En este blog se permite fumar, aunque recomiendo no hacerlo en agradecimiento a una excelente homeópata a la que debo mucho. Se prohibirá terminantemente el día en que desaparezcan las armas atómicas, las centrales nucleares y sus residuos, la contaminación, la desertización y la pederastia. ¡Ah!, se me olvidaba, también se pueden dejar comentarios.

domingo, 31 de enero de 2010

"Invictus"

Ayer, sábado, tuve el gusto de ver esta película desde la segunda fila de butacas de un cine abarrotado.
No me importó.
Mereció la pena tener la nuca en ángulo de 45º durante dos horas.
No soy crítico cinematográfico, pero tampoco soy un pardillo del tres al cuarto en estas cuestiones, entre otras razones porque llevo viendo cine desde hace más de cincuenta años. A mí ya no pueden engañarme a base de publicidad.
Cuando vi el anuncio de la película en televisión, hace algunas semanas, comenté a mi esposa:
- Tiene buena pinta: tema de interés, buen director y excelentes protagonistas. No se puede pedir más. En cuanto la estrenen, allá vamos...
Y fuimos.
La película no decepciona; es más, cumple con todas las expectativas. Morgan Freeman borda el papel de Mandela (hasta se parece bastante al Nóbel de la Paz); Matt Damon está más que creíble como capitán del equipo nacional de rugby de la República Sudafricana; el guión es muy aceptable; las escenas deportivas (que podrían haber aburrido al elemento femenino) son las adecuadas y están filmadas con agilidad y realismo. En definitiva, desde mi punto de vista, una de las mejores películas que he visto en los últimos tiempos.
Al finalizar la proyección, creo que todos los espectadores salíamos del cine con la misma pregunta en nuestras mentes: ¿por qué coño los dirigentes políticos de todo el mundo no siguen el ejemplo de Nelson Mandela...?
Por cierto, aquí podéis leer el poema "Invictus", el mismo que reforzó y convirtió en indomable el espíritu de Mandela durante su largo cautiverio.

sábado, 30 de enero de 2010

Gorda y travestí



GORDA Y TRAVESTÍ

No te he conocido personalmente, pero, aún sin verte, sin entrever siquiera el mínimo atisbo de tus femeninas facciones, ya te quiero, y a través de tu presencia de mujer adulta y grande, amasada por tus veintisiete años de edad y de sufrimientos, en vez de dedicarte estas miserables líneas me las dedico a mí mismo, para generar en mi interior esa fuerza indefinible de la que surgen la generosidad, la comprensión y la solidaridad.

Sé que la naturaleza se excedió al dotarte de envergadura y peso casi inadmisibles para una dulce señorita y, también, que has sabido fortalecerte en la desgracia y en el desprecio, para solidificar una verdadera y fuerte personalidad. Sé que tu corazón, encogido por el dolor, en ocasiones ha querido abandonar la partida de la vida, arrojando sobre el tapete las desastrosas manos de naipes que te tocó jugar pero, gracias a Dios y a tu inflexible voluntad, sigues jugando con mayores envites y ahora empiezas a ganar.

Por eso te quiero.

Y porque te rompiste el fémur a la edad en que los chicos empiezan a besarse en los bancos más oscuros y solitarios de los parques; y porque, como resultado de la medicación impuesta por los facultativos de turno, tu lindo rostro juvenil y tu cuello inmaculado se cubrieron de vello; y porque, en viendo lo anterior, los muchachos, que normalmente tendrían que haberse arrojado a tus pies, suplicando unas gotitas de tu caudaloso amor, te insultaban diciendo "¡gorda; travestí!", "¡gorda; travestí!"; y porque tú callabas, encerrándote en tus habitaciones transformadas en mazmorras de un nuevo y moderno Montecristo, sometida a la opresión del peor carcelero, la propia mente, y nadie podía encontrarte por más que te buscaban, dando por supuesto que salías a disfrutar de la vida en compañía de tus amigas y compañeras cuando, en realidad, permanecías oculta detrás de un sillón, únicamente acompañada por tu soledad y tus sollozos.

Por todo eso te quiero.

Y bendice conmigo a los bastardos que te hicieron objeto de sus burlas: gracias a tiparracos de esa calaña —que los hay en abundancia y por doquier— los espíritus pueden reforzarse con el combate solitario, día a día, para florecer finalmente en sangrantes rosas de amor, de entrega y de comprensión.

No te aconsejo que pongas la otra mejilla —en estos tiempos que corren, cualquier galimangarra del tres al cuarto sería capaz de partirte la cara por triplicado— pero aprovecha la enseñanza que has recibido para buscar y encontrar el sentido exacto de la vida, que conduce sin remisión a la paz interior en equilibrio.

¡Tal ver llegues a descubrir que eres un tigre en libertad, en vez del cordero rebañero y balador que pensabas!

jueves, 28 de enero de 2010

RESIDUOS NUCLEARES EN ESPAÑA: Las tentaciones de Cristo comparadas con esto, de aficionados.

En aquel tiempo todos los alcaldes españoles se habían retirado al desierto, donde ayunaron (casi, si descontamos veinte toneladas de cigalas, treinta de langostinos, doce de centollos, cuarenta y dos de langostas, y algunos miles de litros de vino blanco D.O. Ribeiro) durante cuarenta días. Entonces subieron a la más alta de las montañas, y allí fueron tentados por el Diablo, que adoptó la forma de director general de ENRESA (Empresa Nacional de Residuos Radiactivos) El director general, o sea, el Diablo, se acercó a ellos sonriente, y les dijo:

- Si queréis vivir de puta madre, sólo tenéis que autorizar la instalación del ATC en vuestro municipio.

Uno de los alcaldes respondió:

- No sólo de pan vivirá el Hombre. Hemos de pensar en las repercusiones de tal acción, que tendrá consecuencias para las generaciones venideras hasta dentro de 25.000 años, o más.

Y muchos de los alcaldes abandonaron el lugar, pues no querían tener relaciones con el Diablo de ENRESA.

Pero otros permanecieron allí, y el Diablo de ENRESA les dijo:

- ¡Dad un paso adelante! ¡Decidid por vosotros mismos; no os dejéis manipular! Uníos a mí y tendréis lo que jamás soñasteis.

Pero otro de los alcaldes le respondió:

- No tentarás a Jehová, nuestro Dios, ni a nosotros sus siervos. Aléjate de nosotros, Satanás, porque más vale una tierra limpia y pura para nuestros descendientes, que todas las riquezas de un mundo que morirá a consecuencia de vuestros desmanes.

Otros muchos alcaldes se fueron tras el que había hablado, pero aún quedaban suficientes para que el Diablo de ENRESA probara fortuna. Y habló así, mostrándoles todos los goces mundanales:

- Ved lo que os ofrezco: "Mercedes", mujeres, casas, golf, poder, dinero, seguridad, dominio absoluto. Aceptad mi oferta y seréis similares a dioses.

Otro de los alcaldes alzó la voz indignado, diciendo:

- A Jehová, tu Dios, temerás, y a Él sólo servirás. ¿De que sirven riquezas y poder, si matamos el planeta en el que vivimos, y con él a nosotros mismos?

Y todos los alcaldes que quedaban allí se fueron. Todos, menos los de Yebra, Ascó, Villar de Cañas y Santervás de Campos. El Diablo de ENRESA les miró sardónicamente, y preguntó:

- ¿Alguna duda?

- Bueno -respondió uno de ellos-, es que me preocupa la seguridad de los ciudadanos.

- Por ese lado, ningún problema. La seguridad de la instalación y de los residuos radiactivos depositados en ella, está garantizada durante sesenta años.

- ¿Qué pasará luego? -preguntó otro.

- Para entonces, seguro que se ha encontrado un sistema que los neutralice, y se acabó lo que se daba -repuso el Diablo de ENRESA.

- ¿Qué ventajas obtendríamos? -quiso saber un tercero.

- Mil millones de euros en inversión, trescientos puestos de trabajo, unos buenos millones al año, y nuestra gratitud para vosotros, que, como podréis suponer, no será pequeña.

Los cuatro alcaldes se separaron unos metros del Diablo de ENRESA, dialogaron acaloradamente durante algunos minutos, y, finalmente, se acercaron de nuevo a su interlocutor. Éste, muy sonriente, demandó:

- ¿Qué habéis decidido?

Uno de ellos, haciendo de portavoz, respondió:

- Que todo sea por el progreso y el bien común: aceptamos la instalación, con las condiciones que has señalado.

- De acuerdo, pero, ¿qué dirán vuestros convecinos...?

