En este blog se permite fumar, aunque recomiendo no hacerlo en agradecimiento a una excelente homeópata a la que debo mucho. Se prohibirá terminantemente el día en que desaparezcan las armas atómicas, las centrales nucleares y sus residuos, la contaminación, la desertización y la pederastia. ¡Ah!, se me olvidaba, también se pueden dejar comentarios.

lunes, 1 de noviembre de 2010

NOSEMEPONENLOSGÜEVOS (Relato)



Aquí os ofrezco otro de mis interesantes relatos. Es la lamentable historia de un joven que no pudo comunicarse con el mundo como hubiera sido su deseo. Tiene un final triste, pero también muchos momentos divertidos. Me lo pasé bien escribiéndolo, y espero que vosotros disfrutéis con su lectura.




NOSEMEPONENLOSGÜEVOS

Androcles y Virtudes formaban una pareja bien avenida, situada económicamente por encima de la media —él ocupaba un cargo directivo en una importante entidad bancaria y ella era jefa de ventas de una empresa ferretera— y, además, estaban perdidamente enamorados —el uno de la otra y viceversa, por supuesto—.

Habían decidido compartir piso, cama y mastín de los Pirineos —como la mayoría de las parejas— dos años antes, dejando bien sentando que ambos mantenían su propia libertad individual y que sus respectivos trabajos estaban por encima de cualquier contingencia sentimental.

Y todo fue bien, de acuerdo con las premisas establecidas, hasta que comenzó a ir un poco peor.

Porque la mente es una invisible y manipuladora araña, que teje incansable inextricables telas pegajosas donde quedan atrapados y micronizados, sin remisión, los principios más inmutables y los más vehementes deseos.

—¿A qué hora llegaste anoche, si puede saberse?

—A las dos y cuarto, más o menos. ¿Por qué?

—Estuve despierta hasta la una y media, esperándote.

—Pues lo siento, pero tuve que cenar con unos clientes.

—No tiene importancia... Por cierto, el próximo fin de semana me voy a Marbella, Androcles.

—¿Y eso?

—Tenemos una convención de jefes de ventas europeos.

—Yo quería ir a esquiar...

—Lo lamento, querido, pero tendremos que dejarlo para la semana siguiente.

Como ni contigo, ni sin ti, tienen mis males remedio; contigo porque no vivo, sin ti porque yo me muero, es posible que la misma idea floreciera en medio de sus sentimientos, a modo de tabla de salvación para un naufragio no deseado que aparecía como inminente.

Después de la tercera, apasionada, jadeante y sudorosa cópula de aquella noche, mientras fumaban sendos cigarrillos tumbados sobre la enorme y cálida alfombra, muy cerca de la ardiente chimenea, ante la mirada húmeda y desinteresada del mastín de los Pirineos, Virtudes susurró al oído de Androcles:

—¿No crees que estaríamos mejor casados?

Él no se sorprendió. De hecho, hacía tiempo que consideraba seriamente tal eventualidad, sin atreverse a dar el primer paso por ese extraño prurito varonil de no mostrar las cartas ni perder el suelo bajo los pies. Sin embargo —la ocasión la pintan calva—, no desaprovechó la oportunidad de hacerse de rogar que Virtudes le brindaba.

—Bueno... ¿Qué quieres que te diga, mujer? Así, a bote pronto... Me parece que vivimos bastante bien, ¿no?

—Claro que sí, amor, pero el matrimonio, de alguna manera, formalizaría nuestra relación. ¿No te parece?

—Yo nunca me la he tomado a broma.

—Sabes bien a qué me refiero...

—¿Tienes miedo de que me vaya con otra?

Virtudes se revolvió inquieta sobre la manta, dispuesta a replicar con mordacidad a la típica pregunta masculina, pero se contuvo en el último instante.

—Yo también puedo irme con otro, guapo. Más de cinco, y más de diez, me lo han pedido desde que vivimos juntos.

Al llegar a este punto crítico, cualquier pareja se encuentra ante una bifurcación de caminos: por uno se va al reproche, a la discusión, a la violencia verbal o física, a la preparación del equipaje y al si te he visto no me acuerdo; por el otro —dando por supuesto que el amor es verdadero y con un poquillo de mano izquierda por ambas partes— se encuentra la reafirmación, el compromiso y el seguir hacia delante juntos pase lo que pase.

Androcles optó por el segundo.

—Si así lo quieres, nos casaremos.

—No me casaré contigo si tú no lo deseas también.

—¡Caray!, qué complicadas sois las mujeres... Si te digo que nos casaremos es que lo deseo, ¿no?

—¿No lo dices de boca para fuera, sólo para que te deje tranquilo?

—Que no, mujer; de verdad. Te conozco, te amo y te deseo: prefiero casarme contigo antes que perderte.

—¡Qué cosas más bonitas puedes decir cuando te pones tierno, Andro...! –dijo ella, muy melosa.

Estaba a punto de amanecer cuando se retiraron a la intimidad del coqueto dormitorio de diseño.

Copularon por cuarta vez y luego, empapados, exhaustos y relajados, se durmieron como benditos.

La boda constituyó todo un acontecimiento social y congregó a casi quinientos invitados, entre directivos empresariales, clientes importantes, amigos y familiares de ambos bandos, con un costo cercano a los seis millones de pesetas, sin contar el crucero por el Caribe y el alojamiento del mastín mientras duró aquél.

Fue, precisamente, a bordo del magnífico navío de lujo y en la cómplice penumbra de su camarote, en alta mar, después de visitar Veracruz, cuando el Sol poniente se filtraba en chorros de fuego a través de las persianas que cubrían los ojos de buey y el calor húmedo de la tarde mezclada con mar hacía renacer la pasión en sus jóvenes y desnudos cuerpos, que se revolcaban en un embate alocado sobre las azules sábanas del maltrecho, contrahecho y deshecho lecho, cuando Virtudes dijo, casi sin aliento:

—¡Quiero tener un hijo, Andro!

—Pues si tú lo quieres, yo lo quiero...

Y Androcles se puso de nuevo a la faena, con más ahínco si cabe, de tal forma que Virtudes regresó del viaje de novios perfecta y totalmente embarazada, tal como pudo comprobar tres semanas después y corroborar al mes siguiente.

Los abuelos de ambos bandos acogieron la buena nueva con absoluta complacencia, y el proceso de gestación avanzó hacia su desenlace de acuerdo con las inmutables leyes de la madre Naturaleza y sin incidentes especialmente destacables.

Excepción hecha de uno de ellos.

A partir del sexto mes, más o menos, Virtudes comenzó a experimentar esos típicos e ¿incontrolables? deseos instantáneos, consustanciales a cualquier embarazo que se precie, vulgarmente conocidos como antojos. Como es natural, por su propia naturaleza natural naturalmente, tales antojos surgían en los momentos más inesperados, de día o de noche.

Miércoles, a las 11,05 horas. En la oficina.

—Señor Mercadete, llamada por la línea dos.

—Gracias, Purita. Androcles Mercadete al aparato... ¿Dígame?

—.../...

—Por supuesto, querida. Claro que te las compraré. Descuida. Yo mismo las prepararé en cuanto llegue a casa: dos docenas de coles de Bruselas con mostaza.

—.../...

—Yo también te quiero, cielo. Otro muy fuerte para ti. Hasta lueguito, amor.

Viernes. 14,30 horas. Restaurante "O cruzeiro do soul"; cuatro tenedores. Androcles y dos importantes clientes a punto de llegar a un acuerdo para el establecimiento de una línea de crédito de quinientos millones de pesetas, en muy ventajosas condiciones para las dos partes, mientras la vajilla de fina porcelana rebosa cáscaras de mariscos.

—¡Blip; blip; blip; blip; blip...! –anuncia el teléfono móvil del joven.

—Disculpen ustedes...

—Nada; por Dios... Está disculpado.

—Androcles Mercadete... ¿Dígame?

—.../...

—Muy bien, querida. No lo olvidaré; descuida. Una botellita de ciruelas al armagnac.

—.../...

—Tú no molestas nunca, cielo; ya lo sabes.

—.../...

—Igualmente, cariño. Y otro para ti, muy fuerte. Hasta la noche. —A sus acompañantes—: Era mi señora. Está a punto de dar a luz y...

—¡Qué nos va usted a contar, amigo Mercadete! Todos hemos pasado por lo mismo, de una forma u otra. Es nuestra contribución alicuota al embarazo.

—¿Usted cree que es realmente alicuota?

—¡Uy!; no lo dude, amigo mío. Y en pagos fraccionados... ¡Al tiempo...!

Androcles era una santo varón enamorado y preocupado sobremanera por el bienestar de su esposa y de su inminente retoño. Atendió con paciencia benedictina las diecinueve peticiones, sorprendentes y extemporáneas, que le hizo Virtudes, sin desfallecer en ningún momento. Cruzó la ciudad de punta a punta para adquirir rosquillas de San Blas en rama de olivo. Buscó por los pueblos de los alrededores una docena de huevos de pato, soportando impávido algunas malintencionadas chanzas. Aliñó la ensalada con vinagre de manzana, aceite virgen de oliva, pepinillos, cebolletas, anchoillas y pimiento verde, aunque, personalmente, la mezcla le resultara repugnante.

Y así, hasta diecinueve...

La número veinte fue la que hizo rebosar el vaso, la presa y el océano entero.

El día había resultado especialmente fatigoso, y Androcles se retiró a descansar temprano mientras Virtudes permanecía en el saloncito, viendo televisión. Tocar las sábanas y quedarse dormido fue todo uno.

Soñó que paseaban al niño —así lo identificaban las correspondientes ecografías— por el parque; que echaban miguitas de pan a las palomas y a las carpas del estanque; que amigos y desconocidos se detenían junto al cochecito para decir aquello de qué niño más guapo: es igual que su padre; que su vástago terminaba Ingeniería Aeronáutica con sobresaliente; que alguien le zarandeaba, diciendo:

—Andro, cariño... ¡Despierta!

Pasó de sopetón de la realidad del sueño a la realidad habitual sin saber en cuál de las dos se encontraba, como es normal en estos casos, por otra parte.

—¿Eh? ¿Qué...? ¿Qué sucede...? ¿Quién...?

—Tranquilízate, cariño, que no pasa nada —le acarició Virtudes la mejilla derecha.

—¿Qué hora es?

—Las cuatro menos veinte.

—Estaba como un tronco —resopló Androcles, despabilándose poco a poco—. ¿Por qué me has despertado, chata?

—Es que tengo un antojo, cariño...

