En este blog se permite fumar, aunque recomiendo no hacerlo en agradecimiento a una excelente homeópata a la que debo mucho. Se prohibirá terminantemente el día en que desaparezcan las armas atómicas, las centrales nucleares y sus residuos, la contaminación, la desertización y la pederastia. ¡Ah!, se me olvidaba, también se pueden dejar comentarios.

lunes, 8 de marzo de 2010

Querido abuelito


El anciano de abundantes y blancos cabellos y rostro atezado por mil soles y arrugado por decenas de años, en el que resaltaba un impresionante y bien cuidado bigote, descendió con lentitud la escalinata que conducía al inmenso jardín de la mansión. Caminaba erguido, mostrando una elasticidad impropia de su avanzada edad, y su aspecto denotaba dignidad y distinción. No era alto, aunque parecía crecer sobre sí mismo a cada paso que daba. Vestía una camisa blanca, arremangada por debajo de los codos, un pantalón veraniego en tono crema y unas cómodas zapatillas deportivas.

Cruzó el jardín con parsimonia, deleitándose con el calor de los rayos matutinos del sol veraniego que refulgía en un cielo completamente azul, y con el canto de las miríadas de avecillas que poblaban los bosques de robles, abetos y araucarias que rodeaban la mansión. El zumbido de las abejas, que sobrevolaban incansables rosas, petunias, alhelíes, azucenas y crisantemos, constituía el contrapunto del concierto matinal que la naturaleza toda ofrecía en honor del universo.

A unas decenas de metros, bajo la sombra protectora de un exquisito y recoleto cenador, dos mujeres y dos niños de corta edad le contemplaban sonrientes mientras le saludaban agitando las manos.

—Buenos días, papá —saludó la mujer de más edad, levantándose para besar cariñosamente en ambas mejillas al anciano—. ¿Has descansado bien?

—Buenos días, queridas. He dormido como un bendito, gracias a Dios.

—Hola, abuelo —dijo la más joven, de unos treinta hermosos años, besando también al recién llegado—. ¿Cómo se encuentra la abuela esta mañana?

—Ya sabes... Sigue con sus achaques, aunque el doctor dice que no existen motivos de preocupación. Son cosas de viejos, qué le vamos a hacer. Yo, en cambio, estoy en plena forma.

—¡Buenos días, bisabuelo! —cantaron al unísono niño y niña, cuatro y tres añitos de alegría e inocencia, aferrando cada uno la correspondiente y curtida mano del anciano.

El hombre se agachó para besar y ser besado, refunfuñando con fingido enfado:

—No me llaméis bisabuelo, que me hacéis envejecer prematuramente. Decidme sólo abuelo, y ya está bien. ¡Condenados muchachos!

Los niños rieron divertidos, diciendo a coro:

—¡Sí, bisabuelo!

Después huyeron, ocupando sus sillas en la mesa donde desayunaban.

—Nos hemos tomado la libertad de empezar sin ti, papá —se disculpó su hija—. No sabíamos si bajarías a desayunar con nosotros.

—Habéis hecho bien, Leonor. Pensaba hacerlo en mi despacho, como siempre, pero esta espléndida mañana me ha animado a salir del agujero.

—Hoy es sábado, abuelo —dijo la joven—. Los sábados no se trabaja.

—¡Ay!, cariño, qué más quisiera yo… Desgraciadamente, los asuntos de Estado no admiten dilaciones ni conocen días festivos. Pásame el café, por favor.

El anciano se sirvió media taza de café completándola con igual cantidad de leche. La mesa estaba perfectamente surtida de mantequilla, mermeladas, tostadas y bollería. La cubertería era de plata finamente repujada, y las servilletas y el mantel de fino lino bordado con esmero en florecillas y pavos reales.

Un criado de casaca blanca y pantalón azul se acercó inmediatamente:

—¿Desean sus excelencias alguna cosa más?

