En este blog se permite fumar, aunque recomiendo no hacerlo en agradecimiento a una excelente homeópata a la que debo mucho. Se prohibirá terminantemente el día en que desaparezcan las armas atómicas, las centrales nucleares y sus residuos, la contaminación, la desertización y la pederastia. ¡Ah!, se me olvidaba, también se pueden dejar comentarios.

jueves, 15 de abril de 2010

Mi primer premio literario ("!Que viene el coco...!")

Mi carrera literaria es tan extensa en el tiempo como inútil en su efectividad. Hablando desde un punto de vista exclusivamente crematístico, claro. En mis tiempos mozos colaboré en algunos diarios locales con noticias sobre OVNIs; después lo hice en un par de revistas especializadas. En el campo de la Literatura pura y dura practico indistintamente prosa y poesía; he publicado algo en revistas vitorianas; soy coautor del libro "Cinco voces" (del que se vendieron unos 13 ejemplares) y Gemma Nierga dijo de mí, en una entrevista que me hizo años atrás coincidiendo con el aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes, que yo era un autor "que había escrito mucho y publicado muy poco". Lo segundo es completamente cierto; lo primero, así, así... Hay escritores mucho más prolíficos que yo, pero quizá influyan notablemente las posibilidades de ver publicada la obra. Por otro lado, creo que soy un autor gafado: firmé un contrato con una editorial catalana para publicar mi primer libro de relatos; tuve las galeradas en mis manos para la corrección definitiva; devolví mi obra lista para impresión, a falta de la portada adecuada... ¡y la editorial se fue a la quiebra!
¡Pero al fin he recibido mi primer premio literario!
A mis 63 años.
Prepárate, Saramago, que mi carrera comienza en el mismo punto que la tuya (más o menos), y voy como una bala, cuesta abajo y sin frenos.
Pues sí, amigos: mi relato "¡Cuidado con el coco...!" ha recibido un accésit (*) en el "XV Concurso de Relatos Cortos para mayores de 55 años" aquí, en mi pueblo, sobre el tema "En el portal nº. 4"
Ya sé que no es gran cosa, pero, ¡carajo!, le hace ilusión a uno.
Aquí os lo cuelgo, por si alguno de vosotros ha aprendido a leer en las últimas fechas.
(*) Accésit:1. m. En certámenes científicos, literarios o artísticos, recompensa inferior inmediata al premio.


¡QUE VIENE EL COCO…!

Todavía me pregunto qué hago aquí, o, mejor dicho, cómo es posible que esté aquí. Aún no salgo de mi asombro, pero siento y disfruto la sensación de que estoy vivo por completo; de que soy absolutamente libre para pensar, hacer y decir lo que quiera, y para ir a donde desee. Es tan profunda e intensa que me estremezco, y no puedo, a veces, contener las felices lágrimas que ruedan por mis mejillas, hasta engancharse y desaparecer en mi vello facial, hirsuto y descuidado adrede. ¡Dios!, cuánta belleza en esas azules y tranquilas aguas que se recuestan sobre la dorada playa, en una entrega continua, silenciosa y sumisa; qué agradable caricia la del viento de poniente en el rostro atezado y curtido, y cuán dulces los trinos de las avecillas que, desde su seguro refugio en el palmeral, despiden al astro rey semioculto ya tras el horizonte. Comprendo ahora el significado de esa frase, mil veces escuchada y otras tantas repetida: “¡Esto es vida…!” ¿Qué pensarían mis vecinos del portal número 4 al verme frente al mar, degustando un delicioso y refrescante “Blanche de Blanche”, si supieran, además, que me alojo en Chez Batista, aquí mismo, en Anse Takamaka, desde que llegué a las Seychelles hace dos meses…?