Una especie de nube roja debió de cruzar junto a la lámpara de noche, porque Androcles lo vio todo de ese color. Hizo acopio de sangre fría; meditó brevemente sobre el amor que sentía por su esposa e hijo; recapacitó considerando la proximidad del parto y el final, en consecuencia, de tan desagradable etapa, y dijo, con toda la suavidad de que fue capaz:

—¿Qué es lo que quieres, amorcito? Dímelo, que tu pichoncín te lo preparará...

—Me apetece una cristina de nata, pero con mucha nata...

Androcles no se habría sorprendido tanto si Virtudes le hubiera pedido un pelo de los bigotes de Atila.

—Pero..., pero..., ¿de dónde voy a sacar yo una cristina a las cuatro de la mañana? ¿No te arreglarías con una magdalena?

—¡Yo quiero una cristina con mucha nata!

—Pues lo siento, cariño, pero tendrás que esperar a que se haga de día.

—¡Quiero una cristina con mucha nata, y la quiero ahora! Si no me la traes y el niño sale con algún defecto, toda la culpa será tuya, ¡mal padre! Vístete y sal a buscarla. Seguro que en los obradores de todas las panaderías de la ciudad las hay a millares...

Apoyada la espalda contra la cabecera de la cama, las manos cruzadas por encima de la manta sobre la semiesférica barriga, le contemplaba con un gesto similar —seguramente— al que empleaba Popea para condenar al último de sus esclavos.

Androcles saltó de la cama como impulsado por un muelle. En calzoncillos de lunares verdes, sobre la alfombra, con la negra cabellera revuelta y los ojos cubiertos por la misma nube roja del párrafo anterior, avanzó el rostro hacia ella, que algo debió de percibir porque se apresuró a cubrirse casi por completo tras la manta, y gritó a voz en cuello:

—¡No se me pone en los huevos! —Luego bajó la voz, añadiendo—: Duérmete, y mañana te compraré la cristina. Buenas noches y que descanses.

Volvió a acostarse, dándole ostentosamente la espalda.

—El niño se ha asustado —dijo ella, quedamente—. He notado cómo saltaba...

—No me extraña —replicó Androcles, a punto de coger el sueño de nuevo—. Me he asustado yo mismo...

Nueve días más tarde, el 17 de diciembre, a las 8,05 a.m. y en la afamada clínica "La alegría de vivir", doña Virtudes Columbrón de Mercadete daba a luz a su primer hijo, un mocetón de tres kilos y novecientos cincuenta gramos, con una hirsuta y abundante cabellera negra y unos testículos como los del tigre: pequeños, pero muy pegados al culo. No traía pan alguno bajo el brazo, pero tampoco era necesario. Sus padres disponían de suficientes recursos como para proporcionarle todo el que requiriese, amén de los correspondientes rellenos de Idiazábal, Cantimpalo o Jabugo, uno por uno o en conjunto.

Tras un exhaustivo examen pediátrico, que corroboró el perfecto estado físico del bebé, éste fue entregado a sus emocionados y enternecidos padres, que procedieron a vestirlo de pies a cabeza con las ropitas de color azul cielo dispuestas al efecto.

La criatura fue bautizada un mes más tarde en la Santa Iglesia Catedral de María Inmaculada, recibiendo a traición, y con las agravantes de premeditación y alevosía, el nombre de Cristóforo, ante la sorpresa del oficiante que, acostumbrado a los Iker, Johnatan y Gorka de rigor, no acertaba a pronunciarlo correctamente, mientras centraba sus ojillos miopes y sorprendidos en el renglón del documento donde se especificaba el dato.

—Así se llamaba mi bisabuelo —dijo, casi en tono de disculpa, Virtudes, ante la reprobatoria mirada del sacerdote que, no obstante, derramó el agua sobre el neófito sin hacer comentarios.

El íntimo acto reunió a poco más de ochenta personas, incluyendo al tío Julio y a la tía Catalina, que residían habitualmente en Buenos Aires y se habían desplazado ex profeso desde la capital porteña para asistir al fausto acontecimiento. Finalizada la ceremonia religiosa, almorzaron en un restaurante de moda de los de a dos mil duros el cubierto, brindaron varias veces a la salud del nuevo ciudadano y de sus progenitores, y se despidieron efusivamente unos de otros hasta una nueva celebración, porque mejor es un bautizo que un funeral, ¿verdad, oye, tú?

El pequeño Cristóforo y el mastín de los Pirineos congeniaron nada más verse, y en pocos meses ambos recorrían el pasillo, el salón y los dormitorios a cuatro patas, propinándose de vez en cuando cariñosos lengüetazos y traviesos mordisquillos.

—Deberíamos quitar el perro, Andro.

—Pero, ¿por qué, mujer?

—Los animales transmiten muchas enfermedades. A ver si el niño coge lo que no tiene por culpa de "León". Están juntos todo el día...

—Déjales que disfruten. Y no te preocupes, que el perro está completamente sano. ¡Coño!, si sólo falta vacunarlo contra la difteria...

Androcles llevaba razón, y ni el perro ni el niño desarrollaron dolencia alguna que fuera motivo de especial preocupación.

Pero las madres, ya se sabe, se preocupan por todo, y una tarde de junio, al regresar a casa después de la jornada laboral, Androcles encontró a Virtudes cariacontecida, con la vista fija en el pequeño, que jugaba infatigable con un montón multicolor de cubos de plástico.

—¿Ocurre algo, chata? Pareces preocupada.

—Es por Cris...

—¿Qué le sucede? A mí me parece que está bien, ¿no?

—¿Te das cuenta de que acaba de cumplir dieciocho meses y aún no ha pronunciado una sola palabra? O, mejor dicho, aún no ha emitido sonido alguno...

—Pues ahora que lo dices... Pero, bueno, todos los niños son diferentes. Antes o después todos dicen papá y mamá, y más tarde o más temprano dejan de gatear, se ponen en pie y terminan corriendo como locos.

—Menos los mudos y los tetrapléjicos...

—¡Mujer!, me parece evidente que Cris no es tetrapléjico...

—Pero, ¿y si fuera mudo de nacimiento?

—¡Joder...!

El mundo se les vino encima de repente, aplastándoles bajo el peso de la terrorífica incertidumbre.

El joven Cristóforo fue el primer paciente atendido por el eminente pediatra doctor Cernejas a las diez de la mañana del día siguiente.

—Vamos a ver; vamos a ver... ¿Qué le pasa a este rapaz? —El doctor Cernejas tenía ascendencia gallega por parte de madre.

—Tiene dieciocho meses y todavía no ha dicho una palabra, doctor —explicó Virtudes.

—¡Ah!, si tomaran ejemplo de él nuestros políticos... —respondió el pediatra, sonriendo con afabilidad parapetado tras sus gruesas gafas de concha, mientras su brillante calva reflejaba las luces fluorescentes de la sala como un pequeño cuarto creciente lunar. Adoptando un gesto más serio, añadió—: En principio, lo único que puedo decirles con total sinceridad, basándome en mi propia experiencia de veinte años de profesión, es que no se preocupen en absoluto. No hay motivo para ello. Vamos a examinar detalladamente a este chicarrón ahora mismo. Háganme el favor de esperar en la salita, si son tan amables.

Una enfermera les acompañó hasta la amplia y acogedora sala de espera, en la que aguardaron con impaciencia durante unos cincuenta minutos, que para ellos equivalieron a cincuenta horas. Por fin, la puerta se abrió y la misma enfermera les condujo de nuevo hasta el despacho del doctor Cernejas, que escribía velozmente con la mano izquierda rellenando una pequeña ficha rectangular. A su lado, otra enfermera, algo más entrada en carnes y en años que la anterior, acunaba en sus brazos al joven Cristóforo con maternal dulzura. El pediatra levantó la vista al entrar ellos, y les indicó las sillas situadas frente a su escritorio con amable gesto:

—Tomen asiento, por favor, amigos míos.

—¿Es grave, doctor? –explotó Virtudes sin poder contenerse, al borde del llanto.

—Tranquilícese, querida señora —dijo el médico, añadiendo—: ¡Qué grave ni qué grave...! El niño se encuentra perfectamente. Su sistema respiratorio funciona a pleno rendimiento; las cuerdas vocales no están dañadas; laringe, faringe, esófago, tráquea, fosas nasales, paladar, lengua y pulmones correctos. No habla porque no quiere, simplemente. Hay que dar tiempo al tiempo, no se preocupen. Yo les garantizo que su hijo hablará igual que nosotros.

—Pero, ¿cuándo, doctor? —preguntó Androcles.

—Esa pregunta no tiene respuesta exacta, amigo Mercadete. En estos casos, como en tantos otros, la Ciencia únicamente puede constatar que el acto es potencialmente factible, pero la última palabra, que aquí es la primera, está en manos de la madre Naturaleza. Podría suceder mañana, la semana que viene o dentro de seis meses, pero Cris hablará. De eso pueden estar seguros...

El doctor Cernejas no se equivocaba.

Cristóforo habló por primera vez una tarde de abril, cuando estaba a punto de cumplir veintiocho meses.

Pero no dijo papá ni mamá.

El matrimonio había contratado como aya para su primogénito a la señora Dolores, una buena mujer viuda y con amplia experiencia —madre de ocho retoños, cinco chicos y tres chicas— fervientemente recomendada por los padres de Androcles.

Aquella tarde abrileña, a punto de dar las seis, Virtudes recibió la inesperada llamada telefónica de su asalariada mientras revisaba unos importantes presupuestos.

—Dígame usted, Dolores. ¿Qué sucede?

—.../...

—¡Por fin, Dios mío! Y, ¿qué ha dicho?

—.../...

Virtudes rompió en una carcajada incontenible al escuchar la respuesta, y tuvo que sacar el pañuelo del bolso para secarse las lágrimas.

—Pero qué cosas tiene usted, mujer... ¿Cómo iba el niño a decir eso? Está claro que desde la cocina no ha podido oírle bien, pero ese detalle carece de importancia. Lo realmente importante es que Cris ha hablado. Gracias por llamarme, Dolores. Me ha hecho usted la mujer más feliz del mundo.

Mientras cenaban apaciblemente, con el pequeño Cristóforo dormido entre las cálidas mantitas de su cuna azul, Virtudes levantó su copa de vino y dijo, sorprendiendo a Androcles:

—Propongo un brindis.

—Pues, adelante...

—Por don Cristóforo Mercadete Columbrón, que hoy ha dicho sus primeras palabras.

Andro estuvo a punto de soltar la copa.

—¿Qué me dices? ¿Es cierto? ¿Ha hablado el niño?

—No te miento, cariño. Dolores me ha llamado a media tarde para contármelo. Cris estaba viendo los dibujos animados de la tele y ella faenaba en la cocina, y entonces le ha oído decir alguna cosa.