Se miraron los cuatro, también sonrientes, y el mismo de antes respondió:

- La gente no tiene ni puta idea; lo mejor es no hacer demasiado caso. Que les den por donde amargan los pepinos, y el que venga atrás, dentro de cien o de veinte mil años, que se las arregle como pueda. Démonos prisa, que veo por allá algunos que se han arrepentido y vuelven al galope... ¿Dónde hay que firmar?


martes, 26 de enero de 2010

Llamada equivocada

Teléfono: ¡Riiing..., riiing..., riiing...!
- Dígame...
- ¿Está el señor Apalategui...?
- Es posible, sí; aunque también pudiera ser que no.
- ¿Ha salido?
- No lo creo.
- Entonces, ¿está ahí, o no?
- Ahora mismo, no sabría qué decirle.
- ¿Puede darle un recado cuando llegue?
- Lo veo muy difícil.
- Pero, ¿llegará hoy?
- No estoy en situación de asegurarlo.
- ¿Para cuándo le esperan ustedes?
-Podría llegar en los próximos minutos, o dentro de cuarenta años.
-Pero, vamos a ver: ¿es ése el domicilio del señor Apalategui?
- No. Esto es el cementerio.

lunes, 25 de enero de 2010

Aquí y allá

AQUÍ Y ALLÁ

Aquí suplica un cuerpo ensangrentado

sumergido en lágrimas de horror:

por hombres sin conciencia fue ultrajado

y mancillado por hombres sin honor.

Allí la ciega Muerte ha desmembrado

al infeliz que paseó tranquilo

el familiar sendero, ahora minado

por viles intereses con sigilo.

Más lejos, sobre el suelo embaldosado

de una céntrica y pública avenida,

un hombre que agoniza desnucado

por odiosos disparos fratricidas.

Aquí juegan felices niños sanos

en llantos y alegrías atendidos,

mientras allí fenecen sus hermanos

sin casa, sin comida y desvalidos.

Aquí brotan jardines muy cuidados

ornados de azaleas primorosas,

de setos rectilíneos bien podados,

de jacintos, de nardos y de rosas,

mientras allí se agostan los sembrados,

son talados los bosques sin conciencia

y, en nombre del progreso desalmado,

se esquilma con odiosa displicencia.

Aquí viven en paz los animales

detrás de los barrotes ilógicos

de recintos carcelarios anormales

denominados parques zoológicos.

Allí la hermosa fauna es masacrada

por gentes del comercio y deportistas:

convertida la Ley en mascarada

innúmeras especies son extintas.

Aquí se habla de amor en cualquier lado

—sobre todo, los fines de semana—

empleando ese concepto equivocado

por joder dos o más en una cama.

Allí, donde no queda ni esperanza,

el verdadero AMOR generaría

poderosos torrentes de confianza

y ríos infinitos de alegría.

Aquí la sociedad crea su mundo

con drogas de diseño e irrealidades

fantásticas de sueños infecundos,

que se convertirán en prioridades.

Allí todo es real y convincente,

luchando por la vida día a día

en sola compañía de la Muerte

contra el hambre y la sed en cruel porfía.

No os fijéis, por Dios os lo suplico,

en la infame factura de mis versos:

comprended el mensaje que os explico

unido en cuerpo y alma al Universo.

Para algo conseguir hay que hacer algo.

Nada podrá cambiar aquí o allá

si seguimos corriendo como galgos

tras las liebres del vicio y la maldad.

La estirpe de Caín ha retornado

imponiendo su ley sobre el planeta

y el crimen más brutal queda enterrado

debajo de millones de pesetas.

Soy otra voz clamando en el desierto

viciado y extenuado de este mundo,

indefenso, a pecho descubierto,

sin más autoridad que un vagabundo,

pero confiado en que mi voz despierte

—como un rugir de viento huracanado—

el alma adormecida de las gentes

al porvenir de un tiempo renovado.

Un cambio positivo de actitud

en el comportamiento personal

contribuiría a generar quietud,

amor y bienestar aquí y allá.

No puede ser meliflua la poesía,

cantando al mar azul o a las estrellas,

cuando el Hombre enloquece en una orgía

de corrupción, de olvidos y quimeras.

Queda plasmado un discurso en lo anterior

que ni aplauso tendrá ni buen recibo

mas, transcrita la voz de mi interior,

de todo corazón yo lo suscribo.

sábado, 23 de enero de 2010

Ensayo sobre la sordera (que diría Saramago)

Desconozco al autor de este chiste, pero tiene su mérito, sin duda. Yo lo he recibido de un amigo, que lo ha recibido de otro, etc. Ya sabéis cómo es la Red. He decidido colgarlo en el blog, porque tiene su miga. Así pasará a la posteridad, ¡je!, ¡je!




Dos ancianos, hablando sobre el envejecimiento. Uno le dice al otro:

- La peor parte se la llevan nuestras mujeres, y además ellas se niegan a admitir que envejecen y tratan siempre de esconder sus achaques.

- Tienes mucha razón, pero he encontrado un buen truco para hacerles ver sus discapacidades a través de un sencillo juego: Así, si quieres saber si tu mujer empieza a quedarse sorda, colócate a 10 metros de ella y hazle una pregunta. Después, cuando veas que no te responde, acércate a 5 metros. Después a 2 metros, y después a 1 metro. Y entonces no le quedará más remedio que darse cuenta que está sorda.

El anciano encuentra que la idea es muy buena y cuando vuelve a casa se coloca a 10 metros de su mujer y le pregunta con voz fuerte:

- Cariño, ¿qué hay de cena?

No recibe respuesta. Entonces se acerca a 5 metros y le pregunta de nuevo:

- Cariño, ¿qué hay de cena?

No recibe respuesta, por lo que se acerca a 2 metros y le pregunta:

- Cariño, ¿qué hay de cena?

No recibe respuesta. El tipo, totalmente asombrado, se aproxima a un metro y grita:

- Cariño, ¿qué hay de cena?

Su mujer se gira y le dice, con cara de exasperación:


¡¡¡Te lo digo por cuarta vez: sopa y croquetas...!!!

jueves, 21 de enero de 2010

La Edad de la Perfección (Relato)


LA EDAD DE LA PERFECCIÓN

—Abuelo, ¿los civilizados son malos?

Sentado sobre una roca, en un claro del inmenso bosque de hayas y robles cuyas hojas se mecían impulsadas por el suave viento de la tarde veraniega, el anciano delgado y alto, de piel curtida por la intemperie, larga cabellera blanca y pobladas cejas del mismo color sobre ojos negros, vivos y penetrantes, sacudió con suavidad la cabeza, mientras esbozaba una sonrisa divertida y comprensiva.

—He vivido mucho, Carlitos, y si algo he aprendido, a lo largo de todo ese tiempo, es que no se puede calificar a las personas con una sencilla palabra. ¿Recuerdas, de tus clases de Lenguaje, aquel refrán que dice "Por una vez que maté un perro..."

El jovencito moreno, de cabellos negros y ensortijados, le interrumpió con un gesto de suficiencia:

—"... me llamaron mataperros", lo recuerdo, sí. Pero, entonces, ¿cómo los definirías tú?

El anciano acarició pensativo los rizos de su nieto, meditando la respuesta más adecuada. Alrededor, estorninos, jilgueros y petirrojos perseguían entre la enramada a un cuclillo solitario, sorprendido en el intento de depositar sus huevos en nido ajeno. El agua del cercano y límpido arroyo entonaba su canto de cristal húmedo, serpenteando entre la yerba y la piedra como un transparente e infinito reptil benefactor. De las profundidades del bosque llegaba el rítmico tableteo de los incansables picatroncos.

—La raza humana siempre tuvo, entre sus muchos defectos, el de intentar definirlo todo. Ya ves, ahora ellos son los civilizados y nosotros los salvajes. ¿De qué sirve definir? ¿Te lo has preguntado alguna vez?

—La verdad es que no.

—La experiencia me dice que, en la mayoría de los casos, la definición sólo sirve para aceptar y defender una parte del todo, rechazando y combatiendo al resto.

—No entiendo.

—Intentaré explicártelo con claridad, Carlos, pero antes déjame decirte que, para mí, los civilizados son muy parecidos a nosotros. De hecho, son nuestros hermanos. La única, pero enorme, diferencia, que nos separó para siempre hace muchísimos años, se encuentra en nuestra contrapuesta concepción de lo que debe ser la existencia del hombre, como individuo inteligente, libre e inmortal. Hace siglos, por ejemplo, los hombres del continente europeo cruzaron el océano y cayeron sobre las tierras desconocidas, para ellos, de América. Pero allí vivían otras gentes que poseían diferentes culturas, en algunos casos muy desarrolladas. El hecho histórico quedó definido como La conquista de América, y los habitantes legítimos de aquellos lejanos países fueron conocidos como salvajes indios infieles. La propia índole de la definición dejaba bien a las claras cuales deberían ser los pasos a seguir, de acuerdo con la exclusión automática del resto de la totalidad, es decir, de todo lo que no fuera la civilización europea y sus intereses. Así, las culturas autóctonas fueron borradas del mapa, y pasaron muchos siglos antes de que alguien cuestionara tales actuaciones. De la misma manera, las naciones indias que habitaban América del Norte fueron exterminadas, tres siglos después, por los hombres blancos llegados desde el resto del mundo, que se constituyeron y definieron como auténticos norteamericanos, mientras los otros eran conceptuados como diablos rojos y cosas por el estilo. ¿Comprendes lo que quiero decirte?