Mis vecinos…; mis queridos vecinos…; ¡la madre que los parió! Pueden pudrirse en el fondo de sus cubiles del número 4, o tirarse al tren si lo prefieren, que a un servidor se la trae muy pendulona: me importa un carajo lo que hagan. Además, ni me voy a enterar… Que conste que los recuerdo muy bien, empezando por aquel militar del primero y su señora -que era una chafardera metomentodo irrecuperable-, hasta la despampanante muñeca profesional del lujoso ático, origen de varios incidentes comunitarios a cuento y cuenta de sus intempestivas y numerosísimas visitas nocturnas. Me llamaban (a mis espaldas, claro) “el Rico”, “el Chulo”, “el Raro” y “el cabrón del tercero”; o sea, de todo menos guapo. ¿Por qué? Pues porque desde la primera reunión de vecinos que celebramos en el famoso portal número 4, con el único fin de solucionar los problemas iniciales de acometida de agua, electricidad, ascensor y limpieza, se dieron cuenta de que yo decía las cosas claras y por directo, y de que era enemigo declarado de las pérdidas de tiempo y de las gilipolleces. Me aburrían. Me cansé de ellos y ellos de mí. Nos cansábamos mutuamente sólo con cruzarnos en la escalera o coincidir en el ascensor (“Parece que va a llover, ¿eh?”) Mil veces sugerí a Rosalía la conveniencia de cambiar de residencia, pero ella jamás quiso considerar siquiera la posibilidad de abandonar el tercer piso del portal 4. Decía que teníamos un apartamento precioso, amplio, confortable y en la mejor zona de la ciudad, y que los vecinos eran personas distinguidas y de clase alta, como nosotros.

¡Ah!, qué bueno está el jodido “Blanche de Blanche”, con su naranjita, su “Dom Pérignon”, su cucharadita de limón y su golpe de angostura.

- ¡Camarero!: otro igual, por favor…

- Bien sûr, monsieur.

La culpa fue mía, por calzonazos. Tenía que haberme impuesto desde el día de la boda. Pero, cuidado que soy imbécil: ¿cómo iba a hacerlo en mis circunstancias? Ahora pienso como hombre libre, pero entonces las cosas eran distintas; completamente distintas. Mi arribada, bien que forzosa, al portal número 4, fue el final previsible de un crucero en el que yo mismo me embarqué por egoísta, mezquino, avaricioso y cobarde. Lo único que puedo decir en mi descargo es que la mayoría de los hombres, en mi lugar, hubiera hecho lo mismo. Aunque, ¡carajo!, tampoco debo ser tan duro conmigo, precisamente porque me dejé llevar por las circunstancias y apliqué la ley del mínimo esfuerzo, como cualquier hijo de vecino. ¿Cómo podía saber que Rosalía, aquella muñequita de turbadores pechos, prometedoras caderas y arrebatadores labios, a la que yo suponía prendida en mis redes e impaciente por complacerme en todo, lo único que pretendía era pescar un marido atractivo que satisficiera, simultáneamente, a ella y a sus papás? ¡Y vaya si lo pescó, la muy…!

- Votre “Blanche de Blanche”, monsieur.

- Merci.

Observó cómo el camarero retiraba el servicio y se alejaba hacia la cafetería del hotel, distante unos cincuenta metros, y bebió un largo y placentero trago del reconfortante néctar.