—¿Qué es lo que ha dicho?

Virtudes rompió a reír, recordando su conversación con el aya.

—No ha podido entenderle bien, entre el ruido del televisor y el del grifo.

—Bueno, pero, ¿a qué sonaba? ¿Papá? ¿Mamá? ¿Tata?

—Según Dolores, a nosemeponenlosgüevos...

Esta vez, Androcles estuvo a punto de ahogarse con el vino que acababa de beber, interrumpida su deglución por la violenta carcajada que le sacudió de arriba abajo.

—¡Hay que joderse...! —consiguió pronunciar al fin, con los ojos llorosos y el rostro congestionado, repitiendo, mientras se secaba con el pañuelo—: ¡Hay que joderse...!

Ya en la cama, a punto de entregarse al sueño reparador, todavía reían divertidos recordando la explicación de Dolores.

Pero convinieron en no perder de vista —ni de oído— a su retoño, a la espera de que se reprodujera el anhelado y aparentemente aleatorio fenómeno.

Su atenta vigilancia pronto se vio recompensada.

Disfrutaban de la tranquilidad de la tarde sabática, fría y lluviosa en el exterior, cómodamente arrellanados en el sofá del saloncito, saboreando con parsimonia sendas copas de buen coñac y siguiendo las aventuras y desventuras de Bambi a través de la pequeña pantalla.

El joven Cris, particularmente, sentado sobre la alfombra, con la espalda apoyada en las piernas de su madre y su inseparable "León", el mastín, al lado, parecía hipnotizado por las imágenes.

—¡Andro, fíjate en el niño...! —dijo Virtudes, en voz apenas audible.

—Está como alelado. Es que, la verdad, esta película es intemporal. Dentro de cien años emocionará a la gente igual que ahora. La primera vez que la vi en el cine, con mis padres, no tendría yo más de cinco años, y se me quedó grabada para siempre. ¡Coño!, y cómo lloraba cuando los cazadores matan a la madre de Bambi...

—¡Toma!, como todos: a moco tendido... ¿Te parece conveniente que el niño vea esas escenas?

—Todos los niños del mundo las han visto, mujer. Me parece mucho más importante el contenido que el envoltorio, ¿no crees? Quiero decir que la película es, al final, un canto de esperanza, de amistad y de amor dirigido a todos los corazones, sin distinción de edades ni credos; en conjunto, positivamente formativa.

—Sí; tienes razón. Estoy de acuerdo contigo.

Y en aquel preciso instante, la proyección fue interrumpida por la consabida retahíla publicitaria, dedicada esta vez y en su mayor parte al público infantil:

Pupito y Pupita son tus hermanitos y no quieren estar solitos. Ven a buscarlos con tus papás a los grandes almacenes La Grieta Anglosajona.

¡Nosemeponenlosgüevos! —replicó, desde el suelo alfombrado del saloncito, una desconocida voz infantil.

Androcles y Virtudes creían haber sido víctimas de una alucinación auditiva. Contemplaban al pequeño Cris boquiabiertos y ligeramente pálidos, sin atreverse a hacer comentario alguno, pero el niño permanecía en silencio atento a la pantalla.

Con Magia Potagia Morrás el mejor mago del mundo tú serás. Pídela a tus abuelitos, a tus papás, a tus hermanos mayores... Sólo en las acreditadas jugueterías de la famosa cadena El Buitre. ¡Pídela ya...!

¡Nosemeponenlosgüevos!

¡Dios santo...! Cristóforo hablaba, pero aquella expresión soez no era, en modo alguno, lo que sus amantes padres habían esperado de él durante tanto tiempo.

Disfruta de un delicioso día en el campo con Marmi, tu muñeca preferida. Ella y Freddy, su novio, van a merendar a la orilla del río, y llevan sus provisiones en su cesta de camping, dentro del amplio y cómodo remolque, equipado con cocina, mueble-bar y armario ropero, que está enganchado a su precioso automóvil deportivo de dos plazas. Menos de quince mil pesetas. Marmi y Freddy quieren pasarlo bien contigo. ¡Pásalo bien con ellos!

¡Nosemeponenlosgüevos!

El fenómeno se repitió media docena de veces durante los quince minutos de publicidad televisiva, sin que Virtudes y Androcles fueran capaces de reaccionar. Un mazazo en el occipucio no les habría puesto más fuera de combate.

Hablaron muy poco hasta la hora de acostarse, sumidos en tenebrosos y similares pensamientos, pero sí lo suficiente como para adoptar una decisión drástica.

El lunes por la mañana se presentaron los tres, los adultos con aspecto de almas en pena y el crío más contento que unas castañuelas, en la sede del afamado Instituto de Psicología Aplicada, Psicotecnia y Psiquiatría Sigmund Freud & Karl Jung, cuyo director, el eminente profesor-doctor don Constancio Barranquilla Salmerón, les recibió prontamente en la infinitud de su despacho. Alto; delgado; con largos cabellos blancos, enorme barba del mismo color y bata a juego; pajarita de lunares variopintos y anticuados quevedos dorados sobre la estrecha y aquilina nariz, tenía un aspecto valleinclaniano que destacaba al primer golpe de vista. Androcles pensó que parecía más un paciente que un terapeuta, aunque bien sabía que en este campo concreto del conocimiento humano los extremos se encuentran particularmente próximos.

—Su padre de usted, doña Virtudes, íntimo amigo mío de toda la vida, como bien sabe, se puso en contacto conmigo ayer mismo para explicarme la situación —dijo el científico, de un tirón y sin más prolegómenos. Y terminó—: En atención a él y a la urgencia del caso, no tengo inconveniente alguno en atenderles personalmente.

—Se lo agradecemos de todo corazón, doctor Barranquilla —replicó Virtudes.

—¡Ejem!, profesor, si no tiene usted inconveniente...

—... profesor Barranquilla.

—Les ruego me disculpen, pues no dispongo de mucho tiempo. Tengo una reunión exactamente dentro de —consultó su Rolex de acero inoxidable— trece minutos. De cualquier forma, no hay mucho de qué hablar en estos momentos. Deberán dejar al niño a nuestro cuidado durante quince días, para que nuestros equipos puedan realizar las pruebas correspondientes y evaluar los resultados.

—No le harán daño, ¿verdad, profesor? —dijo Virtudes, retorciéndose las manos con no disimulada angustia.

—Qué cosas se le ocurren a usted, hija mía... Su hijo queda en manos de auténticos especialistas. No podría ser de otra forma por seiscientos euros al día, como usted comprenderá.

—Sí, profesor, pero es tan pequeño e indefenso...

—¡Ah!, señora mía: pequeño sí, pero nunca indefenso. Un ser humano es una mente, y una mente es coraje, valor, pundonor, rencor, codicia, odio, amor... ¡pero jamás indefensión!

—Si usted lo dice, profesor...

—Lo digo, y así es. ¡Ea!, pues hasta dentro de dos semanas. Pasen por Recepción para cumplimentar las formalidades de rigor, y confíen en la Ciencia.

—¿Podemos venir a visitarle, profesor? —preguntó Androcles, señalando al niño, que permanecía sentado en su silla con toda formalidad..

El científico frunció el ceño y balanceó la cabeza antes de responder:

—Si la separación llegara a resultarles inaguantable, los viernes de seis a ocho de la tarde. Pero preferiría, en bien de las pruebas y del propio paciente, que no apareciesen por aquí. Es muy importante que el sujeto se mantenga aislado de su habitual modus vivendi... Lo comprenden, ¿verdad?

Dijeron que sí, aunque no lo entendían demasiado bien; rellenaron el correspondiente cuestionario; abandonaron a su hijo en brazos ajenos y salieron del edificio con la impresión de que les habían extirpado algún órgano fundamental, lo que les permitía seguir viviendo a costa de extraordinarios sufrimientos y con una constante sensación de vacío en su interior.

Aquellas dos semanas fueron la antesala de un infierno inminente. Apenas se dirigían la palabra, comían poco y mal y dormían peor. Tampoco mantenían relaciones íntimas. Androcles se insinuó cierta noche, pero el cortante y helado ¡Cómo puedes tener ganas de sexo en estas circunstancias! le quitó cualquier ilusión.

—Cris estará bien, cariño, ya lo verás —acertó a balbucir, casi como una disculpa.

Ella se revolvió en la cama como una pantera a punto de devorarle. Sus ojos echaban fuego y su hermoso rostro se había transformado en una máscara labrada en odio.

—¡Estaría perfectamente, si no le hubieras destrozado la mente con tus palabrotas aquella maldita noche, cuando te negaste a complacer mi antojo!

El abismo quedaba abierto entre ellos.

Androcles guardó silencio, consciente de que su única esperanza de recuperar la comprensión y el amor de su esposa dependía del diagnóstico del profesor-doctor don Constancio Barranquilla Salmerón.

Las dos semanas más lentas y tristes de sus vidas transcurrieron al fin, porque todo llega y todo pasa y no hay mal que cien años dure, y, cuando se dirigían hacia el Instituto de Psicología Aplicada, etc., el Sol brillaba en todo su esplendor, como irradiando sus propias y doradas esperanzas sobre los sufridos mortales.

El profesor Barranquilla les recibió en el mismo despacho, sin apenas hacerles esperar. El jovencito Cristóforo, atendido por una solícita enfermera, estaba sentado sobre un butacón tapizado en cuero y jugaba con un oso de peluche. Virtudes corrió hacia él, sollozando al grito de ¡Hijo mío!, y le besó amorosa y repetidamente estrechándole contra su pecho. El profesor Barranquilla permitió las efusiones maternas durante algunos minutos, y luego dijo:

—Enfermera, lleve al niño al jardín, por favor.

—¿Es necesario, profesor? —protestó Virtudes, que no deseaba volver a separarse de su hijo.

—Es conveniente. Pero no se preocupe, porque hoy su hijo dormirá en casa. Se lo prometo.

—¿De verdad?

Cuando la enfermera y Cris abandonaron el despacho, el científico les invitó a tomar asiento frente a él, mientras limpiaba maquinalmente sus anteojos dorados con una toallita de celulosa.

—Sí, mujer —respondió a la angustiada pregunta de Virtudes—; hoy tendrá de nuevo a su hijo con usted.

—¿Cómo está, profesor? —preguntó Androcles—. ¿Qué han encontrado ustedes?

El profesor Barranquilla se mantuvo meditabundo durante unos instantes. Luego fijó sus ojos grises y fríos en los del atribulado padre, y contestó, con una voz cálida que no hacía juego con aquella mirada aquilina:

—El niño está sano, muy bien desarrollado para su edad y posee un CI, que no hemos podido evaluar con exactitud, extremadamente alto...