—Nada, José; muchas gracias —replicó el anciano—. Todo está bien.

—A sus órdenes, señor —dijo el sirviente, retirándose a cierta distancia después de hacer una reverencia.

Finalizaron el desayuno en medio de una conversación distendida y trivial, que tuvo como tema principal a los niños y su habilidad para conseguir que mermelada y mantequilla se depositaran en sus caritas en vez de en sus estómagos.

—Ahora, Martita y Jorge, id a jugar por el jardín —indicó a los niños la joven madre y nieta del anciano—. ¡Y no os ensuciéis demasiado!

—Pero queremos jugar con el bisabuelo —protestó el pequeño Jorge.

—¡Eso, eso: teremos juegar con bichabuelo! —remarcó Martita, con su lengua de trapo.

—El bisabuelo tiene que trabajar, niños —sentenció Leonor, la hija del anciano y abuela de los infantes—. Mamá y yo jugaremos con vosotros.

—¡No, no! ¡Queremos jugar con el bisabuelo! —volvió a pedir Jorge.

—Dejadles —terció el anciano—. Ya sabéis cómo son los niños. Está bien: jugaremos, pero sólo un ratito, ¿eh?

Los pequeños acogieron la decisión de su bisabuelo con grititos encantados, y durante una hora estuvieron los tres entretenidos en carreras, columpios y juegos de pelota, bajo la divertida mirada de ambas mujeres, madre e hija.

Finalmente, el hombre se acercó al cenador, cansado pero feliz.

—¿Ves, papá? Te han agotado —dijo Leonor, su hija.

—Todavía me quedan fuerzas. Hace falta algo más que dos niños para acabar conmigo —fanfarroneó en tono de chanza, añadiendo—: Bueno, queridas, nos veremos después. Ahora debo despachar unos asuntos urgentes.

—No tardes, abuelo, que el mundo no se hundirá porque trabajes menos un sábado de verano.

—Tiene razón Beatriz, papá —dijo Leonor—. Te prohibo que desaproveches un día tan precioso. Esperaremos aquí hasta que vuelvas, y luego bajaremos al lago para dar un paseo en barca. Tú, por supuesto, serás nuestro remero.

—Está bien, está bien —aceptó el anciano, a regañadientes—. Procuraré volver en una hora. ¡Las mujeres no pensáis más que en la diversión! Enseguida estaré con vosotras, por la cuenta que me tiene.

Y se alejó en dirección a la enorme y lujosa residencia.

Ya en el interior, uniformados criados respetuosos, estratégicamente situados, abrían y cerraban las puertas a su paso, hasta que llegó a sus habitaciones. En ellas esperaba su ayuda de cámara, con el que apenas cruzó algunas palabras mientras cambiaba su atuendo campestre por el blanco uniforme de general en jefe de todos los ejércitos, rematado por las lustrosas botas de media caña y la gorra-plato con el escudo de la nación y las insignias de su rango. El asistente prendió en su pecho una docena de condecoraciones, colgó de su cinturón el sable con empuñadura de oro y le entregó los guantes blancos, que el anciano sujetó en su mano diestra mientras apoyaba la siniestra sobre la enfundada y brillante espada. Con un simple movimiento de cabeza indicó a su ayudante que estaba preparado, y éste abrió la puerta, precediéndole por los alfombrados pasillos de paredes recubiertas por antiquísimas y valiosas pinturas y techos ornados con magníficas lámparas de bronce y cristal tallado, hasta llegar ante una inmensa puerta de doble hoja en la que hacían guardia dos soldados, que se cuadraron con la mirada perdida en el vacío. El ayuda de cámara empujó con firmeza la hoja derecha y anunció solemnemente:

—¡Su excelencia, el señor presidente!

El anciano uniformado penetró en su despacho mientras la puerta se cerraba a sus espaldas.

Un hombre moreno, de mediana edad, vestido con un elegante frac, esperaba de pie junto a un sillón, ante la amplísima mesa de caoba.