—Más o menos.

—Si no me entiendes es porque no me he explicado bien. Tú sabes que dentro de tres años, cuando cumplas los quince, recibirás la Primera Excomunión, ¿verdad?

—Sí, abuelo.

—Hasta entonces habrás vivido protegido por todos los miembros del clan, recibiendo los conocimientos necesarios para llegar a ser tú mismo, en equilibrio constante con los demás y con la Naturaleza. Durante las dos semanas de tu excomunión, es decir, de tu aislamiento iniciático en el Sitio de Poder, elegido por ti mismo, te abrirás a la consciencia de la realidad universal en una experiencia solitaria y particular, definitiva para la consolidación de tu personalidad. Sólo después de pasar la prueba podrás tener acceso a los Archivos Históricos, en la seguridad de que cuanto veas y oigas no influirá de forma negativa en tu desarrollo como auténtico hombre libre y consciente. Sin embargo, confío en tu madurez intelectual para hablarte como lo hago, aunque debes prometerme que no comentarás nada con tus compañeros de curso.

—Te lo prometo. Seré una verdadera tumba.

—De acuerdo, pues. Escucha: los hombres civilizados establecieron un sistema político al que denominaron democracia, que significaba gobierno del pueblo para el pueblo. Había, por supuesto, otras formas de gobierno, pero ésta era la menos mala de todas.

—¿No existían los clanes?

—Los clanes fueron anteriores, igual que las tribus, pero no me interrumpas, por favor.

—Perdona.

—Pues bien, el sistema democrático estaba basado en dos pilares principales: los partidos políticos y los representantes parlamentarios. Los partidos políticos eran grupos de personas que se unían en una misma ideología, para la defensa de determinados intereses calificados como universales que, casi siempre, solían resultar particulares. Cualquier partido político se definía a sí mismo como el más adecuado para salvaguardar los valores de la comunidad, despreciando y escarneciendo a los demás. Todos los ciudadanos debían elegir, cada pocos años, a sus representantes en el Parlamento. Éste era el órgano que promulgaba las leyes y normas por las que se regía la comunidad. ¿Vas entendiendo?

—Sí, abuelo.

—Como es lógico, los trescientos o cuatrocientos representantes electos pertenecían a diferentes grupos políticos y, en consecuencia, cuando se reunían para formar el Parlamento, ¿qué crees que pasaba?

—No lo sé.

—Pues que, en lugar de actuar en conjunto, como verdaderos agentes de la voluntad popular, admitiendo o desechando proposiciones por la calidad de éstas, defendían exclusivamente sus propias ideologías. De esa manera, por ejemplo, el Partido de los Trabajadores rechazaba las propuestas del Partido del Pueblo, aunque fueran mejores que las suyas; el Partido de la Clase Obrera se oponía al Partido del Pueblo y al de los Trabajadores; el Partido Unificado peleaba contra todos los demás. La política se convirtió, así, no en el arte de gobernar, sino en el arte del enfrentamiento. ¿Por qué? Porque, por definición, cualquier partido practicaba la exclusión de todos los demás. Es decir, que la aceptación, en un determinado momento, de la disciplina del grupo político elegido suponía, consecuentemente, el desprecio de las iniciativas de los demás grupos. A esto se le llamó juego democrático, y fue, realmente, un juego, un mal juego la mayoría de las veces, que contribuyó en gran manera a sembrar odios y diferencias entre los hombres de todo el mundo. He ahí el peligro de definir, querido nieto; sobre todo, de definir con simpleza. ¿Buenos o malos?; ¿blancos o rojos?; ¿del norte o del sur?; ¿civilizados o salvajes?: todos los hombres somos iguales y tenemos idéntico destino. La cuestión estriba en elegir el camino correcto. ¿Me he explicado ahora con claridad?

Una amplia sonrisa iluminó el moreno rostro del muchacho.

—He comprendido, abuelo —dijo—. Puedes estar tranquilo.

—Me alegro, porque no puedo ser más explícito. Después de tu Primera Excomunión tendremos mucho tiempo para hablar de estos temas, y de otros no menos interesantes.

El sol comenzaba a declinar, pero todavía quedaban varias horas de luz y ambos se encontraban a gusto, protegidos de la canícula por el frescor del bosque montañés.

—Abuelo, ¿puedes contarme algo sobre la Edad de la Perfección? ¿Tú la conociste? ¿Cómo terminó?

El anciano movió la cabeza dubitativamente.

—¡Ay!, Carlitos, hijo —suspiró, con comprensiva paciencia—, bien sé, porque yo también lo fui, que los jóvenes sois un insaciable pozo de curiosidad, pero debes comprender que ese asunto forma parte del último período de tu formación, y sólo accederás a él después de tu Primera Excomunión. La ley del clan tiene que ser respetada en conciencia, pues ha sido aceptada por todos los miembros. Nada ni nadie me prohibe que te hable del pasado, próximo o lejano, excepto mi propio yo. Desde que el hombre es hombre, la Historia fue falseada, manipulada, recompuesta e interpretada de acuerdo con los intereses de las minorías gobernantes. Después de tu iniciación, los Archivos Históricos se abrirán ante ti de par en par, igual que para el resto de los condiscípulos de tu promoción. Durante tres años, hasta que cumpláis dieciocho, tendréis a vuestra disposición miles, millones, de documentos, escritos, hablados y filmados, que os mostrarán el desarrollo de la civilización terrestre desde sus comienzos. Ningún profesor os dará explicaciones. Ningún guía orientará vuestros pensamientos. Nadie os aconsejará, en un sentido o en otro. Seréis vosotros, como hombres libres, como librepensadores, los que deberéis extraer conclusiones exactas. Después, cuando ya seas un miembro adulto del clan, podremos comentar cuanto quieras. Si yo hablase ahora de los tiempos pasados, podría convertirme, involuntariamente, en un tergiversador de los hechos, y quizás modificase de alguna manera tus conceptos, predisponiéndote para un enfoque diferente de tu última etapa formativa. ¿Comprendes mis razones?

—Claro que sí, abuelo, y estoy de acuerdo con ellas. Pero antes has admitido que me consideras un joven maduro...

—Así es.

—¿Confías, pues, en mi capacidad intelectual y moral?

—Por supuesto. Los salvajes no establecemos categorías ni diferencias entre nosotros, pero yo estoy hecho a la antigua usanza, y creo que, además de ser mi nieto, eres un elemento comunitario excelente.

—Entonces háblame sobre la Edad de la Perfección. Puedes omitir cualquier detalle que consideres personal o tendencioso. Limítate, si quieres, al contenido de los Archivos Históricos. Total, dentro de muy poco tiempo, como tú has dicho, tendré acceso a ellos.

El abuelo sonrió complacido, acomodándose sobre la roca que le servía de asiento. Carlitos comprendió que iba a aceptar su proposición.

—Ahora sí que deberás prometerme absoluto secreto. Voy a procurar ser aséptico, pero, de cualquier forma, ni una sola de mis palabras llegará hasta tus compañeros de promoción, mucho menos a los más pequeños. ¿De acuerdo?

El muchacho levantó su mano derecha y la puso sobre su pecho, a la altura del corazón.

—Lo juro por la Suprema Mente.

—Está bien. Espero no estar haciendo algo malo.

—¡Abuelo, por favor…! Sabes que puedes estar tranquilo, porque haces lo correcto.

—Está bien. ¡Sea! Sí, Carlos; yo conocí la Edad de la Perfección. Y aún no ha finalizado, aunque está en las últimas, como vulgarmente se dice.

—¿Por qué se llamó así?

El abuelo se encogió de hombros.

—Bueno, de alguna forma había que hacerlo. La Humanidad siempre describió sus períodos fundamentales como Edades. Así, aprenderás, en su momento, qué fueron la Edad de Piedra, la del Hierro, la de los Metales, la Edad de Oro, la Edad Antigua o la Edad Moderna. Los primeros salvajes, como nosotros, comenzaron a manifestarse hace más o menos un siglo, hacia principios del siglo veinticuatro..

—Estamos en el mes de agosto de dos mil cuatrocientos veinte, abuelo. ¿Qué ha sucedido durante todo ese tiempo?

—Tranquilo, Carlos; tranquilo. Vamos por partes, que el asunto es de por sí bastante complejo, sin necesidad de que me atosigues.