Al final, voy a terminar como una cuba antes de cenar. No es para tanto, caramba. Además, hoy me apetece dormir acompañado. Sí; me daré una vuelta por la sala de fiestas como cada noche, y seleccionaré una buena hembra entre el abundante “ganado”. Parece mentira la cantidad de tías buenas que hay en estas benditas islas; qué cuerpazos; qué facilidades; qué servicios; ¡qué precios…! Yo pensaba que había hecho de todo en el terreno sexual, hasta que llegué aquí. ¡Ay!, Rosalía, Rosalía, si levantaras la cabeza… Mejor, quédate donde estás y no me molestes, que bastante lo hiciste durante los últimos treinta años. Empezando porque me obligasteis a casarme a los veinticuatro, en la flor de mi vida. Tú y tu padre, ¡sí…! Todavía recuerdo aquella primera cena en el palacete de tu familia, adonde me llevaste poco menos que hipnotizado, y las palabras del viejo ante los cincuenta y dos comensales, todos con las copas de champán levantadas: “Por la eterna felicidad de mi hija y de mi yerno, y por su futura descendencia. Es un gran placer anunciaros su próximo enlace matrimonial, que tendrá lugar, Dios mediante, en el mes de Mayo.” ¡Y estábamos en Febrero…! Quise saltar por la ventana y perderme aullando en la oscuridad de la noche, pero, en lugar de eso, aplaudí igual que los otros imbéciles. Allí me enteré de que tu padre era el consejero delegado y socio mayoritario de la empresa en la que yo trabajaba, y de que mi carrera hacia los puestos directivos había empezado, estaba calculada y sería meteórica. Cuando me susurró al oído la cantidad con que iba, digamos, a dotarte, y el sueldo que yo percibiría después de la boda, por poco no me desmayé. Desde aquel día respeto profundamente a las prostitutas: yo me vendí igual que ellas, y no sólo en cuerpo; también en alma. Reconozco que hubo un tiempo, Rosalía, en que no te alejabas de mi mente ni por un momento. Me tenías encoñado. Los minutos se me hacían siglos mientras esperaba la hora de encontrarme contigo en nuestro nidito de amor, en aquel motel donde siempre nos reservaban la misma habitación. Mientras ponías la miel de tu sexualidad en mi boca, ibas tejiendo la red que me inmovilizaría para siempre. Una semana antes de la boda, tu padre (tu madre, al final, era una pobre idiota como yo, que no tenía arte ni parte en nada de lo que ocurría a su alrededor) nos llevó por sorpresa hasta la recién terminada urbanización, con sus bloques independientes de cinco alturas de perfecto y lujoso acabado, sus delineados jardines y sus inmensos garajes “especialmente construidos para albergar automóviles de gran tamaño”.

- Viviréis en el tercer piso del portal 4; el mejor de toda la urbanización. Lo elegí personalmente.

No me cabe duda de que lo hizo. También eligió las dos plazas de garaje, los electrodomésticos, el equipamiento de los baños y todos los muebles, incluido nuestro dormitorio. Ni siquiera tuvimos (tuve) oportunidad de comprar nuestro lecho conyugal. Ahora me doy cuenta; entonces me pareció de perlas: una mujer de bandera, un suegro rico, un puesto de trabajo seguro y excepcionalmente remunerado y un precioso apartamento listo para entrar a vivir: ¿se puede pedir más? Pensé entonces (estúpido de mí) que había encontrado mi paraíso particular, pero tú me devolviste a la realidad apenas terminado el viaje de novios. Recuerdo tu expresión; tus ojos semicerrados fijos en mí, y tus palabras saliendo, como silbido de serpiente, por la pequeña rendija que formaban tus labios apretados:

- Ya eres mi marido y de ahora en adelante te comportarás como tal, si quieres mantener tu nivel de vida. Yo daré las órdenes en mi casa; ya sabes que en tu trabajo las da mi padre. En la calle eres libre de hacer lo que quieras, pero por tu bien espero y deseo que no hagas tonterías; ya me entiendes… ¿Me he expresado con claridad?