—¿Un CI...? —interrumpió Androcles.

—Cociente intelectual. Por esa razón he preferido que no estuviera presente en nuestra conversación: lo ve todo; lo analiza todo; lo asimila todo y lo comprende todo. Y cuando digo todo, quiero decir todo. Puedo afirmar, fuera de cualquier duda, que su hijo es un superdotado; un niño-prodigio, si lo prefieren, aunque personalmente no soy partidario de esa denominación.

—¿Entonces...? —dejó la pregunta en el aire Androcles.

—Bien: desde el punto de vista de la patología física, el niño está plenamente capacitado para emitir sonidos y articular palabras, como ustedes pudieron comprobar. Sin embargo, el problema subyace y se manifiesta de manera continua en alguna parte de su cerebro, a nivel psicológico, bloqueando desde el inconsciente toda posibilidad de expresar oralmente sus ideas, deseos o sensaciones. Este es su comportamiento habitual, que cambia únicamente cuando los estímulos externos son los adecuados.

—¿A qué estímulos se refiere, profesor? —intervino Virtudes.

—Cris tiene una fuerte personalidad, a pesar de su corta edad. No habla porque no es consciente de que puede hacerlo y, en consecuencia, tal facultad para él es algo superfluo. Simplemente, no la necesita. La Ciencia ha dado pasos de gigante en los últimos tiempos, pero el cerebro es todavía un gran desconocido. Sabemos cosas sorprendentes de él, pero estamos seguros de que investigaciones futuras desvelarán misterios inimaginables. Estamos convencidos de que el, digamos, bloqueo de su hijo fue originado por algún trauma sufrido durante la gestación, que casi con toda seguridad pasaría desapercibido para ustedes. ¿Por qué pronuncia el niño siempre la misma frase? ¿Cuándo lo hace? La primera pregunta tiene una respuesta muy sencilla: en algún momento esas palabras han quedado grabadas profundamente en su subconsciente. Cuando no está conforme con lo que se le pide, con las órdenes paternas, con los mandatos que de cualquier manera atentan contra su libre albedrío, expresa su disconformidad con esa frase aparentemente soez, que constituye la cristalización de su estado de ánimo frente a la agresión externa, sea esta intelectual o física. Para que comprendan mejor mi explicación, les haré una pequeña demostración. —Descolgó el teléfono, marcando un número de tres cifras que correspondía, evidentemente, a alguna sección del Instituto. Cuando le contestaron, al otro lado de la línea, ordenó—: Diga a la enfermera Martínez que venga inmediatamente a mi despacho con el niño. Les encontrará paseando por el jardín.

—Profesor, ¿podemos tener alguna esperanza? –preguntó Virtudes, sin convencimiento, cuando el psiquiatra colgó el aparato.

—¿Quiere que le diga si el bloqueo será temporal o permanente? Con toda la sinceridad de que soy capaz, querida amiga, no puedo responder. Como les he dicho, el cerebro encierra infinidad de misterios, y sus mecanismos son tan complejos y, a la vez, tan sutiles, que resultan más que sorprendentes cuando por fin conseguimos acceder hasta ellos. Considero válidas ambas posibilidades: quizás el muchacho no experimente mejoría alguna durante el resto de su vida, pero no resulta menos posible que un shock le devuelva a la normalidad en el momento más inesperado. Así están las cosas, querida. Lo siento mucho...

La enfermera Martínez se hizo presente entonces, llevando de la mano al pequeño, que caminaba con el paso vacilante propio de su corta edad, pero visiblemente satisfecho de la compañía y de su oso de peluche.

—Ven, cariño; siéntate aquí, con mamá —dijo Virtudes, extendiendo sus brazos.

—No. Concédame sólo unos minutos, amiga mía. Quiero que sean testigos de las reacciones de Cris, tan naturales, por otro lado, como las de cualquier otro niño. —El psiquiatra tomó al pequeño en sus brazos y procedió a sentarle, con todo cuidado, sobre su propio sillón de escritorio. Luego, extrajo del bolsillo superior de su bata blanca un pequeño prisma rectangular envuelto en papel multicolor, lo exhibió ante los ojos interesados del jovencito y preguntó—: ¿Quién quiere una chocolatina?

Cris, sujetando el oso con su mano izquierda, tendió la derecha hacia la codiciada y prometedora golosina.

—Le encanta el chocolate —comentó Androcles, sonriendo.

El profesor Barranquilla retiró el envoltorio y entregó el dulce regalo a su pequeño paciente, que se lo llevó rápidamente a la boca y empezó a devorarlo con fruición.

—¡Ay!, Dios mío; se va a poner perdido... —dijo Virtudes.

—No se preocupe. Tenemos lavabos de sobra. Pero no pierdan ustedes detalle. Observen ahora... —Sacó del bolsillo derecho un cochecito y lo situó sobre la mesa, invitando—: ¿Quieres jugar con él? Anda; cógelo...

El niño lo quería, pero sus manos estaban ocupadas con el oso y el chocolate, y no estaba dispuesto a prescindir de ninguna de aquellas preciadas posesiones. Se removía inquieto en la butaca sin saber qué hacer.

—¡Pobrecito! —exclamó Virtudes.

—Observen que, aunque desea el juguete, no emite sonido alguno ni llora. Vean que sus ojos están completamente secos. Estoy seguro de que su privilegiado cerebro está buscando una solución al dilema. Si le damos un poco de tiempo, probablemente se comerá la chocolatina y cogerá el coche. Y si retiramos éste fuera de su alcance, realizará el movimiento adecuado para recuperar el control de la situación. Pero como eso ya lo sabemos, pasemos a la tercera fase.

—¿En qué consiste? —preguntó Androcles.

—Ahora mismo lo verán. Fíjense. —El veterano científico se acodó sobre la mesa, frente al pequeño, mirándole con premeditada cara de pocos amigos y, con voz intencionadamente amenazadora, exigió—: ¡Dame ahora mismo el osito!

Cris se encogió sobre sí mismo, apretando el juguete contra su cuerpo.

El profesor repitió la demanda con más fuerza, silabeando las palabras y provocando que un ramalazo de angustia azotara a los afligidos progenitores.

El rostro del pequeño era la propia imagen de la decisión a ultranza. Su figurilla parecía soldarse por momentos con el oso de peluche, transformándose en un solo cuerpo de carne sonrosada y tejido marrón.

Cuando el terapeuta exigió por tercera vez la entrega del muñeco, el niño pareció crecer, y sus labios pronunciaron con indescriptible decisión:

¡Nosemeponenlosgüevos!

—De acuerdo, Cris; no pasa nada. Todo era una broma. Puedes quedártelo para siempre. —El profesor se irguió, encarándose con sus medianamente sorprendidos interlocutores—: Perdónenme por la escena. Sé que ha resultado violenta para ustedes, pero les aseguro que para el niño no tiene mayor importancia. Ha reaccionado de la misma forma que durante las pruebas a que ha sido sometido. Este es su comportamiento natural. Cristóforo es un RN auténtico.

—¿RN? ¿Qué significa eso, profesor? —preguntó Androcles.

—Disculpe; es una pequeña broma. Quiero decir que es un rebelde nato en toda la extensión de las palabras. Su privilegiada inteligencia le ha dotado ya de criterio más que suficiente para discernir entre conveniente e inconveniente y, además, posee una potente voluntad para ejecutar sus decisiones. Podríamos definirle como un rebelde nato con voluntad de hierro.

—Tendremos que internarle en alguna institución especial —sollozó Virtudes—. ¡Pobre niño mío! ¡Tan chiquitín...!

—En absoluto, querida señora —dijo el profesor Barranquilla—. El muchacho deberá seguir el mismo proceso que los demás chicos: guardería, primaria, enseñanza media, universidad, etcétera. Y en centros normales. El contacto con sus compañeros le resultará sumamente beneficioso, porque le pondrá en contacto con la vida real, fuera del habitual y monótono ambiente hogareño. —Tendió un sobre marrón, que hasta entonces había reposado sobre la mesa, a Virtudes—: Presenten estos documentos a los directores de los centros de enseñanza en los que inscriban al niño, para que se pongan al corriente del problema y puedan tomar las medidas oportunas. Cris es mudo a todos los efectos, pero resultaría desagradable que su particularidad quedase en evidencia delante de sus condiscípulos. Ya saben ustedes cómo son los niños... Pues bien, es todo por el momento. Si se produjera alguna novedad, pónganse en contacto conmigo lo antes posible. ¡Ejem...!, recibirán ustedes nuestra minuta la próxima semana.

Apenas intercambiaron un par de monosílabos mientras atravesaban la ciudad a bordo del automóvil, de regreso al que fuera su feliz hogar.

Ya en casa, Virtudes encendió nerviosamente un cigarrillo y, sin mirarle a los ojos, dijo:

—Quiero el divorcio, Androcles.

Él lo sabía, pero quemó su último cartucho en un empeño vano.

—¿Lo has pensando bien?

—Sólo sé que no podría convivir con el hombre que causó la desgracia de mi hijo.

—Pero soy su padre.

—No tengo ganas de discutir. Me voy y me llevo al niño conmigo. Y será mejor que no intentes impedirlo porque estoy dispuesta a todo.

—Podéis quedaros aquí. Me iré yo.

Androcles no tardó demasiado en recoger sus ropas y demás efectos personales en dos grandes maletas de cuero rojo. Las bajó hasta su coche y volvió a subir. Virtudes fumaba otro cigarrillo sentada en una de las butacas del saloncito contemplando a su hijo, que jugaba con una arquitectura de madera extendida por la alfombra, teniendo a su lado a su fiel amigo y compañero "León", el mastín de los Pirineos.

—Llévate el perro —dijo—. No quiero ver nada que me recuerde que has existido.

—Eso no podrás olvidarlo nunca porque nuestro hijo será permanente recordatorio, pero quiero decirte que te comprendo y no te culpo. Tú dolor es el mío, aunque hayas cargado sobre mis espaldas el peso de nuestra desgracia común. Es posible que algún día te des cuenta de lo injusta que has sido conmigo. Si así fuera, ya sabes dónde encontrarme.

Androcles abrazó a su hijo por última vez, enganchó la correa al collar de "León" y salió para no regresar.

Al menos, durante muchos años.

Así comenzó la vida pública de Cristóforo Mercadete Columbrón, que tuvo que cargar con su propia cruz a cuestas desde el primer día.