—Disculpa, abuelo. Sólo una pregunta. Después no volveré a interrumpirte.

—Venga.

—¿El Hombre apareció sobre la Tierra hace dos mil cuatrocientos veinte años?

—No, ¡caray! ¡Qué cosas tienes!

—¿Entonces?

—No soy profesor de Historia, pero intentaré explicarme de la mejor manera posible. No olvides que, en muy poco tiempo, podrás estudiar todo el proceso en los Archivos Históricos. El Hombre, tal como lo conocemos, debió de aparecer hace cuatro millones y medio de años, pero hay evidencias de seres vivos, más o menos humanoides, que se remontan a dieciocho millones de años.

—Pero la Tierra, según nos han enseñado, tiene cinco mil millones de años... ¿Qué había antes?

—No lo sabemos. Nadie lo sabe, a ciencia cierta. Quizás nunca podamos averiguarlo, al menos en esta dimensión existencial. Pero es algo que, en el fondo, carece de interés. Lo que importa es nuestra propia evolución personal, no la de la especie.

—Estoy de acuerdo.

—El cómputo temporal que nos sitúa en el dos mil cuatrocientos veinte comienza con el nacimiento de un Gran Maestro, cuyo nombre fue Jesucristo. Aunque desconoces todavía el significado de la palabra religión, sabes de la presencia de los Maestros entre nosotros cuando es necesario, ¿no es así?

—Sí, claro. Pero, ¿qué es religión?

El anciano se pasó la mano por la barba.

—¡Condenado muchacho! —exclamó—. Sabía que me ibas a complicar la vida.

—Venga, abuelo. ¿Tan difícil es?

Con un suspiro, el viejo reanudó su exposición, tratando de aclarar y centrar sus ideas mientras hablaba.

—Los civilizados de todos los tiempos tenían extrañas ideas, propias o imbuidas por sus dirigentes. De hecho, cada vez que un Gran Maestro aparecía entre ellos, para guiarles por el camino del espíritu, en vez de seguir sus enseñanzas al pie de la letra, en beneficio de sí mismos y del prójimo, lo que hacían era cargarse o ignorar al Maestro, y luego anotar sus pretendidas enseñanzas en grandes libros, escritos por autores más o menos fiables, que se convertían en los Libros de la Ley Divina.

—Parece una tontería, ¿no?

—Y tú, hace cuatrocientos veinte años, serías un blasfemo, y cuatro siglos antes habrías acabado en la hoguera, ardiendo como el tronco de un pino.

Carlitos miraba a su abuelo con ojos desorbitados.

—¿Quemaban a la gente?

—Sí, señor. Por no respetar la palabra de Dios.

—Pero, ¿no me has dicho que los libros estaban escritos por hombres?

—Así es. Pero se pretendía que los hagiógrafos, es decir, los autores de los libros considerados sagrados, estaban inspirados por Dios.

—Pero la Suprema Mente no tiene necesidad de escribir libros, ni siquiera de inspirarlos a terceros —objetó Carlitos—. El espíritu libre e inmortal del Hombre fue creado por Ella, precisamente para que nos sirviera de guía a lo largo de la Eternidad.

—Tú lo sabes, y yo lo sé. Pero los civilizados ni siquiera lo pensaban. De esa forma, el conjunto de normas, preceptos, mandamientos y liturgias, que variaba dependiendo de países y de razas, y que todos defendían pero muy pocos respetaban, recibía el apelativo de religión.

—Entonces existirían muchas religiones diferentes...

—¡Uy!, imagínate. Pero ése no era el problema. El meollo de la cuestión es que, en nombre de su religión, unos hombres masacraban y sojuzgaban a otros y, de la misma manera, interpretando los libros, pretendidamente sagrados, como les venía en gana, justificaban los gobernantes y los líderes religiosos las atrocidades más inicuas, y privaban de derechos fundamentales, en nombre de Dios, a sus conciudadanos, siempre que lo consideraban conveniente para sus propios planes.

—¿Los civilizados siguen teniendo religión?

—No lo sé. Cuando me decidí a romper con ellos, desde luego la tenían, pero cada vez se encontraban más alejados del conocimiento de la Suprema Mente. Sin embargo, es curioso, proliferaban los teólogos, que escribían y escribían sobre conceptos abstrusos de Dios que, supongo, ni ellos mismos comprendían.

—¿Qué es un teólogo, abuelo?

—Alguien que estudia a Dios.

—¿Se puede estudiar a Dios?

—Dímelo tú, Carlitos.

El joven quedó pensativo durante unos momentos. El agua del riachuelo parecía burlarse, llorando su risa en pequeñas gotitas que saltaban sobre las piedras emergentes del poco profundo lecho.

—Somos una infinitésima parte de su emanación. El Universo entero es una mínima parte del Todo. ¿Cómo podríamos estudiar a Dios?

El abuelo reía abiertamente, divertido y complacido con la natural perspicacia del joven.

—¿Empleando grandes dosis de soberbia, quizás, para autoproclamarnos los seres más inteligentes, o los únicos seres inteligentes, de la Creación entera?

—Ningún hombre sensato podría defender esa idea, abuelo.

—¡Eso es lo que tú crees, bendito mío! Los Archivos Históricos te convencerán de lo contrario. Tiempo al tiempo. Pero volvamos a la Edad de la Perfección, o se nos hará de noche en el camino.

—Tienes razón; volvamos. Pero antes, dime, ¿cómo vivían los civilizados de finales del siglo veinte, por ejemplo? ¿Qué hacían durante un día normal?

—¡Me estás metiendo en un berenjenal, Carlitos! La culpa es mía, por seguirte la corriente.

—Venga, abuelo, que no es para tanto.

—No es para tanto...; no es para tanto... —refunfuñó el viejo, cambiando de posición para mayor comodidad, porque la superficie de la roca no constituía, precisamente, el más confortable de los asientos.

—Al fin y al cabo, sólo es una conversación privada entre dos hombres —remachó el clavo Carlitos.

—¿Dónde está el otro? —preguntó su abuelo, fingiendo sorpresa.

—El otro eres tú, abuelo.

Esta vez el viejo no pudo reprimir una estrepitosa carcajada, replicada airadamente por los graznidos de una bandada de cuervos, que les sobrevolaba alejándose hacia poniente.

—¡Demonio de chico! —exclamó, satisfecho en lo más profundo de su ser por la inteligencia del muchacho, añadiendo—: Bueno, como ya te he dicho, su concepción de la existencia y la nuestra están en franca oposición. Los civilizados, por ejemplo, pensaban una cosa, decían otra y hacían una tercera. Se calificaban a sí mismos como homo sapiens, hombre sabio, pero su comportamiento desmentía cada día, cada hora, tal denominación. Los animales matan para sobrevivir, pero ellos mataban a los animales sin necesidad, so pretexto de practicar el noble y ancestral deporte de la caza. ¡Como si la caza fuese un deporte!

—La caza y la pesca son necesarias para alimentarnos, cuando no disponemos de otros recursos —dijo el muchacho—. Ningún ser vivo debe ser sacrificado inútilmente.

—Pero ellos acabaron con centenares de especies. Esquilmaron los mares, los cielos y la tierra. Tenían enormes granjas, en las que criaban todo tipo de animales destinados al sacrificio, suficientes para cubrir las necesidades alimentarias de toda la población, pero exterminaban a los animales salvajes por puro placer. Talaban y quemaban bosques enteros, guiados por sucios afanes de lucro, propiciando así la desertización de grandes zonas del planeta. Construían gigantescas industrias, cuyos residuos, sólidos, líquidos y gaseosos, contaminaban tierras, aguas y cielos. Sus automóviles envenenaban la atmósfera con los gases procedentes de la combustión de hidrocarburos, utilizados como fuente de energía. Sus buques derramaban miles y miles de toneladas de petróleo en el mar. Las fugas de sus centrales nucleares, sobre todo en la primera mitad del siglo veintiuno, llevaron la muerte a cientos de miles de personas, pero no podían cerrarlas, según ellos, hasta no disponer de una fuente alternativa de energía. Los residuos de tales instalaciones fueron un problema añadido, que nuestros descendientes tendrán que resolver, porque aún sigue latente, como escondida amenaza que puede caer sobre todos en cualquier momento.

—Pero, ¿por qué hacían esas cosas?

—Por dinero, hijo. Sólo por dinero.

—¿Qué es dinero?

El viejo metió su diestra en el bolsillo de su pantalón de algodón, y extrajo unas piezas metálicas, circulares, plateadas, brillantes, de diferentes tamaños, que mostró al chico. Éste las recogió, observándolas con atención.

—Eso es dinero —dijo el abuelo—. Son monedas. Euros de distintos valores. Era el dinero que se usó en Europa a partir del siglo veintiuno. Pertenecieron a uno de nuestros antepasados. También se fabricaban de papel. Quien más cantidad de ellos tenía, más podía comprar.