—Buenos días, primer ministro —saludó el anciano presidente.

—Buenos días, excelencia.

—Espero que no me traiga demasiados problemas esta mañana.

—¡Oh!, no, señor. Asuntos de mero trámite, excelencia, pero a los que sería deseable dar curso lo antes posible.

—Vamos a ver.

—Son catorce decretos ministeriales y...

—¡Catorce! ¿Ha dicho usted catorce, Miguel?

—Sí, excelencia; así es.

—No tengo ganas de pasarme el día firmando papeles, Miguel. Dígame usted qué es lo verdaderamente urgente, y el resto se quedará para el lunes.

—Como usted ordene, excelencia. Lo más importante es confirmar la sentencia de muerte del Tribunal de la República sobre los cuarenta y cuatro miembros del Ejército Popular de Liberación que, como vuestra excelencia sabe, fueron juzgados el pasado martes, aunque, si vuestra excelencia me lo permite, le diré que hay fuertes presiones de la opinión pública y de organismos internacionales para que dicha pena sea conmutada por la de cadena perpetua...

—Pero, ¿quién manda aquí? —estalló el anciano presidente, golpeando la mesa con su puño— ¿Desde cuándo el presidente Contreras hace caso a la opinión pública? ¡Yo soy la ley en este país, y aquí se hará lo que yo diga hasta que me muera! ¿Lo ha comprendido usted?

—Por supuesto, excelencia —replicó el otro, apabullado y temblando como un azogado.

—¿Qué han hecho esos desgraciados?

—Asaltaron un supermercado, so pretexto de que los precios de los principales artículos de consumo alcanzaban niveles prohibitivos, y animaron al pueblo a seguir su ejemplo.

—O sea, rebelión y conspiración para derribar al gobierno legítimo. ¿Hubo derramamiento de sangre?

—La policía restableció el orden tras dos horas de enfrentamientos. Tuvieron que hacer uso de las armas, porque la resistencia fue muy fuerte. Siete miembros del E.P.L. resultaron muertos, y dos agentes de policía sufrieron heridas durante el asalto final.

—¡Además, alteración del orden público y agresión a las fuerzas de seguridad! ¡Déme usted las sentencias, Miguel! ¡Se van a enterar éstos de lo que vale un peine! ¡Estaríamos buenos!

El primer ministro extendió los documentos sobre la reluciente mesa y el presidente firmó con pulso firme al pie de cada uno de ellos, empujándolos después hacia el portafolios del alto funcionario. Éste los recogió cuidadosamente y los introdujo en la cartera.

—Muchas gracias, excelencia —dijo, poniéndose en pie—. Si vuestra excelencia no ordena nada más, me retiro hasta el próximo lunes.

—Nada, nada, Miguel. Hala, váyase y descanse, que usted también se lo tiene merecido. Que pase un buen fin de semana.

—Igualmente, excelencia.

El anciano presidente abandonó el despacho bajo la atenta y reverente mirada de su primer ministro.

El anciano presidente estaba satisfecho.

Disponía de todo un hermoso sábado para jugar con sus amadísimos bisnietos.

2 comentarios:

  1. Qué impresionante relato José. Qué me iba a imaginar yo aquel ancianito lindo y juguetón convertido en un soberano y tajante insensible de fondo. Lo más lamentable es que tu relato es tan real, como la vida misma.

    Es increíble la cantidad de máscaras que puedan llegar a usar estos dirigentes y la coraza de hierro que tienen por corazón.

    Bravo Joe, una gran narrativa, me encantó.
    Un gran abrazo.

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  2. No pierdas de vista, Liz, que hasta el mismísimo Hitler tuvo madre. En cuanto a las máscaras, no sólo las utilizan los dirigentes; también la gente de a pie hace uso de ellas según le viene.
    Celebro que el relato te haya gustado.
    Un abrazote.

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