Su madre le llevó a la mejor guardería infantil de aquella parte de la ciudad, después de explicar a la directora la peculiaridad del muchachito y de mostrarle el informe firmado por el doctor Barranquilla y su equipo. En consecuencia, todas las maestras le trataron con mimo excesivo, con permanente guante de seda, y es bien sabido que conceder a un niño todos los caprichos resulta, a la larga, pernicioso para su formación. Cris fue creciendo y convirtiéndose en una criatura malcriada y egoísta. Ningún compañero quería jugar con él. Nadie acudió a sus fiestas de cumpleaños ni le hizo regalo alguno. Fuerte y soberbio, no jugaba con los otros chicos ni permitía que ellos lo hicieran a gusto. Cada vez se repetía con más frecuencia la misma escena:

—¡Déjanos "juebar" en paz, tonto!

—¡Nosemeponenlosgüevos!

Un buen día, cuando pasó a recogerle, la directora rogó a Virtudes que entrara un momento en su despacho para hablar de un asunto muy grave.

—Usted dirá, doña Mercedes.

Estaban sentadas frente a frente, separadas por la mesa-escritorio repleta de libros y papeles. La directora tenía un gesto de preocupación no disimulado, y la contemplaba con fría determinación a través de sus lentillas.

—Me temo que tengo malas noticias, señora Columbrón. He recibido un montón de quejas de padres, indignados porque sus niños no hacen más que repetir en casa esa frase que han aprendido de Cris. Pero es que, además, el muchacho es absolutamente insociable y, a veces, violento. Las madres, como usted misma haría, protestan porque sus hijos llegan a casa marcados por los golpes, arañazos y mordiscos de Cris. La situación es insostenible. Esta casa es una institución de enseñanza, pero también un negocio que ha de mantener cierto prestigio, como usted comprenderá.

—Lo comprendo perfectamente, pero, ¿qué podemos hacer?

—Le confieso que mi primera intención fue expulsar a Cris sin más miramientos. Luego pensé que todos somos un poco responsables de la situación: nosotras, por consentirle demasiado, y usted, por darle todos los caprichos. Lo hecho, hecho está. Quedan apenas tres meses para que termine el curso. En octubre, Cris habrá de empezar la enseñanza primaria. Si le expulsara, es posible que su situación anímica empeorase notablemente. Aguantaremos como podamos. Por nuestra parte, procuraremos no perderle de vista y atenderle con toda corrección. Sugiero que usted, como madre, con todo el amor del mundo pero sin ambages, le haga comprender lo inadecuado de su comportamiento. Cris es un niño muy inteligente y estoy segura de que todavía no es demasiado tarde para él. Es un árbol que puede y debe ser enderezado.

—¿Y los demás padres?

—Deje eso de mi cuenta. Si conseguimos reducir los incidentes, las protestas desaparecerán. Al fin y al cabo, los padres sólo desean que sus hijos lo pasen lo mejor posible, ¿no es así?

Virtudes derrochó cariño y persuasión aquella tarde. Durante más de una hora estuvo explicando al pequeño Cristóforo toda una lección de convivencia, haciendo especial hincapié en las ventajas de la amistad, de la comprensión y de la ayuda mutua, y en la bajeza que supone el abuso del más fuerte sobre los débiles. Al finalizar, se le saltaban las lágrimas.

—Cris, hijo mío, tienes que ser un hombrecito en toda la extensión de la palabra. Lo entiendes, ¿verdad? —terminó, abrazándole tiernamente.

El niño movió la cabeza, asintiendo.

Y lo cierto es que algún efecto debieron de hacer los consejos de su madre y la dedicación de las profesoras, porque su comportamiento resultó ejemplar hasta terminar el curso, aunque no consiguiera crearse demasiados amiguitos.

Fueron pasando los años y con ellos los distintos ciclos de enseñanza, mientras Cristóforo se iba haciendo un joven espigado, alto y moreno, con muy buena planta.

En primaria fue siempre de los primeros de la clase, y lo mismo ocurrió durante el bachillerato. Lógicamente, todos y cada uno de sus condiscípulos acabaron llamándole Nosemeponenlosgüevos porque, aunque los profesores, conocedores del problema, evitaban exquisitamente darle ocasión de exteriorizar su escaso vocabulario, sabido es que la fama precede al hombre, y ésta le precedió —o, más bien, llegó simultáneamente a los centros escolares— en boca de antiguos compañeros de etapas anteriores. Cierto es que a él no le importaba. Es más, se sentía orgulloso porque, confiando en su propia capacidad, sabía que sus amigos lo decían con cariño y respeto, y sus enemigos con no disimulado temor, pues su cuerpo flexible y sus formidables puños no invitaban a la confrontación directa. Era atractivo y resultón y las chicas le miraban con interés, pero, sabedoras de su hermético mutismo, no se molestaban en perder demasiado tiempo con él. Sí, tenía amigas dentro de la panda habitual, de las de cigarrillo, cervezas y bailoteo, pero nada serio. Hasta el momento, ninguna le había entregado su corazón, y él, por su parte, tenía el suyo muy entero y tranquilo en el pecho.

Aprobó el examen de selectividad sin ningún problema y, a los dieciocho años, ingresó en la Facultad de Ciencias para cursar la carrera de Biológicas. Su fama le precedió de nuevo, de tal forma que dos meses después de empezar el primer curso raro era el estudiante que no conocía a Nosemeponenlosgüevos. Su carácter había cambiado notablemente. Ya era un verdadero hombre y se comportaba como tal. Como siempre sucede, sobre todo cuando se forma parte de un amplio colectivo, determinadas personas no congeniaban con él, pero era una minoría. La mayor parte de sus compañeros le apreciaba sinceramente, porque siempre estaba sonriente y dispuesto a echar una mano para explicar aspectos de las lecciones que no comprendían o problemas que no sabían resolver. Claro que no podía hacerlo con palabras, pero le bastaban una cuartilla, un bolígrafo y cinco minutos para despejar las dudas más profundas de sus consultantes.

Aprobó Primero en septiembre, porque se descuidó un poco con las Matemáticas. Estudió durante las vacaciones, sin levantar los codos de la mesa durante horas y horas, haciendo alarde de aquella férrea voluntad que destacara el profesor Barranquilla, y consiguió empezar Segundo sin lastres.

Superó el curso con brillantez en junio, obteniendo Matrícula de Honor en Bioquímica. Sus amigos no se lo acaban de creer y Virtudes estaba loca de alegría.

—Pídeme lo que quieras, hijo. Te lo has ganado a pulso. ¿Qué te apetece? ¿Una moto? ¿Unas vacaciones en México?

Cris afirmó con la cabeza y luego le hizo un gesto para que esperase, mientras escribía en un cuaderno, con letra clara y picuda: "Me gustaría disfrutar de una semana de vacaciones con papá"

Las relaciones entre padre e hijo eran inmejorables y Virtudes lo sabía, aunque jamás mencionara a su exmarido en los monólogos con Cris. Solían pasar juntos muchos fines de semana y a ella no le importaba, consciente del puñadito de felicidad que ello suponía para el joven, imprescindible, por otra parte, para asentar su carácter y su formación.

—Me parece estupendo, cariño —contestó al breve escrito—. Tu padre estará encantado.

El muchacho volvió a escribir, tendiendo luego el cuaderno a su madre.

¿De verdad que no te importa? —leyó Virtudes—. Claro que no, Cris, hijo. Bueno, como madre no me gusta separarme de ti ni por un instante, pero comprendo que quieras a tu padre y que estés a gusto en su compañía. Te aseguro que por mi parte no hay inconveniente, lo mismo si estáis de viaje una semana como el tiempo que queráis, con tal de que me envíes alguna tarjeta postal de vez en cuando y te reincorpores puntualmente a tus estudios, ¿vale?

Cris asintió, sonriente.

Madre e hijo también se compenetraban a la perfección.

Transcurrieron los meses de verano con esa celeridad incomprensible con que se alejan las cosas buenas, y Cristóforo volvió a la universidad para comenzar el tercer curso de Biológicas.

La había visto en secretaria el día que fue a formalizar la matrícula, y le pareció preciosa. Ahora, mirándola con detenimiento, casi con descaro, sentada con elegancia no exenta de cierta displicencia dos mesas delante de él, no dejaba de admirar la perfecta e inmaculada columna de su grácil cuello, sus encantadoras orejas rematadas en plateados pendientes semejando águilas en vuelo, el corte puntiagudo de su negra melena más corta que la de cualquier chico, su pequeña nariz respingona y sus labios carmesíes cada vez que giraba la cabeza, sus hombros rectos y breves...

Tenía que esforzarse continuamente para salir del trance y poder seguir las explicaciones de los profesores.

No tuvo dificultades para saber que se llamaba Lourdes, tenía su misma edad y procedía de Barcelona, ciudad en la que había nacido y vivido hasta que su padre fuera trasladado, en junio, a su nuevo puesto como Delegado para la Zona Norte.

Es bien cierto que el corazón tiene razones que la razón no comprende, y Cris no pudo elegir peor. Lourdes no era mujer para él. Era altiva, orgullosa, despótica, despectiva, chafardera y devoradora de hombres, todo ello bajo una apariencia de dulce virtud que sólo engañaba a los que se consideraban desafortunados por no conocerla y a cuatro tontos que la conocían pero estaban locos por ella. Entre éstos, por supuesto, se contaba él. Sobre todo, después de que Lourdes aceptara un par de invitaciones suyas para ir a cenar y a tomar unas copas en una discoteca de moda.

—¿Qué tal con el mudo? —preguntaban sus amigas el lunes, entre clase y clase.

—¡El pobre...! —contestaba ella, con un gesto conmiserativo—. Si es que no le falta más que comer de mi mano. Pero, ¿qué le voy a hacer? El paga la cena y las copas a cambio de mi grata compañía, y yo me divierto con quien quiero. Me parece que es justo, ¿no? Los hombres son tan sencillos y gentiles como muñequitos de guiñol, siempre que una sepa manejarlos, ¿no os parece?

Y reían todas muy divertidas, unas por estar de acuerdo con el planteamiento, y otras por no agraviar a su graciosa y desvergonzada majestad, convertida en líder indiscutible del grupo.

El incidente con el profesor Gastaminza tuvo su origen en el examen parcial de febrero.

El profesor Gastaminza, catedrático de Genética, vino a suplir la excedencia de una colega, y no fue informado del caso Mercadete. Cuando revisó los ejercicios, quedó profundamente sorprendido por la metódica y exacta exposición realizada por un alumno desconocido —todos lo eran, en realidad— que firmaba como Cristóforo Mercadete Columbrón. El profesor Gastaminza era perro viejo en experiencia académica y en edad, misógino, solitario y desconfiando, y despreciaba a los jóvenes sobre todas las cosas, considerándoles como fuente inagotable de disturbios, de corrupción y de vicio. Llegaba rebotado de tres universidades, aunque había logrado finiquitar sus contratos sin desdoro para su expediente, y era la antítesis del perfecto instructor. Con el trabajo de Cris delante de sus ojillos de rata, sólo considero dos posibilidades: aquél muchacho era un superdotado o, burlando su severa vigilancia, había logrado copiar párrafos enteros de los más avanzados científicos en la materia. Juzgó y condenó instantáneamente: el bribón había copiado. Pero se iba a enterar de quién era Gustavo Gastaminza Sacristán...