Hasta el animal más estúpido sabe cuándo ha caído en una trampa sin posibilidad de salvación. Yo fui el más estúpido de los animales, y en aquel preciso momento fui consciente de ello. Estuve pensando durante horas cómo escapar de la tenaza mortal que habían apretado sobre mí, pero no tuve huevos para romper con todo. Apechugué, tragué y me entregué al enemigo con armas y bagajes. Mi vida se convirtió en un tiovivo: yo era el caballo blanco que daba vueltas y más vueltas en torno al eje central, pasando siempre por los mismos lugares y a las mismas horas, de acuerdo con los deseos de mis controladores. Trabajaba más que nadie; comía y cenaba a las horas establecidas; follaba cuando ella quería y daba explicaciones si llegaba con retraso. Sólo gracias a mis numerosos viajes comerciales pude echar varias canitas al aire, siempre temiendo ser descubierto. Nuestros dos hijos fueron su decisión: primero Ricardo y luego Inés. Por supuesto, los educó a su manera; mejor dicho, a la manera de su padre y de los vecinos del portal número 4. Los educó para que fueran unos pijos asquerosos, pagados de sí mismos, repipis y soberbios. No me tengo por un ángel (posiblemente estoy más vinculado a los demonios), y no sé si hubiera sido un buen padre, pero es que no me dieron opción. Hicieron de mis hijos dos seres extraños, que ni siquiera me respetaban si no empleaba la fuerza bruta (cuando Rosalía no estaba presente, claro) No los tragaba, y ellos veían en mí un monigote de feria, un miserable y patético tentetieso que, de vez en cuando, les propinaba algunos golpes que su madre vengaba de inmediato. Ahora viven en Estados Unidos. Ni siquiera me escriben. Ni siquiera se despidieron. ¡Ni falta que hace…! El día que el viejo falleció de un ataque cardíaco se me abrieron las puertas del cielo: en mi estupidez, no sé por qué, pensé que yo asumiría el control de la fábrica. Craso error: todo pasó a manos de Rosalía. Caí de la sartén al fuego. ¡Lo que es la vida…! Yo, que tenía asumido que el portal número 4 sería mi tumba, ahora estoy aquí, en las Seychelles, disfrutando de un delicioso “Blanche de Blanche”, de un clima excelente, de un hotel a todo confort y de unas mujeres de bandera. Y, pese a todo, fuiste tú, Rosalía, quien puso todo esto a mi alcance. Tuviste una gran idea al comprar aquel chalet de la sierra, “para pasar los fines de semana y el veraneo, que mi pobre madre necesita aire puro”. También hizo un excelente trabajo el promotor, que lo construyó en mitad de una torrentera por la que no había pasado una gota de agua en los últimos treinta años, hasta que la madre Naturaleza (siempre amable con sus buenos hijos como yo) desató toda su furia aquella noche de Julio, y transformó el reseco cauce en una devastadora corriente que se llevó por delante bosques, rocas, el chalet, a ti y a tu madre. Lo vi todo desde la carretera, Rosalía, y te juro que casi estuve a punto de lanzarme al agua para intentar rescataros… Gracias a Dios, recordé a tiempo que yo era el único heredero. Así que aquí me tienes, viudo, solo y desconsolado. La vida, que no tenía sentido para mí, se ha convertido en un dulce sendero bordeado de rosas. Por supuesto, liquidé fábrica, piso, coches; cobré el seguro del chalet; vendí los paquetes de acciones; vacié las cuentas bancarias, y después de entregar su parte a nuestros “queridos” retoños, aún me quedó más que suficiente para vivir como un rey el resto de mi vida aquí, Rosalía. Al portal número 4, a tu viejo, a tus hijos y a ti… ¡que os den por donde se rompen los sacos!

Levantó la copa de “Blanche de Blanche” y la vació de golpe:

- ¡A vuestra salud, gilipollas…!

Era casi la hora de la cena. Se puso en pie y comenzó a caminar sin prisa hacia el restaurante del hotel. La noche había caído y un suave viento hacía que susurraran misteriosamente las hojas del palmeral que bordeaba la senda, mientras de las copas de los árboles surgían extraños sonidos, como de alicates que cortaran las ramas, que él ni siquiera percibió, ensimismado en sus prometedores pensamientos. Ignoraba que los cangrejos de los cocoteros (“Birgus latro”) habían comenzado su trabajo nocturno, trepando a lo alto de las palmeras para recolectar su alimento. A uno de los bichos se le fue la mano (o la pinza); no pudo sujetar el enorme coco que acababa de cortar, y el fruto se vino hacia el suelo a velocidad de vértigo, impactando contra el cráneo del feliz paseante. Quedó tendido de cara a las estrellas, con la cabeza abierta convertida en un manantial de roja sangre, y una beatífica sonrisa adornando su boca inmóvil.



3 comentarios:

  1. Pues felicidades, aunque muchas veces la mayor recompensa es saber que alguien te lee, aunque sean solamente parientes y conocidos

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  2. Hago público lo ya expresado por correo, MIS FELICITACIONES MAS SINCERAS Y ALEGRES !!! junto con la ilusión que me hace que una persona de mi afecto , reciba tan merecido reconocimiento.
    Junto con mi esposa hemos disfrutado mucho del relato, magníficamente escrito y sorpendentemente concluido.

    Un abrazo afectuoso, compañero y disfruta de tu merecida conquista.

    PD : Te ha salvado, que no soy vasco y tengo menos de 55 años jajajajaja !!!

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  3. Gracias a los dos.
    Gus, Mexiñol es mi sobrino Santi, que vive en Monterrey (México)
    Un fuerte abrazo para ambos.

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