente de que su hazaña reciba la recompensa que merece. Ahora, lo mejor será que aterrice. Usted ya ha cumplido su misión.

—De acuerdo, coronel; bajo ahora mismo. Hasta la vista,

—O.K., Cinco-Cero-Cuatro; hasta ahora. ¡Le esperamos con los brazos abiertos!

José puso rumbo a la base, pero los funestos pensamientos volvieron a su mente. ¿De qué le servirían las recompensas, si había perdido su amor? Su vida no tenía sentido.

Se sorprendió hablando en voz alta:

—He luchado por ti, Angela; sólo por ti. Sin tu cariño, estoy vacío. Prefiero la muerte, mucho más piadosa que mi soledad. Los invasores no me...

¡Santo Dios; los invasores!

¡Se había olvidado de ellos por completo!

Pero allí estaban...

El radar los tenía perfectamente localizados: ¡justo detrás de su avión!

Su primero y único error fue el último.

Por una mujer había luchado y por la misma razón iba a morir.

No pudo maniobrar: el mortífero rayo verdoso destrozó la parte posterior del "Súper YX-20". La estructura quedó volatilizada desde la cola hasta el centro del fuselaje, y José San Diego, el teórico, desconocía un dato fundamental en el manejo de aquel modernísimo aparato: ¡cómo hacer funcionar el asiento eyector!

Aprisionado en la carlinga, el suelo ascendía hacia él a una velocidad de relámpago, y aún pudo ver gentes horrorizadas que contemplaban su caída.

Y lloró.

Con toda su alma; con todo su corazón.

Pero su llanto le dio fuerzas para exclamar:

—¡Señor, perdona mis pecados y acógeme en tu seno...!

El aparato se desintegró contra el suelo, casi en el mismo momento en que los invasores huían hacia la seguridad profunda del universo, que jamás debieron abandonar.

José San Diego había pagado muy caro el triunfo de la Humanidad, pero su condición de superhéroe quedaría grabada en los anales de la Historia. Siempre sería recordado junto a Juana de Arco, Cristóbal Colón, Magallanes, el general Custer y Bugs Bunny.

Y los enemigos espaciales comprobaron que el Hombre, pese a sus infinitos defectos, es capaz de luchar valerosamente por un ideal o por simple despecho; ¡y de vencer!

Al cruzar el espacio, en busca de otros mundos sobre los que extender su poder, los Yatz juraron no volver jamás a la Tierra.

José San Diego entreabrió los ojos con dificultad.

Estaba tumbado en el suelo de su habitación, junto a la cama, y la cabeza le dolía terriblemente.

—Pero, hijo, ¿qué te ha ocurrido?

Sus padres le contemplaban sobresaltados, y la voz preocupada de su madre le devolvió a la realidad.

—¡Joder, qué pesadilla he tenido! —exclamó, acariciándose la cabeza y comprobando la existencia de un chichón de grueso calibre.

—Como si lo viera —dijo su padre, ceñudo—: Ayer volviste a regañar con tu novia, te emborrachaste y has pasado una noche de mil demonios.

El buen hombre había dado en el clavo.

Una docena de cervezas y cuatro copas de ginebra le habían dejado fuera de juego. ¡Y todo por una ridícula discusión con Angela que, además —ahora lo veía con meridiana claridad—, tenía toda la razón!

—Hemos oído un estruendo terrible, hijo mío. ¿Qué es lo que ha sucedido? —preguntó su madre, algo más tranquila.

Se levantó del suelo, mascullando algunas palabras ininteligibles como disculpa para calmar a sus progenitores.

Era muy sencillo.

En el paroxismo de la pesadilla, se había caído de la cama y se había golpeado contra la pata de su mesa-escritorio. Nada más.

—¡Si no bebieras tanto…! —censuró su padre.

—¡Hala!, vístete y baja a desayunar, que ya es hora —dijo su madre, mientras marido y mujer salían de la habitación. Desde la puerta añadió, con una sonrisa picaruela—: Y telefonea a Angela para hacer las paces, que ya sabes cuánto te quiere...

Abrió las cortinas de par en par, y el sol entró a raudales, invadiendo su habitación igual que la alegría invadía su alma.

¡Dios, qué bella era la vida!

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