Al comenzar la siguiente clase, ante ochenta pares de ojos expectantes, el profesor Gastaminza extrajo de su vieja cartera de cuero un montón de folios manuscritos, se aclaró teatralmente la garganta y dijo:

—He corregido todos sus ejercicios y mañana podrán ver las notas en el tablón de anuncios. Pero antes, quiero llamar su atención sobre un hecho deleznable cuya sola mención me repugna sobremanera, por lo que conlleva de abuso de confianza, de deslealtad y de miseria personal. —Un sordo rumor recorrió el aula, mientras los estudiantes se miraban unos a otros sorprendidos—. Ruego al señor Cristóforo Mercadete Columbrón que se acerque al estrado. —Todas las miradas convergieron en Cris, que se puso en pie sin comprender el significado de aquella llamada, caminando con tranquilidad hasta llegar a la altura del profesor. Este preguntó, con acusadora voz—: ¿Es usted Cristóforo Mercadete? —El muchacho asintió con un gesto. El profesor enarboló los folios como una bandera de combate y exclamó, casi al borde de la histeria—: ¡Usted copió durante el examen! ¡Usted ha pretendido engañarme con esta burda manipulación! —Cris enrojeció hasta la raíz de los pelos del cogote y negó, moviendo la cabeza de un lado a otro con todas sus fuerzas, mientras un silencio de cementerio al anochecer caía sobre la clase. El profesor Gastaminza, creyéndose dominador de la situación, acercó su cara de rata al crispado y acalorado rostro de Cris, y repitió—: ¡Usted ha copiado, y en mi mano tengo la prueba evidente de su fraude! Pero nadie podrá acusarme de injusto. Aquí y ahora, delante de todos sus compañeros, le doy la oportunidad de limpiar su honor y demostrar que estoy equivocado. Explíqueme usted origen, manifestación y evolución del Síndrome de Down, así como relación causa-efecto entre edad de la madre y manifestación de esa patología en los bebés. ¡Hable, señor Mercadete! ¡Soy todo oídos! —Ahora el silencio era tan denso que el aula parecía haberse convertido en un enorme prisma de cemento, donde las únicas imágenes visibles eran el alterado profesor y su demudado alumno. El profesor Gastaminza se creció, a pesar de ser un tirillas, y osó cerrar sus huesudas manos sobre la pechera del jersey rojo de Cris, gritando a voz en cuello—: ¡Hable usted, hombre! ¡Todos esperamos con gran interés sus doctas explicaciones!

Cris atrapó al vejestorio por las esqueléticas muñecas que las mangas del gastado traje gris dejaban al aire y, con un impulso no demasiado violento pero suficiente, le lanzó contra la tarima situada bajo el enorme encerado mural. Quedó sentado sobre la madera, sin comprender muy bien lo ocurrido, mientras la sala giraba todavía a su alrededor como consecuencia del tarantantán. Cris le señaló con su índice acusador y gritó, fuera de sí:

—¡Nosemeponenlosgüevos!

Ochenta carcajadas se unieron en una sola voz, mientras el muchacho se dirigía hacia la puerta que daba acceso al pasillo.

Antes de abandonar el aula, pudo escuchar las furiosas palabras del profesor Gastaminza, aunque no se volvió para mirarle:

—¡Está usted suspendido! ¡Suspendido a perpetuidad! ¡Le juro que no aprobará Genética mientras yo esté vivo!

Esperó el final de la clase sentado en un banco. Quería ver a Lourdes. Necesitaba su confianza, su calor y su apoyo. Negras ideas giraban en su mente como siniestros pájaros agoreros, mientras sus compañeros abandonaban el aula haciendo comentarios para todos los gustos. Unos le miraban al pasar; otros, simplemente, reían; algunos —los menos— le daban ánimos con una palmadita en el hombro. No les hacía el menor caso. Sólo quería ver a Lourdes.

Salió entre los últimos, rodeada por el grupo de sus incondicionales. Lanzaba estentóreas carcajadas que las otras coreaban, y se detuvo bruscamente al ver que Cris se aproximaba. El coro hizo lo mismo.

El dulce rostro de Lourdes se convirtió en una mueca de repugnancia cuando escupió las gélidas y despectivas palabras:

—¡Piérdete, mudo! ¡Lárgate con viento fresco! ¡Desaparece! ¡Ah!, y cuando digan mierda grita ¡presente!, en vez de esa gilipollez tuya de nosemeponenlosgüevos, que no te equivocas ni un poco.

Y se alejaron rumbo a la cafetería, desternillándose de risa.

Las clases matinales no habían terminado, pero Cris salió de la Facultad, cruzó el campus y se alejó hacia el centro de la ciudad, dejando atrás para siempre aquellos edificios en los que pensó cimentar su futuro de hombre de bien.

Había tomado una drástica e inquebrantable decisión.

Virtudes no le esperaba para comer, y se sorprendió cuando le vio llegar con algunas horas de adelanto y cara de muy pocos amigos. Emanaba una extraña energía que ella percibió al instante, pero, consciente de algo malo había sucedido, intentó disimular su turbación detrás de una sonrisa:

—Qué pronto llegas, hijo. ¿No tienes clase por la tarde?

Dejó que escribiera sin interrumpirle y casi sin respirar, ansiosa por conocer las causas de su deplorable estado de ánimo, perceptible ahora a simple vista.

He dejado la Universidad para siempre. Lo siento mucho, pero ése no era mi mundo. Me he alistado como soldado profesional —leyó Virtudes, sintiendo que un puño de congoja la golpeaba en medio del corazón.

—¡No puede ser cierto! ¡Dime que no es verdad, Cris, por favor! —sollozó la desesperada madre.

Es cierto y además no tiene vuelta de hoja, mamá. He firmado el documento de alistamiento y debo incorporarme el próximo lunes.

Virtudes intentó disuadirle por todos los medios a su alcance, desde el llanto hasta las amenazas, de los ruegos al insulto. Sus intentonas no parecieron causar efectos visibles en Cris, así que se lanzó a fondo, estoqueándole el alma con esa espada de doble filo que tantas bajas ha causado entre padres e hijos a lo largo de los siglos:

—¡Así nos agradeces todo lo que hemos hecho por ti...!

El muchacho se quedó inmóvil de espaldas a ella, aferrado al pomo de la puerta de su dormitorio. Por eso Virtudes no pudo percibir el rictus de dolor que cubrió su rostro, ni las lágrimas que rodaron por sus mejillas.

Por la mente de Cris pasó la idea de plasmar en el cuadernillo la plenitud de sus encontrados sentimientos, sin tapujos, a pecho descubierto; de proclamar por escrito la injusticia brutal que la vida había cometido con él; de sincerarse completamente con párrafos mortales de necesidad, como, por ejemplo, ¿Qué habéis hecho por mí, aparte de condenarme a una existencia de perpetuo bufón, de hazmerreír monstruoso sin derecho a dignidad, respeto y amor? O bien, Lloras porque voy en busca de mi destino lejos de aquí, pero sientes tu propio dolor, no el mío. Yo ni siquiera tengo un pequeño rincón, en el fondo de mi corazón, donde pueda guarecerme de la lluvia de golpes que cae sobre mí desde que tengo consciencia. Podrás rehacerte entre tus amigos, enfrascándote en tu trabajo, madurando planes y celebrando éxitos. ¿Qué importa un hijo mudo más o menos? Pero, ¿dónde trabajaré yo?; ¿qué amigos tengo?; ¿qué puede deparar el futuro a un tarado inútil a quien todos rehuyen como si tuviera la peste?

Pero nada escribió.

De hecho, se sintió asqueado y sucio por aquellos pensamientos injustos y crueles. Amaba a su madre sobre todas las cosas, y le estaba profunda e íntimamente agradecido por sus innumerables desvelos, por su apoyo continuo, por su constante afán de eliminar los obstáculos que la vida ponía delante de él. Las nubes de su propia frustración generaban la negra tormenta de sus sentimientos.

Entró en su habitación, se tumbó boca arriba sobre la cama, se puso los cascos y se dedicó a escuchar música a todo volumen, con idea de espantar sus tristes pensamientos.

Sin conseguirlo, por supuesto.

Apenas salió de su dormitorio para tomar algunos bocados, porque no quería encontrarse con su madre. Durante los breves minutos que compartían en la mesa de la cocina, comiendo en silencio, evitaba cruzar su mirada con la de ella. Virtudes, por su parte, tampoco tenía nada que decir. En el fondo de su corazón consideraba que Cris era hombre más que sobrado como para tomar sus propias decisiones y vivir según su criterio. Habría preferido verle salir por la puerta de la iglesia, del brazo de una preciosa joven, para formar su hogar aunque fuera lejos de allí, pero la suerte estaba echada y, después de llorar mares enteros en la soledad de sus noches, aceptaba lo que el destino ponía ante ella. ¿Qué iba a hacer, si no?

Cuando se retiraron a descansar el domingo, no tuvo valor para preguntarle a qué hora salía. Ni siquiera supo si viajaría en tren, en autobús o en avión.

Cris tampoco lo tuvo para despedirse.

Cuando Virtudes se levantó a las siete y media, como todos los días laborables, encontró una escueta nota pegada con cinta adhesiva en la puerta de la nevera:

Adiós, mamá. Perdona que no te haya despertado, pero era demasiado doloroso para mí, y supongo que también para ti. Procura comprenderme y no pases ningún cuidado, porque estaré bien en todo momento. Te escribiré siempre que pueda, lo mismo que a papá, que, por cierto, no sabe nada de esto. Quizás piense que soy un mal hijo, descastado e ingrato, pero la mejor manera de romper las amarras es a machetazo limpio. De cualquier manera, a él también le escribiré. Si queréis, podéis contestarme, aunque comprendo que no me encuentro en situación de exigir nada. Un beso muy fuerte. Os quiere vuestro hijo, Cris.

