En este blog se permite fumar, aunque recomiendo no hacerlo en agradecimiento a una excelente homeópata a la que debo mucho. Se prohibirá terminantemente el día en que desaparezcan las armas atómicas, las centrales nucleares y sus residuos, la contaminación, la desertización y la pederastia. ¡Ah!, se me olvidaba, también se pueden dejar comentarios.

miércoles, 19 de mayo de 2010

El incidente (Relato)

Presenté este relato y el siguiente (el que aparece debajo, con el título "Bendita Afrodita") en un certamen de relato breve convocado por el Museo Arqueológico y Etnológico de Córdoba. El premio se falló ayer tarde, y observo horrorizado que ni siquiera he conseguido llegar a finalista. Una de dos: los demás participantes eran muy buenos, o yo soy muy malo (lo que viene a ser igual, ¡je!, ¡je!) De cualquier forma, la gran ventaja de tener un blog es que puedo publicarlos a mi gusto, como así hago. Lo único que me falta es vuestra opinión, cuanto más sincera e imparcial mejor.
A ver si puedo averiguar de una jodida vez por qué escribo tan mal...


EL INCIDENTE

El comisario Apodaca se rascó el cogote mientras leía el documento que reposaba sobre su saturada mesa de trabajo. Luego dio un bufido, alzó la vista y preguntó con voz de trueno:

— Pero, ¿qué demonios es esto…?

El inspector Luis Quintana, sentado frente a él al otro lado del escritorio, sabedor del carácter que su jefe exhibía en circunstancias parecidas, apenas abrió los labios para musitar:

— El incidente de ayer, señor comisario; tal como sucedió.

Apodaca le contempló de hito en hito, luego desplazó ligeramente el papel hacia el centro de la mesa, y dijo:

— Voy a leerte el informe que has redactado, Quintana. No me interrumpas. Después me dirás si ratificas lo escrito o quieres cambiar algo antes de cursarlo: En Córdoba, a tantos de tantos, etcétera. Siendo las dos y cuarenta y cinco minutos de la madrugada, se recibe en esta comisaría, sita en la calle Doctor Fleming, número dos, un aviso del Servicio de Emergencias comunicando un posible intento de robo en el Museo Arqueológico y Etnológico, ubicado en el Palacio de los Páez de Castillejo, en la plaza de Jerónimo Páez. Puesto en marcha el correspondiente dispositivo, se desplazan hasta el lugar de los hechos un coche “K”, ocupado por un inspector y un subinspector, y dos unidades “Z”, llegando a la puerta del museo a las dos y cincuenta y ocho minutos. El servicio de vigilancia del museo informa al inspector abajo firmante de haber percibido ruidos sospechosos en diferentes zonas del palacio, tanto en la planta baja como en la superior, por lo que se procede de inmediato a un despliegue de la fuerza para realizar la correspondiente inspección ocular, que se desarrolla sin incidentes hasta las tres y siete minutos, hora en que este inspector, situado en la planta baja del inmueble, en la zona correspondiente a las salas tres, cuatro y cinco, es sorprendido por un hecho por completo fuera de lo normal y ajeno a cualquier explicación lógica, cual es que al proyectar la luz de su linterna sobre la escultura denominada “Mithras Tauróctono”, las figuras del grupo escultórico cobran vida y se lanzan en tromba contra el abajo firmante, que apenas puede evitar la embestida del enorme toro, que sangra por el cuello mugiendo terroríficamente, mientras la serpiente y el alacrán avanzan directos hacia él, el perro ataca ladrando con indescriptible ferocidad, y el propio dios Mithras grita algo así como “¡Vete a tomar por el culo, imbécil, y déjanos dormir en paz”! En tales circunstancias, este inspector no tiene más remedio que utilizar su arma reglamentaria, vaciando el cargador sobre los agresores, que, de manera no menos sorprendente, recobran su apariencia habitual cuando comparece el resto de la fuerza, encendiendo las luces de las salas mencionadas. Y para que así conste, firmo este informe en etcétera, etcétera… Y te cargaste un par de expositores valorados en tres mil quinientos euros…

— Pues fue lo que pasó, jefe; ¿qué quiere que le diga?

— ¿Quién era el subinspector que te acompañaba?

— Fernández.

El comisario vociferó por el intercomunicador:

— ¡Que venga Fernández a mi despacho! —Diez segundos después, el larguirucho y jovenzuelo subinspector estaba ante ellos, más rígido e inmóvil que la momia de Tutankamon—. A ver, Fernández, ¿que sucedió cuando llegaron al museo? ¿Habían bebido? Tiene que haber una explicación para toda esta locura.

— El inspector Quintana me pidió un cigarrillo —balbució el joven—, y puede que ahí esté la clave de la cuestión, señor comisario.

— ¿Por qué? ¿Qué puede importar un cigarrillo en este asunto?

— Por cierto, que me sentó la mar de bien —apostilló el inspector—; a la tercera calada me relajé completamente. Nunca he experimentado tal sensación de bienestar.

— Muéstreme su cajetilla de tabaco, Fernández —ordenó el comisario.

El subinspector se ruborizó hasta las pestañas; con mano trémula sacó de su bolsillo dos paquetes iguales en apariencia y los depositó sobre la mesa. Apodaca los abrió, comprobando al momento la notable diferencia de factura entre ambas labores; olfateó uno de los cigarrillos, y exclamó:

— ¡La madre que parió a Gedeón; pero si esto es un canuto como la copa de un pino…! ¡No me extraña que vieras visiones… ¡ ¡Dese por follado, Fernández!

— Le aseguro que fue sin querer, señor comisario. Es que, en plena oscuridad y con la tensión del momento, me equivoqué de paquete.

El inspector Quintana intentó atraparle, con la nefasta intención de estrangularle allí mismo, pero Fernández ya era tan sólo una silueta en la distancia.

2 comentarios:

  1. Hola!
    Me he colado en tu espacio intrigado por tus letras. Interesante relato, ¡vaya! que le puede pasar a cualquiera. Un saludo.

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  2. Así es, Pablo; nadie escapa a "la ola de erotismo y pornografía que nos invade", ni, mucho menos, al "contubernio judeomasónico", ¡je!, ¡je! Gracias por tu presencia, amigo. Un cordial saludo.

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