—¿Comprar? ¿Quieres decir que entregando estas piezas, este dinero, la gente te daba cosas?

—Exacto. Ése era el sistema.

—Y, ¿cómo se conseguía el dinero?

—Trabajando, generalmente a las órdenes de otros hombres, llamados empresarios o patrones.

—Bueno, el sistema no parece malo. En realidad, es como si te dieran un vale para comer a cambio de tu trabajo. Es más, me parece una manera muy cómoda de distribuir la riqueza entre todos, ¿no crees?

—¡Ahí le duele! —exclamó el viejo—. Acabas de poner el dedo en la llaga. ¿No te has preguntado ya por qué nosotros no utilizamos dinero?

—Tenemos cuanto necesitamos, ¿no?

—¡Bravo, Carlitos! He ahí la respuesta exacta. El problema está en que los civilizados siempre necesitaban más. Y aunque no fuera así, la publicidad se encargaba de convencerles de lo contrario. Nosotros, los salvajes, obtenemos de la Naturaleza lo que precisamos para nuestra subsistencia material, y hemos aprendido a recorrer los infinitos senderos del Universo, expandiendo a través de ellos nuestros espíritus libres. Los civilizados sólo pensaban en poseer cosas, en eludir el sufrimiento como fuera y en la muerte. Su lucha de cada día era conseguir más y más dinero, para vivir mejor, según decían. Pero la inmensa cantidad de ese dinero siempre estaba en manos de unos pocos. El resto vivía como podía, con la esperanza de ganar lo suficiente para igualar a los otros, que tenían más, y adquirir mansiones, coches y joyas. La muerte les sorprendía, generalmente, hundidos en los negros abismos de los deseos insatisfechos. Miles de personas morían cada día de miseria y de hambre, mientras unos pocos hacían ostentación de riqueza, exhibiendo sus lujosas propiedades orgullosamente, como si poseer lo que correspondía a otros fuera motivo de gloria.

—¿Por eso te hiciste salvaje, abuelo?

—El vaso de mi decisión fue colmándose gota a gota. Mi espíritu necesitaba equilibrio y conocimiento; beber en otras fuentes, en pocas palabras. Muchos otros sentían ya lo mismo, aunque yo lo ignorase entonces. La Edad de la Perfección, en su constante y larga evolución, fue la última gota. Pero déjame que responda a tu pregunta anterior, y te cuente cómo era un día normal en la vida de un civilizado, cuando yo estaba entre ellos.

Un ictiófago martín pescador centelleó en azul sobre el móvil espejo del arroyo, y voló corriente abajo, en busca de mejores caladeros.

—Te escucho —dijo Carlitos, muy atento.

—Para que comprendas mejor, estableceré tres grandes grupos principales, que englobarían a todos los civilizados: jóvenes hasta treinta años de edad, en su mayoría estudiantes o desempleados; adultos, hasta los sesenta y cinco, y ancianos, por encima de esa edad. El paro, también llamado desempleo, era una de las lacras de la sociedad civilizada.

—¿Por qué?

—Porque todos necesitaban dinero para adquirir cosas y más cosas, y el dinero, como te he dicho, se conseguía trabajando, por cuenta propia o ajena. Todos los civilizados eran, por necesidad del sistema establecido, compradores y vendedores. Vendían sus productos o su trabajo, para poder comprar lo que otros producían. Cuando la gente no compraba lo suficiente, era necesario bajar la producción, y entonces ocurría que no había trabajo para todos. ¿Comprendes? Ellos lo llamaban la ley de la oferta y de la demanda.

—Parece cosa de locos...

—Parece exactamente lo que era. El civilizado normal, por llamarle de alguna manera, pertenecía al grupo segundo, al de los adultos y trabajaba, por lo general, en algo que no le gustaba. Un operario, por ejemplo, de una fábrica de automóviles, se levantaba a las cinco de la mañana, o antes, dependiendo de la distancia que tuviera que recorrer para llegar a su puesto de trabajo. A las seis comenzaba su rutinaria labor, comprobando soldaduras, montando lunas o fijando faros, parachoques o pilotos. Después de ocho horas de trabajo, a las dos de la tarde, quedaba libre para vivir su vida. Otros, por supuesto, hacían lo mismo, pero en turnos de dos de la tarde a diez de la noche, y de diez de la noche a seis de la mañana. Siempre igual. De lunes a viernes y, a veces, hasta sábados y domingos.

—De todas formas, abuelo, disponían de las dos terceras partes del día para atender a las necesidades de su espíritu; para pintar, leer, escribir o disfrutar de la Naturaleza.

—Pero no lo hacían. Se quejaban de que no tenían tiempo para nada. Comían, dormían, trabajaban y perdían el tiempo mirando las tonterías que emitían por televisión. Eso sí: la mayoría de ellos era muy aficionada al deporte, sobre todo al fútbol.

—Nosotros también jugamos al fútbol, abuelo. A todos los chicos del clan nos encanta ese deporte. No me parece mal que los civilizados lo practicasen.

—Pero es que no lo practicaban, Carlitos. Cientos de miles de ellos, quizás millones, llenaban los estadios para ver jugar a dos equipos, y permanecían inmóviles delante de las pantallas de sus televisores para seguir los partidos, que eran retransmitidos profusamente. ¡Si hasta llegaban a matarse, en defensa de su equipo preferido!

—Eres un exagerado, abuelo.

—¡Te juro que es verdad, Carlitos! Los hinchas, que así se denominaban los seguidores de los equipos, se enfrentaban con los del equipo rival, con bengalas, con cuchillos, a pedradas, a bastonazos; a tiros, algunas veces. La Policía debía emplearse a fondo, en multitud de ocasiones, para controlar el salvajismo de los aficionados futbolísticos. Los estadios estaban rodeados por verjas y fosos, para impedir que los espectadores invadiesen el terreno de juego. Y se prohibía consumir bebidas alcohólicas o introducir botellas de cristal en el campo, pero daba igual, porque después se peleaban a muerte en las inmediaciones, al terminar el partido. ¿Sabes cuáles eran las profesiones más admiradas por los niños civilizados?

—No.

—Los muchachos querían ser futbolistas. Un jugador de primera división llegaba a cobrar miles de millones. Las chicas suspiraban por ser modelos. Para lograrlo, muchas de ellas ponían en juego su salud, hasta llegar al borde de la muerte, con dietas adelgazantes que las dejaban en los puros huesos. A finales del siglo veinte pusieron de moda una enfermedad, prácticamente desconocida hasta entonces, denominada anorexia. No comían para conservar una figura estilizada y elegante, y algunas llegaban a ser verdaderos esqueletos andantes, pero cuando sus padres se daban cuenta de lo que ocurría, y pretendían alimentarlas correctamente, el remedio era dificilísimo, porque, o bien su sistema digestivo no admitía ya la comida, o bien ellas la hacían desaparecer en los desagües o en la basura, fingiendo que la habían consumido.

—Háblame de la televisión y las modelos, abuelo.

—La televisión, las modelos y otras cosillas están íntimamente unidas a la Edad de la Perfección. Quizás ahí comenzó todo.

—¿Cómo?

—Resulta muy complejo resumir diez mil años de la historia de la Humanidad en unas pocas frases, Carlitos. Como ves, unos temas nos llevan a otros, porque las acciones humanas siempre estuvieron concatenadas, y unas situaciones fueron la lógica consecuencia de las anteriores.

—Es una ley universal.

—Que los civilizados jamás tuvieron en cuenta. En fin, la televisión resultó ser el principal medio de comunicación de masas. Tú ya has estudiado sus fundamentos técnicos. Sabes que se trata de una operación de emisión-recepción de imagen y sonido a través de ondas electromagnéticas.

—Así es.

—Pues bien, la televisión comenzó a utilizarse en los Estados Unidos de Norteamérica en la primera mitad del siglo veinte. El pretexto de los llamados medios de comunicación siempre fue el mismo: hacer llegar la información, veraz y puntualmente, a todos los ciudadanos. Pero, ¿qué ocurría en realidad? Veamos: si yo te digo que he visto un martín pescador volando sobre el arroyo, te estoy dando una noticia; te estoy informando de algo que ha sucedido, ¿no es así?

—Sí.

—¿Y si te digo que voy a salir a pasear hasta la orilla del arroyo, porque creo que podré ver un martín pescador? ¿O que es posible que el martín pescador vaya a anidar en el valle, al abrigo de los vientos del norte?

—Bueno, en el primer caso me harías una exposición de tus intenciones, y en el segundo estarías elaborando una mera hipótesis.

El abuelo sonrió de oreja a oreja, y contempló, embelesado, a su nieto.