Las cartas fueron el cordón umbilical que les mantuvo unidos, a pesar de la distancia, durante muchos meses. Contribuyeron, también, a un lento y paulatino —pero continuo— acercamiento entre Virtudes y Androcles. Ella le enviaba las que recibía, a través del telefax, y Androcles hacía lo propio. Ninguno de los dos había sido capaz de doblegar su orgullo ante el otro, y el tiempo cauterizó las heridas sin eliminar las cicatrices. Éstas eran ahora silenciosas pregoneras del gran amor que todavía se tenían. Ambos, inconscientemente, por esos extraños, complejos e incomprensibles comportamientos del alma humana, trataban de acallar las voces de sus recuerdos, pero cada transmisión de fax, cada carta, cada palabra escrita por Cris las reavivaban, hasta hacerlas tumulto que resonaba en sus corazones como campanadas de dolor, de gloria y de esperanza.

Por las cartas, escritas con letra clara y picuda unas, con ordenador otras, supieron que el joven Cristóforo había superado el periodo de entrenamiento básico sin problemas, que se había convertido en un tirador de primera categoría, que manejaba con igual habilidad una ametralladora ligera que un mortero del 105, que tenía muchísimos amigos, que comía muy bien, que todos en el batallón le llamaban ya Nosemeponenlosgüevos —por lo que se sentía muy complacido— y que él y sus compañeros habían sido destinados a la Fuerza de Intervención Inmediata, bajo el mando directo del Estado Mayor Unificado de la Unión Europea.

La última carta decía textualmente:

Queridos padres: Hoy no tengo demasiadas ganas de escribir, pero debo hacerlo por dos razones importantes. La primera es que, inexplicablemente, a pesar de mi problema me han ascendido a cabo. El capitán me ha dicho que me recomendó personalmente para el ascenso, convencido de que soy uno de los mejores hombres a sus órdenes, y que está seguro de que me haré entender por la gente de mi pelotón sin ningún problema. En lo segundo tiene razón, desde luego, porque me llevo de maravilla con los cuatro hombres a mi mando –que son, más que nada, verdaderos amigos-, y nos compenetramos a la perfección. Para comunicarme utilizo, como siempre, mi libreta de notas, además de señas –estoy hecho un experto en el lenguaje de las manos- y un silbato metálico que se oye a dos kilómetros.

El segundo motivo de esta carta es comunicaros que mañana partimos con destino a la República Centroafricana de Luganga en misión de paz, a las órdenes de la Unión Europea y bajo bandera de las Naciones Unidas. Vamos, que vuestro hijo es un casco azul como los que salen en los telediarios. Por lo que se rumorea, tendremos que patrullar una franja de separación de unos treinta kilómetros de largo por tres de ancho, en la zona del río Bulumbu, para evitar los combates entre los rebeldes komukus y las tropas del Gobierno, protegiendo, de paso, a la población civil, que es la que lleva la peor parte, como siempre. No os preocupéis por mí, porque utilizaremos un Transporte Oruga Acorazado (TOA) en nuestros desplazamientos, y son unos vehículos muy seguros. Además, iremos armados hasta los dientes y estamos entrenados para cualquier eventualidad, así que tranquilos.

Ignoro el tiempo que permaneceremos destacados en ese país. Por aquí se rumorea que hasta que las Naciones Unidas puedan garantizar elecciones democráticas. De cualquier forma, parece que de prolongarse la misión seríamos relevados cada seis meses.

Procuraré escribiros desde Luganga, pues, aunque no tengo pajolera idea de dónde se encuentra el país de marras, supongo que el Ejército se encargará de haceros llegar nuestra correspondencia con toda puntualidad.

En la foto que os envío podéis verme con mis cuatro compañeros de pelotón, que es el tercero de la primera compañía del segundo batallón. Ya sé que resulta un poco lioso, pero son las cosas de la mili. El primero por la izquierda es Jon Urruticoechea, un vasco de caserío que mide casi dos metros de alto por uno y medio de ancho, capaz de poner patas arriba a un buey en cinco segundos. Es un tío muy tranquilo, por lo general, pero cuando se enfada no hay quien lo pare. El que está junto a él se llama Paco Domínguez, pero le decimos Pincho porque es largo y delgado, como el palillo de una banderilla. Paco es de un pueblillo de Cantabria. El que aparece sonriente en el centro de la foto es José Folgado, un tipo nervioso y simpático, ágil y listo como una ardilla. Nació en Fuentes de Oñoro, pero todos le llaman Portugués. Y, por último, el que está junto a mí es Amador Trujillo, Negro para los amigos. Es de una aldea de Cáceres, pero por el color de la piel parece marroquí. Por supuesto, ya podéis imaginar cuál es mi nombre de guerra en todo el batallón... Son buenos muchachos y estoy orgulloso de que sean mis amigos y compañeros.

Recibid muchos besos y abrazos de vuestro hijo, Cris.

Para cuando Virtudes y Androcles leyeron la carta, Cristóforo llevaba una semana patrullando la jungla, a lo largo de la ribera derecha del río Bulumbu, a cuarenta grados a la sombra, con una humedad del ochenta y cinco por ciento y soportando los continuos ataques de bandadas de mosquitos, grandes y gordos como mariposas, que se cebaban en ellos lo mismo de noche que de día, a pesar de los repelentes y de los manotazos.

—¡Hostia! —exclamaba Urruticoechea, palmeándose el cogote, mientras el TOA avanzaba lentamente por la trocha—, cuando lleguen los rebeldes sólo encontrarán nuestros huesos, con estos cabrones de bichos devorándonos poco a poco...

—Mira, al menos los pobres animalitos no emplean fusiles ametralladores, lo cual es de agradecer, digo yo... —replicaba Pincho.

—Menos chorradas y pasadme un pito, que me he quedado sin tabaco —decía el sargento Gutiérrez, jefe del carro blindado.

—¡Cojones!, mi sargento, y usted perdone, pero es que siempre anda a verlas venir con el tabaco —protestaba Folgado—. ¿En el bar de suboficiales no venden tabaco, o qué?

—¡A ver si tendré que darte media hostia...! No seáis rácanos y dadme un cigarro, ¡coño! Cuando volvamos a la base, os invito a unos carajillos...

—¿Palabra?

—¡Palabra de sargento, joder!

—Pero a todos, ¿eh?

—¡A todos!

El TOA estaba ocupado por dos escuadras de cuatro soldados, una mandada por Cristóforo y la otra por el cabo Cañizares, un chaval de Guadalajara que se había dejado barba a lo legionario y que imitaba a Rafael Farina con extraordinaria habilidad. La dotación se completaba con Isidoro, el conductor, y García, el radio. Todos actuaban a las órdenes directas del sargento Cosme Gutiérrez Escamilla, jefe del carro, un tipo en apariencia rudo y feroz, cuya sola mirada helaba la sangre en las venas a los reclutas, que ocultaba en el fondo de su atonelado pecho un gigantesco corazón de oro de veinticuatro quilates, de sobra conocido por sus hombres.

Estaban a punto de completar el recorrido de patrulla que les había sido encomendado por el Mando, cuando García, volviéndose ligeramente hacia Gutiérrez, anunció:

—Mensaje de la base, mi sargento...

El suboficial se colocó los auriculares y el micro con rapidez profesional, a tiempo para escuchar la llamada del lejano operador:

Tigre para Cachorro Dos...; Tigre para Cachorro Dos... Responda, Cachorro Dos...

—Cachorro Dos recibiendo fuerte y claro. Adelante, Tigre...

Atención, Cachorro Dos: Control Águila comunica que uno de sus pájaros ha detectado la presencia de un automóvil sospechoso en el sector B-2. Al parecer, se trata de un pick-up blanco todo-terreno ocupado por varios hombres. Localícenlo y procedan a identificar a sus ocupantes.

—Recibido, Tigre. Iniciamos localización. Les mantendremos informados. —El sargento colgó los auriculares en su correspondiente clavija y, golpeando con suavidad el hombro de Isidoro, dijo—: Vamos hacia el sector B-2. Los helicópteros han visto un coche sospechoso y tenemos que investigar. Acelera, pero atento, ¿eh?

El TOA avanzó imparable por el estrecho sendero en dirección sur, buscando el final de la jungla y el nacimiento de la ondulada llanura que, partida en dos por el Bulumbu, se extendía hasta las azules y lejanas montañas.

—¿Cree usted que serán rebeldes komukus, mi sargento? —preguntó Cañizares.

—No creo, ni dejo de creer, pero comprobad el equipo y preparaos para el combate. Folgado, ocúpate de la ametralladora...

—¡A la orden!

Cris había escrito algo en su inseparable cuadernillo, y se lo tendió al sargento Gutiérrez, que leyó en voz alta:

En el sector B-2 está la misión de los Padres Blancos... ¡Hum!, sí; es cierto, pero según nuestros informes todos fueron repatriados.

Cris volvió a garrapatear con increíble agilidad:

Se dice que algunas enfermeras indígenas volvieron, para mantener operativo el pequeño hospital de la misión.

El sargento se rascó el cogote, visiblemente preocupado, y murmuró:

—Pues no les arriendo la ganancia. Correrán la misma suerte en poder de la guerrilla que en manos de los soldados del Gobierno, porque emplean idénticos procedimientos... Esperemos que el rumor sea infundado y que la misión esté desierta. De no ser así, el Mando decidirá lo que debe hacerse.

—Entramos en el sector B-2, mi sargento —anunció Isidoro, el conductor.

La envolvente fronda, amalgama de enormes árboles, bejucos enredados, trepadoras infinitas y plantas de grandes hojas pintadas con todas las gamas del verde, tocaba a su fin, transformándose en bosque bajo de matorrales, espinos y pequeñas acacias, que venía a morir al borde de la llanura, cubierta por hierbajos muertos y resecos bajo los ardientes rayos de un Sol implacable. El terreno descendía con mucha suavidad hasta la orilla del Bulumbu, a unos diez kilómetros de distancia.

El sargento Gutiérrez oteaba con sus prismáticos a través de una de las troneras del vehículo blindado.

—Ahí está la misión, muchachos. Echaremos un vistazo. —Entonces vio algo que le hizo apretar los binoculares con más fuerza, y ordenó—: Para un momento, Isidoro. —El conductor obedeció de inmediato, y el sargento no hizo comentarios durante algunos segundos. Luego, explicó, visiblemente tenso—: El puto coche blanco está aparcado junto al edificio principal. Esto no me gusta nada. No se ve un alma, pero los del helicóptero han dicho que viajaban varios hombres en él... ¡Malo!

—¿Qué hacemos, mi sargento? –consultó Isidoro, atento a la maniobra.

En vez de contestar, Gutiérrez se volvió hacia los cabos y preguntó por simple rutina-: ¿Todo listo, muchachos?

Cris asintió con un movimiento de cabeza, y Cañizares dijo:

—Preparados y a punto, mi sargento.