—Me reconforta dialogar contigo, Carlos, porque comprendes todo a la primera. Te juro que posees mucho más conocimiento que los hombres de treinta y cuarenta años de mi época. Pues bien, los medios de comunicación, prensa, radio y televisión, surgieron para informar a las gentes, pero, desde el principio, todos ellos estuvieron en manos de grupos poderosos, de personas con mucho dinero, que los utilizaron para su propio beneficio, manipulando a la opinión pública en función de sus intereses. Lo que para unos era blanco, para los otros era negro; lo que aquí era bueno, allí era malo; esta noticia no tenía difusión por tal medio, pero aquel otro la consideraba fundamental. La comunicación entre los hombres civilizados era difícil de por sí. De hecho, no existía. Los vecinos ni se saludaban al cruzarse por la calle. No era raro que alguien muriese, en plena vía pública sin que persona alguna le prestara la menor atención. Y, desde luego, los famosos medios de comunicación contribuyeron al mayor aislamiento de los seres humanos. La gente no se reunía para cambiar impresiones; no compartía situaciones ni pensamientos; no actuaba pensando en la solidaridad ni el bienestar de todos. Los medios de comunicación lograron que el hombre se olvidara de sí mismo, de sus propios problemas, para preocuparse sólo de aquello que los periódicos, la radio o la televisión consideraban prioritario. Los famosos no lo eran por su inimitables obras de arte, o por sus esfuerzos en pro de la confraternidad de la raza humana, sino porque los medios de comunicación, sobre todo la televisión, exhibían su imagen día y noche. De esta manera, personajillos del tres al cuarto, porque eran guapos, o cantaban más o menos bien, o metían goles, eran considerados como semidioses y adorados por todo el mundo, mientras hombres y mujeres que luchaban cada día por erradicar la injusticia y la miseria apenas eran tenidos en cuenta. Los medios de comunicación, como en el ejemplo que te he puesto del martín pescador, dejaron de transmitir la noticia, se olvidaron de la realidad, para convertirse ellos mismos en noticia y generar su propia y distorsionada realidad. La televisión fue, a mi juicio, el principal desencadenante de la Edad de la Perfección.

—¿Por qué?

—Sencillamente, por su gran poder de propagación. Hasta los más humildes, aunque no tuvieran ni cama donde dormir, poseían un receptor de televisión. En los tiempos antiguos, por ejemplo, cuando un rey quería formar un ejército, o cobrar más impuestos, o simplemente comunicar cualquier noticia a sus súbditos, tenía que enviar emisarios a todos los confines de su reino, con lo que el proceso podía durar semanas o meses. Con la televisión, los gobernantes entraban en las casas de sus gobernados al momento, en cuanto lo deseaban. Los ciudadanos podían comprar o no los diarios y revistas, y escuchar más o menos los programas de radio, pero todos, indefectiblemente, quedaban atrapados por la magia de la televisión. Y los poderosos lo sabían. Por eso empleaban sus cuantiosas fortunas para, amparándose en las leyes que ellos mismos dictaban, instalar sus potentes emisoras, con las que dominar la voluntad popular. Ellos otorgaban y negaban las frecuencias, las licencias, las autorizaciones, los permisos. Sólo ellos podían emitir. Si alguien, con suficientes conocimientos técnicos, instalaba un modesto equipo, con idea de hacer llegar a sus convecinos una mínima programación alternativa, ellos, con la ley en la mano, lo impedían. En fin, la televisión nació con el pretexto de llevar la cultura y la información a todos los hogares del planeta, y se convirtió en el verdadero elemento de control de la opinión pública, de las masas. La gente dejó de leer libros; se olvidó de pensar; perdió su capacidad crítica. La televisión hipnotizaba, literalmente. Los niños, en particular, perdían varias horas al día viendo programas denominados infantiles que, en realidad, resultaban perniciosos, deformadores y violentos. Los mayores tragaban la misma medicina. En general, los espacios de programación podían dividirse en tres grandes bloques: informativos, recreativos y publicitarios. Los informativos constituían, según ellos, el componente principal, el fundamento de la comunicación. En realidad, resultaban aburridos y carentes de profundidad, pero muy útiles para difundir los postulados y la ideología del grupo que estaba detrás. Los programas recreativos, destinados a la diversión de los ciudadanos, eran chabacanos, burdos, bastos, groseros, rastreros y ramplones, repletos de falsa comicidad y plenos de situaciones vulgares, ridículas o violentas. El público que asistía al rodaje de determinados espacios, en el estudio, era obligado a aplaudir o a reírse, siguiendo las instrucciones impartidas por el regidor del programa, ¡no te digo más!

—Resulta muy difícil creer que los civilizados fueran tan imbéciles —comentó Carlitos, en el colmo del estupor.

—Es posible que estés sacando la impresión de que yo odiaba o despreciaba a los civilizados, pero te aseguro que no era así. Fui capaz de salirme de su sistema y, desde fuera, pude examinarlo con clara imparcialidad. Pues bien, la publicidad resultó ser la parte más importante del medio televisivo. Llegó un momento en que cada quince minutos de programación, digamos normal, intercalaban otros quince de propaganda variada, que denominaban consejos publicitarios, incitando a comprar masivamente desde automóviles hasta productos dietéticos, desde calzado deportivo hasta joyas. El bombardeo era continuo. Con la publicidad los fabricantes pretendían aumentar sus ventas de forma geométrica, las agencias de publicidad ganar dinero a espuertas y las cadenas de televisión recuperar sus inversiones y cerrar los ejercicios económicos con buenos beneficios. Lo menos importante era el producto ofrecido al telespectador; lo fundamental, asegurarse de que estaba sentado frente al receptor en todo momento. Controlaban la audiencia, y sabían cuántas personas seguían su programación. Después comenzaron las emisiones por cable; más tarde por satélite. A principios del siglo veintidós, todos los civilizados utilizaban televisores de muñeca, que se ponían en funcionamiento por control remoto cuando el Gobierno de turno lo ordenaba, y estaba prohibido desconectarlo bajo pena de cárcel, aunque muy pocos habrían tenido suficiente voluntad para hacerlo, pues estaban sojuzgados, esclavizados, enajenados por el medio. Con el paso del tiempo, la televisión fue sustituyendo al cerebro de los civilizados. Privados de su capacidad de raciocinio, de cualquier atisbo de espíritu crítico, la televisión fue su maestro y guía. Ella decía cómo debían vestirse. Ella dictaba las medidas de seguridad y las normas sanitarias. Ella explicaba cómo había que cocinar y qué comer. Ella señalaba quiénes eran guapos, atractivos, agradables y dignos de pertenecer, con todo merecimiento, a la Sociedad, y quiénes, como los gordos, los ecologistas, los fumadores, los rebeldes, los que todavía eran capaces de pensar y los que leían cualquier cosa que no fuera la propaganda del sistema, resultaban perniciosos y merecedores de una fulminante eliminación. La televisión proporcionaba gloria y dinero a las modelos, Carlitos, simples mujeres cuyas únicas habilidades eran ser guapas, de acuerdo con las normas estéticas establecidas, y dar cortos paseos entre el público, por encima de una pasarela de madera, exhibiendo costosos modelos de vestidos o llamativos juegos de ropa interior. Así empezó la Edad de la Perfección. ¿En qué momento? No lo sé, con exactitud, pero sigo creyendo que hacia la segunda mitad del siglo veinte. Yo me alejé de los civilizados en febrero de dos mil trescientos sesenta y ocho, en plena Cruzada contra los Fumadores. No pude resistir más. Fue un salto al vacío que me abrió de par en par las puertas del Universo.

—¿Qué sucedió durante esa Cruzada, abuelo?

El viejo inclinó la cabeza y se rascó el cabello blanco que se alargaba en puntas rebeldes sobre su nuca.

—En realidad, fueron varias. No recibieron, como puedes suponer, ese título por parte de las autoridades. Nosotros, algunos de los que después nos convertimos en salvajes, aplicamos tal denominación a determinados y violentos movimientos sociales, que se produjeron y generalizaron a lo largo de los siglos veintitrés y veinticuatro. La última, la famosa Cruzada contra los Fumadores comenzó efectivamente hacia dos mil trescientos sesenta, aunque su origen podría remontarse a los inicios del siglo veintiuno. Resultó ser el último coletazo de un monstruo que agonizaba, o sea, de la forma de vida de los civilizados. No voy a entrar en detalles, porque podrás documentarte a fondo cuando accedas a los Archivos Históricos. Te relataré, muy sucintamente, los hechos fundamentales. Como te he dicho, la opinión publica estaba condicionada y dominada por los medios de comunicación, de los cuales el más poderoso era la televisión, y la publicidad, procedente de empresas privadas o del Gobierno. Llegó un momento en que todo, absolutamente todo, en aquel sistema demencial, injusto e imperfecto, debía ser perfecto.

—¡La Edad de la Perfección!

—Así la denominamos, años más tarde. Pues bien, poco a poco, las gentes que tenían exceso de peso se vieron discriminadas y repudiadas, porque la publicidad se encargó de universalizar la necesidad imperiosa de poseer un cuerpo escultural, hasta que se generó una imparable corriente de antipatía hacia ellas, que cristalizó en odio furibundo. Lo mismo sucedió con aquéllos que padecían cualquier tipo de defecto psíquico o físico; con los que se negaban a consumir la bebida de moda; con los que no vestían de acuerdo con el dictado de los grandes modistos; con los que se oponían a la continua degradación del medio ambiente y, al fin, con los que fumaban o eran sospechosos de hacerlo. Para entonces, la población de los civilizados se había visto reducida drásticamente, a consecuencia de la Guerra Continua y de las Plagas. Ahora se encuentran al borde de la extinción. No sólo acabaron con centenares de especies animales y vegetales; no sólo estuvieron muy cerca de aniquilar cualquier atisbo de vida sobre el planeta, sino que, los muy estúpidos, han llevado sus extraños conceptos de progreso y bienestar hasta lograr su propio exterminio.

—¿Qué fueron la Guerra Continua y las Plagas?

El viejo volvió a refunfuñar algo sobre el condenado muchacho, pero extrajo del bolsillo de su camisa un palo de regaliz, lo partió por la mitad y tendió uno de los trozos al chico. Durante algunos segundos, ambos masticaron en silencio, acariciados por el sol y la cálida brisa vespertina.

La Guerra Continua resultó ser la prolongación de todas aquéllas que la Humanidad sufrió desde el principio de los tiempos. Hasta finales del siglo veinte cada una tenía su propio nombre: las Guerras Púnicas y Médicas, la Guerra de las Rosas, la de los Cien Años, las Guerras Carlistas, la de Secesión, la Gran Guerra, la Segunda Guerra Mundial, la de Corea, la de Vietnam, la de los Seis Días, la del Golfo, la de Irak; así, todas. Pero en las últimas décadas de aquel siglo, los Estados Unidos de Norteamérica se adjudicaron, unilateralmente, el título de mantenedores del nuevo orden mundial. Los Estados Unidos se jactaban de ser adalides de la democracia y la libertad, pero su sistema, como en los restantes países del mundo, sólo funcionaba a la perfección para quienes poseían una buena cuenta corriente; para los que tenían dinero. La defensa del nuevo orden consistía en garantizar como fuera los legítimos derechos de sus clases privilegiadas, utilizando presiones económicas o la fuerza de las armas, pues para algo disponían del más poderoso ejército jamás conocido. Siempre tuvieron buen cuidado de mantener las guerras lejos de sus fronteras. La mayoría de las veces se limitaban a arrasar los países enemigos desde el aire, pero, eso sí, siempre en defensa de la democracia y la libertad. A mediados del siglo veintiuno colaboraron en la ocupación de Cuba. Luego apoyaron a Israel en una nueva confrontación con los Países Arabes. Después, aliados y enemigos de los Estados Unidos, animados, quizás, por el espíritu del nuevo orden, se dedicaron a atacarse unos a otros, en conflictos bilaterales, la mayoría de las veces, que se prolongaron durante más de un siglo. China se enfrentó a Rusia; India a Pakistán; Israel a Egipto, Libia y Jordania; la Unión Europea mantuvo continuas escaramuzas con invasores islámicos procedentes de los países norteafricanos; Africa, Asia y Suramérica fueron escenario de continuas y sangrientas revoluciones. La miseria y las hambrunas se extendieron por todo el planeta. Como siempre, los ricos no tenían problemas. Al iniciarse el siglo veintidós, la población terrestre apenas era la mitad que a finales del siglo veinte. Entonces llegaron las Plagas. Misteriosas enfermedades se abatieron sobre los seres vivos, ya fueran animales, vegetales o humanos. Virus y bacterias, procedentes de mutaciones insospechadas, resistentes a los medicamentos y plaguicidas conocidos, aparecían por doquier. Las cosechas se perdían; se pudría el agua; los animales domésticos morían cada día a millares, y los hombres sucumbían ante enfermedades que se creían erradicadas, pero que retornaron con particular virulencia, como la rabia, la lepra, la tuberculosis, la viruela, la gripe, el cáncer y el SIDA. Además, la Tierra contraatacó de manera fulminante, como ser vivo que es, en un desesperado intento por regenerar todo lo que los seres humanos habían destruido. Así, las tormentas, los huracanes, las erupciones volcánicas y los terremotos se intensificaron de tal manera que raro era el día en que, en alguna parte del globo, no se cobraban miles de víctimas. Hacia el dos mil doscientos, los civilizados apenas llegaban a los tres mil millones, pero seguían sin aprender. No modificaron el sistema. Los ricos y poderosos, inamovibles en sus puestos de privilegio, disfrutaban de todos los placeres, y los demás vivían como podían, en una continua lucha por alcanzar el nivel de vida de los otros, mientras los medios de comunicación, al servicio, por supuesto, de los intereses gubernamentales y comerciales, proseguían con sus imparables campañas de control mental. El planeta estaba asolado, contaminado, esquilmado y olvidado, pero los civilizados sólo prestaban atención a su bienestar y a su seguridad. ¡Qué estúpidos eufemismos! Consideraban bienestar arrasar la Naturaleza para satisfacer sus ridículos gustos personales, y buscaban la seguridad poniendo en peligro a toda la Creación, sin percatarse, además, de que lo único seguro en la vida del hombre es que nada hay seguro.

—¡Jo!, abuelo, me gusta mucho más escuchar tus explicaciones que las de nuestro Mentor Secundario.

—No creo que él haya profundizado tanto en estas cuestiones…

—Ha mencionado algunas cosas, pero de pasada.

—Como es su obligación. Yo estoy hablando más de la cuenta. Todo esto lo debes deducir de los Archivos Históricos y...

—Que sí, abuelo —interrumpió Carlitos—; que ya lo sé. Imagina que estás hablando para los animales y las plantas, como aquel Francisco de Asís de los antiguos.

—Con la diferencia de que ellos no le hacían preguntas comprometedoras, muchachito. —El viejo levantó los ojos hacia el cielo azul del atardecer, observando la posición del sol entre la fronda del hayedo, y añadió—: En fin, voy a ver si consigo acabar este asunto antes de la hora de cenar. Empiezo a tener apetito. Si me interrumpes no podré hacerlo, y te quedarás a medias, porque yo no perdono la cena por nada del mundo.

—Entonces no te líes, y continúa, por favor.

—Ya no sé ni por dónde iba. Bueno, la Guerra Continua, las revoluciones, las enfermedades y los cataclismos y demás fenómenos de la Naturaleza, redujeron la población civilizada hasta cifras críticas, pero todos estos elementos fueron complementados enormemente por la propia estupidez de las personas. El culto al cuerpo se había convertido en una verdadera religión, de tal manera que nadie pareció sorprenderse cuando comenzaron las persecuciones. Lo mismo que los emperadores romanos a los primeros cristianos, los civilizados perfectos se dedicaron a exterminar a todos aquellos que no satisfacían la imagen-modelo del prototipo humano. Los ciegos, mancos, cojos, calvos y obesos fueron detenidos y ejecutados sin piedad. Lo mismo sucedió con los deficientes mentales, los enanos, los esmirriados y enclenques, los paralíticos y los sin-techo. Todos fueron a la hoguera.

—¿Los quemaron? ¿Como a los blasfemos de la religión?