—Folgado, cúbrenos bien con la ametralladora. No me falles, ¿eh, chaval?

—Descuide usted, mi sargento: donde pongo la bala, pongo el ojo...

—Qué gracioso... Venga, Isidoro, ¡adelante! ¡Dale fuego al chaparral ...!

El TOA saltó como impulsado por un muelle, arrastrándose sobre sus orugas a ochenta kilómetros por hora. Semejaba un chato y ruidoso batracio de acero, que abandonara el húmedo refugio de la selva para solazarse bajo los rayos del inmenso, luminoso y ardiente Sol colgado de un cielo azul, eterno e infinito. La temperatura en el interior se hizo asfixiante, pero los hombres, empapados en sudor, no lo notaron. Sus manos se cerraban con firmeza alrededor de los fusiles ametralladores, esperando en contenida tensión las órdenes del sargento.

—Despacio, Isidoro; despacio —indicó Gutiérrez, a unos trescientos metros de la misión, añadiendo—: Tú, Folgado, ojo avizor, que puede llover plomo en cualquier momento.

—No se ve a nadie, mi sargento —replicó el ametrallador desde la torreta.

—Pues peor, todavía.

La misión de los Padres Blancos era sólo un edificio encalado de planta baja, de unos veinte metros de largo por diez de ancho, con tejado de losetas oscuras sobre el que alguien, con más voluntad que arte, había pintado una enorme cruz roja. Frente a él, y en torno a una explanada de tierra seca y ocre, una docena de chozas arruinadas y algunos restos de agostados cultivos evidenciaban que sus moradores habían sido desalojados rápida y violentamente hacía tiempo.

El vehículo militar avanzó perezosamente, con un suave ronquido de su potente motor, a través de la terrosa plazuela, mientras Folgado en la torreta y Gutiérrez, a través de la tronera, escudriñaban puertas y ventanas en busca de posibles enemigos.

El sargento tocó el hombro de Isidoro, y éste detuvo el blindado a unos diez metros de la puerta del hospital, cerrando el paso al desvencijado Toyota que, cubierto de polvo y agujereado por los cuatro costados, parecía haber sido abandonado allí diez años antes.

—Cris, tú con tu escuadra por la derecha. Cañizares y los demás conmigo, por la izquierda. Cubríos entre las chozas y no perdáis de vista las ventanas. Atentos a mis órdenes. García, comunica a la base que hemos localizado el coche y vamos a entrar en la misión. ¡Abajo compuerta!

La trasera del TOA se deslizó hasta el suelo y los hombres corrieron bajo el ardiente beso del Sol para guarecerse entre las cabañas, tal como indicara el sargento Gutiérrez.

Cris y los suyos perdieron momentáneamente de vista a los otros mientras avanzaban con precavida decisión hacia el hospital, cuyos muros mostraban aquí y allá las dentelladas de la guerra.

Entonces resonó aquel penetrante y desesperado grito de mujer.

Su primera reacción fue lanzarse cuerpo a tierra de inmediato pero, cuando la mujer volvió a gritar, Cris comprendió que algo terrible estaba ocurriendo dentro de la misión. Se incorporó de un salto y salió corriendo a toda velocidad en dirección a la puerta principal, empuñando con firmeza su ametrallador. Urruticoechea, Pincho y Trujillo no tuvieron tiempo para reaccionar: mucho antes de que le siguieran en su loca carrera, Cristóforo alcanzó la entrada del pabellón y se coló en el interior como una tromba imparable.

Se encontró en lo que sin duda fuera el vestíbulo del hospital: una sala rectangular con suelo de madera, cuyas paredes estaban recubiertas hasta media altura de plástico verde y luego blanqueadas hasta arriba, incluyendo el techo. El sencillo banco corrido que las rodeara aparecía destrozado, y sus carbonizados restos, así como las indelebles huellas del humo y de la combustión en suelo y muros, mostraban a las claras que alguien lo había utilizado para encender una hoguera allí mismo. Un cable pendía solitario sobre su cabeza, privado de lámpara, de bombilla y hasta de corriente eléctrica.

La sala de espera tenía dos puertas al frente y una en cada lateral, además de la principal. Debieron de ser acristaladas. Ahora no eran más que simples marcos vacíos. Cris dudó durante algunos instantes, pero un nuevo grito le orientó hacia la pieza situada a su izquierda. No vaciló: cruzó el recinto de tres zancadas y derribó lo que quedaba de puerta con una soberbia patada a media altura, mientras mantenía el fusil ametrallador en posición horizontal y listo para abrir fuego, con el dedo curvado sobre el gatillo.

La habitación, iluminada por el Sol que entraba a raudales por la también desacristalada ventana, tenía todo el aspecto de haber sido utilizada como despacho médico y sala de reconocimiento: una vitrina maltrecha con algunos frascos, un viejo y destartalado escritorio y una pequeña camilla, además de algunas sillas, así lo ponían de manifiesto.

Los tres guerrilleros komukus vitoreando aún a su jefe en el esforzado empeño que éste ponía —los roídos pantalones de campaña a la altura de los tobillos— por violar a la joven semidesnuda y aterrorizada que pataleaba sobre la camilla, el propio jefecillo y las otras dos enfermeras de sucias batas blancas hechas jirones que permanecían atadas a sus correspondientes sillas a la espera de turno, se volvieron hacia él como si se tratara de una aparición recién llegada del más allá.

Cris dominó la situación desde el primer momento. El rápido y conminatorio movimiento del ominoso cañón de su ametrallador les aconsejó dejar tranquilas las armas, que descansaban en desordenado montón sobre la mesa. El cabecilla rebelde, un tipo canijo y desdentado de facciones arrugadas, se rehizo de la sorpresa con rapidez y dijo con voz chillona, en un horrible pero inteligible castellano, sin molestarse en subirse los pantalones:

Zodadito epañó buen muchacho. Rebelde komukus también bueno muchacho. Tú volvete por donde ha venío y nosotro no hasé daño a ti, ¿eh? ¿Tú comprende lo que desite capitán Makomo? ¿Sí? Yo, capitán Makomo, buen muchacho, Yo no queré que zodadito epañó dejá pellejo lejo de su tierra, ¿sabe?machá ahora y salvá culito blanco. Capitán Makomo ovidá zodadito epañó, y zodadito epañó dejá pueblo komuku resueva su asunto a su manera, ¿okey?

—¡Nosemeponenlosgüevos...!

Los cuatro rebeldes, convencidos de la inutilidad del diálogo, saltaron en busca de sus armas como impelidos por un mismo e invisible resorte.

Cris apretó el gatillo de su fusil ametrallador hasta vaciar el cargador. Los proyectiles del 7,62 buscaron los cuerpos enemigos a velocidad vertiginosa, con una cadencia de ochocientos disparos por minuto, y a tan corta distancia no tardaron en encontrarlos: cuatro pingajos desmadejados y cubiertos de sangre testificaron desde el suelo que ni uno solo de los plomos se había perdido.

Colocó un nuevo cargador en el arma y se acercó a la camilla para desatar, en primer lugar, a la muchacha que había llevado la peor parte.

Y cuando caía herido de muerte por la ráfaga que le disparó por la espalda el quinto komuku, llegado a la carrera después de aliviar una urgente necesidad fisiológica, escuchó como en la lejanía los gritos de las chicas, el aullido feroz del vasco Urruticoechea y el crepitar infernal de su fusil y, más lejos aún, la voz detonante del sargento Gutiérrez.

El bueno de Urruti se arrodilló junto a él, con lágrimas en los ojos, y le puso un cigarrillo entre los labios. Las recién liberadas enfermeras y los restantes miembros de la patrulla contemplaban la escena en sobrecogido silencio.

—Aguanta, mutil, que ya viene el helicóptero —susurró el vasco, mientras sostenía la cabeza de Cris con su antebrazo izquierdo—. No te mueras ahora que viene lo mejor, ¡coño! Este disgusto bien merece que te pagues las cervezas, ¿eh? ¡Aguanta, chaval...!

Cris le contempló con mirada vidriosa, y sus labios se ensancharon en una amplia sonrisa teñida de rojo-sangre.

—¡Nosemeponenlosgüevos! —exclamó, con voz apenas audible. Después, y para sorpresa de sus compañeros, añadió—: No; ahora en serio, oye: a pesar de todo, hay momentos en que la vida merece ser vivida...

Virtudes y Androcles se encontraron, después de tantos años, en el aeropuerto militar donde acababan de ser desembarcados los restos mortales de su hijo. Sin lágrimas en sus ojos enrojecidos, contemplaron abstraídos el desfile de la compañía de honores ante el féretro cubierto por las banderas nacional y de la Unión Europea, y escucharon como en un sueño la lectura del Real Decreto por el que se concedía a Cris la Cruz del Mérito Militar con distintivo blanco. Después, cogidos de la mano y acompañados formalmente por un teniente del Ejército del Aire sable en mano, se acercaron al túmulo para hacerse cargo del cadáver.

Mientras caminaban por la pista de cemento, Androcles dijo:

—Él nos separó y él ha vuelto a unirnos. Yo te amo como el primer día, Virtudes, y desearía que el recuerdo de nuestro hijo fuera la luz de nuestro hogar hasta que nos reunamos con él. ¿Quieres que volvamos a ser un matrimonio, para lo bueno y para lo malo?

Virtudes no respondió, pero apretó su mano con más fuerza, en un gesto que resultaba suficientemente explícito.

El teniente les entregó las banderas, plegadas con detallado esmero, así como el pequeño y sobrio estuche que contenía la condecoración, y él y los cuatro gastadores de escolta saludaron militarmente cuando el ataúd metálico fue introducido dentro del coche funerario para ser transportado hasta el panteón familiar.

En una placa dorada, atornillada sobre la oscura superficie del metal, se leía: Cabo Cristóforo Mercadete Columbrón — Fuerza de Intervención Inmediata — Segundo Batallón – Primera Compañía.

Pero a lo largo de la tapa, con pintura blanca y letras grandes y apresuradas, alguien había escrito: NOSEMEPONENLOSGÜEVOS.

2 comentarios:

  1. Wau!...Querido amigo, lo he leído de principio a fin: !Bravo!...El comentario debería ser más extenso puesto que, son muchos los resortes que tocas pero, dejáme que lo resuma así:!Chapeau!...De verdad que, me has hecho sonreír, estar atenta,espectante, en fin, que he pasado un rato magnífico!...
    Abrazos!...Maestro.
    María.

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  2. Enhorabuena, María; creo que eres la primera que ha sido capaz de leerlo en su totalidad. Si, encima, te ha gustado, pues ni te cuento... Abrazotes superamplificados.

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