—Así fue. Instalaron decenas de centrales térmicas, que producían energía eléctrica utilizando como combustible los cuerpos despedazados de cientos de millones de desgraciados. La inteligencia, definitivamente, parecía haber desaparecido de la raza humana, confirmando las más tétricas previsiones que los escasos pensantes hicieran a finales del siglo veinte. En su locura por obtener seguridad, salud y vigor, todos los ciudadanos fueron obligados a pasar revista médica tres veces al día, y a consumir exclusivamente los alimentos autorizados por el Gobierno, de acuerdo con las normas ineludibles de la Organización Mundial de la Salud. Fueron prohibidas a los particulares, bajo pena de muerte, las ventas de bebidas alcohólicas, de café, de té y de cualquier tipo de droga, que se siguieron consumiendo en cantidades industriales, pero expedidas en tiendas regentadas por funcionarios gubernamentales. La insatisfacción crecía por doquier. Las gentes se mataban por las calles sin ningún motivo. Los suicidios crecieron espectacularmente. Físicamente habían alcanzado la Edad de la Perfección —eran altos, guapos, fuertes, ágiles—, pero en lo espiritual los animales salvajes ocupaban un nivel mucho más elevado. Pasaban por los quirófanos de continuo, para modificar sus labios, para agrandar sus pechos, para enderezar sus narices, para tensar su piel, para empequeñecer sus orejas. Dedicaban cuatro horas diarias a fortalecer sus prefabricados cuerpos en los gimnasios... y morían en medio de una total desesperación. Los hombres y las mujeres entraron en una dinámica de lucha frontal, enarbolando extraños conceptos, como machismo y feminismo, y las pocas parejas que se formaban dejaron de procrear. Decían no estar preparados para asumir la responsabilidad de ser padres. En vez de tener hijos, adoptaban grandes perros. Ahora, como bien sabes, los perros salvajes, descendientes de aquéllos que fueron abandonados por sus primitivos dueños hace centenares de años, forman enormes manadas, de las que nos tenemos que defender en muchas ocasiones. Por otro lado, aduciendo incontestables razones de libertad personal, aumentaron increíblemente las parejas homosexuales, tanto de hombres como de mujeres. En estos momentos, la natalidad de los civilizados se aproxima a cero. Yo diría que, a lo sumo, dentro de ciento cincuenta o doscientos años, todos ellos habrán desaparecido de la faz de la Tierra. La Edad de la Perfección toca a su fin. Nosotros, los salvajes, hemos tomado el relevo. Cuando los científicos del siglo veinte hacían cálculos para definir cómo sería el ser humano del dos mil quinientos, poco podían sospechar lo descabellado de sus hipótesis. La Naturaleza, como siempre, ha efectuado la selección natural, sin pedir permiso a sus moradores, porque ella sabe lo que necesita. Los salvajes somos, en definitiva, el resultado de una correcta evolución natural: seres capaces de vivir, de crear y de pensar en equilibrio con ella. Cuando accedas a los Archivos Históricos comprobarás cómo los llamados ecologistas —denominación harto ridícula, puesto que todos los que vivimos en el mundo hemos de serlo por necesidad— defendían sus incomprendidos postulados en base a que el Hombre iba a acabar con el planeta. Observa qué tremendo error, Carlitos. ¡Acabar con el planeta! La Tierra ha contraatacado con todas sus armas naturales, y ¿qué ha hecho?, pues crear hombres nuevos: nosotros, los salvajes.

—¿Cuando decidiste que tú también eras un salvaje, abuelo?

El viejo sonrió de oreja a oreja. Dobló la pierna derecha apoyando el pie en un borde de la roca, y entrelazó sus manos sobre la rodilla, mientras su mirada recorría el arroyo, la yerba, las florecillas y los árboles. Rememoraba otros tiempos, otros hábitos, otras personas.

—Cuando mis padres, tus bisabuelos María y Tristán, fueron asesinados por las turbas perfeccionistas, uno por ser fumador declarado y la otra por miope...

—¿Les mataron sólo por eso?

—Ya te he dicho que la psicosis del perfeccionismo rebasó todos los límites razonables. Los civilizados hablaban continuamente del amor, pero desconocían el significado de esa palabra. Cuando copulaban decían que habían hecho el amor. ¡Fíjate que tontería! El hecho es que olvidaron por completo la práctica del amor bien entendido; de ese profundo y puro sentimiento que nos lleva a querer el bien para todo y para todos, a respetar, a proteger, a ayudar y a comprender. Las Cruzadas siempre tuvieron el mismo origen: miedo a los otros y codicia desmesurada. El caso es que cuando me quedé solo tenía dieciocho años. Mis padres, cultos y consecuentes, me habían enseñado a pensar por mí mismo. Comprendí que la civilización no era para mí. Dejé de acudir al gimnasio. Abandoné las consultas médicas obligatorias. Desconecté mis televisores. Leí muchísimos libros. Empecé a alimentarme conforme a mis gustos personales y de acuerdo con dietas adecuadas. Como último signo de rebeldía, yo, que jamás lo había hecho..., ¡comencé a fumar! En casa, a solas, claro... Pero un día los vecinos me vieron. Cinco minutos después la Policía de Medio Ambiente llamaba a mi puerta y, en unos instantes, frente al portal, se reunió una muchedumbre de perfectos vociferantes que pedía mi cabeza. No deja de ser curioso que soportasen las emanaciones tóxicas de industrias y vehículos, los vertidos mortíferos en ríos y mares, la contaminación radiactiva y la desaparición de la capa de ozono, y no pudiesen aguantar, en cambio, a un pobre hombre que fumaba un cigarrillo. Bueno, pues apenas tuve tiempo para meter algo de ropa y unas provisiones en mi mochila, y salir volado por la ventana de la parte trasera, que daba a un jardín público. ¡Menos mal que era un primer piso! Crucé la ciudad, la dejé atrás para siempre, y me interné en las montañas.

—Y te encontraste más solo que nunca.

—Es cierto que, de alguna manera, temía a la soledad, aunque estaba dispuesto a afrontarla con todas las consecuencias. "Más vale solo que mal acompañado", ¿sabes? Pero sucedió lo que tenía que suceder. Para entonces muchos otros habían seguido el mismo camino que yo. En las ciudades se rumoreaba que los bosques estaban poblados por gentes, huídas de la civilización, que vivían como salvajes, pero no disponíamos de información concreta. De hecho, las autoridades y los poderes fácticos realizaban continuas campañas de descrédito, minimizando y ridiculizando tales comentarios. Pero eran ciertos. Al cabo de tres días de marcha tropecé con las ocho personas que, entonces, formaban nuestro clan. Como podrás imaginar, si grande fue la sorpresa mayor fue mi alegría, porque comprendí que había hecho lo correcto. El resto ya lo sabes: conocí a tu abuela; nos emparejamos; nació tu madre; creció, se hizo mujer y se emparejó con tu padre, que era miembro de otro clan. Finalmente llegaste tú.

—¿Es cierto que los civilizados pretendían viajar hasta las estrellas a bordo de naves propulsadas por retrocohetes?

—Al menos eso era lo que decían los científicos. Y la gente se lo creía, desde luego. Ellos pensaban que la Tierra, un minúsculo planeta de cuarenta mil kilómetros de circunferencia, situado en uno de los brazos de la Vía Láctea, junto a una pequeña estrella llamada Sol que está rodeada por unos doscientos mil millones de estrellas pertenecientes a esta misma galaxia, y por incontables galaxias más grandes que ella, hasta alcanzar el desconocido límite de este Universo —que quizás sea la frontera con otro u otros similares, ¿quién sabe?—, pues pensaban, fíjate bien, que la Tierra era el único planeta en el que había llegado a desarrollarse la vida. En consecuencia, se arrogaron la misión de colonizar el Espacio Exterior.

—Te juro, abuelo, que no puedo entender tal cúmulo de locuras colectivas. ¿Acaso no observaban la presencia de visitantes extraterrestres, tal como lo hacemos nosotros? ¿Desconocían la existencia de los diferentes niveles de realidad? ¿Ignoraban el poder del espíritu sobre la materia? Nuestros Mentales pueden viajar y comunicarse sin artificios mecánicos, y, poco a poco, nos van enseñando las técnicas apropiadas para que todos podamos conseguirlo al máximo nivel. ¿Por qué los civilizados no llegaron, siquiera, a intuir las enormes posibilidades que encierra el espíritu, el instrumento más perfecto que la Suprema Mente ha puesto a nuestra disposición?

El anciano se levantó. Carlitos hizo lo mismo, y ambos comenzaron a caminar con tranquilidad, uno al lado del otro, recorriendo el sendero que conducía a las sobrias y confortables cabañas del clan. La cena debía de estar ya preparada, y los leños de la hoguera, en torno a la cual se reunían todas las noches, empezando a crepitar.

—Los civilizados perdieron su capacidad de pensar y razonar, Carlitos —respondió el anciano, mientras se introducían en el bosque, dejando a sus espaldas el prado y el riachuelo. Luego añadió, como en una reflexión para sí mismo—: Olvidaron que el hombre es un ser inmortal, compuesto de alma y cuerpo. Centraron toda su atención, todos sus esfuerzos, todos sus afanes, en lo puramente material, sin llegar a entender que la materia no es más que una de las herramientas que el espíritu, el alma, puede manejar a su antojo. Por eso se extinguen, como los dinosaurios que habitaron el planeta hace millones de años.

—¿No podríamos hacer algo para ayudarles? —preguntó el muchacho, casi implorante.

—Únicamente ellos pueden ayudarse. De hecho, cada día son más los que abandonan las grandes ciudades, ya medio despobladas, y se unen a nosotros, los salvajes. Y bien sabe la Suprema Mente que son recibidos de todo corazón. Pero sólo ellos deben decidir qué hacer con su vida.

Un rojo resplandor cubría los cielos del oeste, mientras los mirlos trinaban, ocultos entre el follaje.

Las golondrinas y los vencejos efectuaban en lo alto sus últimas piruetas vespertinas, despidiendo con bulliciosa alegría al astro rey antes de retirarse al cálido refugio de sus nidos.