En este blog se permite fumar, aunque recomiendo no hacerlo en agradecimiento a una excelente homeópata a la que debo mucho. Se prohibirá terminantemente el día en que desaparezcan las armas atómicas, las centrales nucleares y sus residuos, la contaminación, la desertización y la pederastia. ¡Ah!, se me olvidaba, también se pueden dejar comentarios.

domingo, 12 de mayo de 2013

La cruda realidad (Relato)

Queridos todos, permitidme que os ofrezca otro de mis espeluznantes relatos, en la confianza absoluta de que será de vuestro agrado. Bien sé que estoy lejos de Saramago, Follet o Hemingway, pero no se me puede negar una cierta buena voluntad en mis humildes trabajos. 
Creo yo.
Pues con mi buena voluntad y la vuestra unidas, disfrutemos lo que queda del fin de semana.
Hasta la próxima.




LA CRUDA REALIDAD

En el mundo de los negocios, en las más altas esferas económicas, allí donde se concebían, gestaban y parían —con incuestionable éxito— las más osadas operaciones de ingeniería financiera, le conocían familiarmente como El Águila. Nadie podía recordar cuándo había ganado su primer millón de dólares. Nadie era capaz de cuantificar, con una cierta aproximación, su fortuna actual; ni las empresas en ruinas que comprara por cuatro cuartos y, después de lavadas, peinadas y maquilladas, otorgara al mejor postor, con beneficios incalculables; ni las mujeres que habían sucumbido a su encanto personal y a sus regalos.
Era un triunfador, reconocido, admirado y deseado en los ambientes más selectos. Ninguna fiesta podía ser considerada como tal si no contaba con su presencia y, en contrapartida, aquéllos que no recibían invitación para participar en las suyas pensaban seriamente en la posibilidad del suicidio.
Sonrió complacido en el mullido y confortable refugio del inmenso lecho adoselado, rozando suavemente con las puntas de los dedos de su mano diestra la curvatura, tibia y suavísima, de la turgente nalga femenina. Su esposa —su cuarta esposa— dormía boca abajo, desmadejada y desnuda, apenas cubierta por los pliegues levísimos de la sedosa sábana, sin duda agotada por la larga noche de placer que habían degustado en compañía de Judith y de Samantha, buenas amigas de la familia y habituales copartícipes en sus juegos de cama. Porque sus gustos, a la hora de amar, eran tan exigentes y exquisitos como durante el resto de sus actividades cotidianas. Por el momento, estaba contento con su joven, bella y fogosa compañera, que satisfacía todos sus deseos sin discusión. ¿La amaba? Eso carecía de importancia. ¿Qué es el amor? Al fin, don Juan Tenorio tenía toda la razón del mundo al decir aquello de ...uno para enamorarlas, otro para conseguirlas, otro para abandonarlas, dos para sustituirlas y una hora para olvidarlas. De cualquier forma, las mujeres nunca fueron problema para él. Sus tres queridas divorciadas vivían en suntuosas mansiones y gozaban de unas rentas que colmaban con creces todos sus deseos. ¡El dinero obraba milagros, je, je...!
Se levantó y cruzó desnudo el inmenso dormitorio. James, su ayuda de cámara, le había preparado como siempre el baño de sales y burbujas a veintisiete grados y medio. Se sumergió en la bañera semicircular, disfrutando la tibia y relajante caricia del agua, mientras las esferillas oxigenadas golpeaban con insistencia todas las partes de su cuerpo, proporcionándole un masaje vivificante y continuo. Cuando salió del agua, James, silencioso y eficiente, le envolvió en un amplio y blanco batín. El desayuno estaba servido en la terraza, desde la que se contemplaba un espléndido paisaje de jardines, bosques y colinas. Resultaba muy agradable saber que todo lo que la vista podía abarcar era suyo, además de las cinco suntuosas residencias, las doce villas y los treinta y cuatro lujosos apartamentos que poseía a lo largo y ancho del planeta, entre otras bagatelas.
Tenía apetito aquella soleada mañana. James le sirvió huevos escalfados y lomos de salmón al limón, con una copa de champán francés. Le encantaba desayunar con una copa de champán. Finalizó con un café largo, ligeramente cortado por unas gotas de leche.
Pasó después al vestidor, seguido por el fiel criado, que escogió el atuendo deportivo más adecuado para la partida de golf que su señor debía jugar aquella mañana con el senador Williams. El Rolls Royce esperaba ante la puerta principal, con el motor en marcha. James introdujo la bolsa de cuero con los palos de golf en el portamaletas y recibió instrucciones de comunicar a la señora que el señor almorzaría en el Club, con el senador Williams, y que estaría de regreso a las cinco, a tiempo para vestirse y dar los últimos toques a la recepción prevista para aquella noche en honor de la delegación económica de Canadá. James, según su costumbre, asintió en silencio, y no entró en la mansión hasta que el automóvil se perdió en la primera curva, detrás de los setos y del bosque de álamos, en dirección a la verja que rodeaba la propiedad.
Jugó doce hoyos con el senador y le dejó ganar. Era un vejete de aspecto despistado y venerable, que podía ser tomado a primera vista por el clásico abuelo de las películas sentimentales. Pero le conocía bien. Williams era presidente de la Comisión de Urbanismo e Industria, frío como el acero, inteligente muy por encima de lo normal, con una memoria equivalente a la de tres manadas de elefantes y amante, a ultranza, de la Ley del Talión. Quien tuviera a Williams por enemigo podía darse por perdido. Él no le temía. Además de congeniar plenamente, estaban en el mismo barco. Williams era su brazo político y él constituía la principal fuente de financiación de las campañas del senador. Una perfecta simbiosis. Cuando caminaban hacia el restaurante del Club de Golf, el senador le dijo que era un pillastre por dejarse ganar fallando aquel golpe tan claro. Juró y perjuró que había fallado por no elegir el palo adecuado, y ambos quedaron satisfechos. Durante el almuerzo —cóctel de marisco del golfo de México, lubina braseada, langosta mediterránea a las finas yerbas, regado todo con vinos blancos del Rin, por decisión del senador— charlaron sobre asuntos triviales, pero aprovecharon la sobremesa para departir, saboreando dos inmejorables Cohibas y sendas copas de Curvoisier, sobre algunos asuntillos pendientes que resolvieron con presteza. Al fin, sólo se trataba de unos pocos cientos de miles de dólares. Se despidieron, como buenos amigos que eran, poco antes de las cuatro, y retornó a la mansión familiar.
Nada más llegar, y antes, incluso, de saludar a su esposa, revisó personalmente los entoldados instalados en los jardines, delante del soberbio edificio de tres plantas y cincuenta y dos habitaciones que era su residencia oficial, así como la piscina olímpica, la cubierta y la climatizada. Sabía, por experiencia, que después de unas cuantas copas la gente tenía tendencia a convertirse en Mark Spitz, terminando la velada en improvisados concursos de natación, con ropa o sin ella, que cristalizaban a veces en descomunales orgías. Todo ello, por supuesto, sin perder la compostura y en el más absoluto de los secretos a voces. Informó al imperturbable y omnipresente James —que se apresuró a cumplir las órdenes— de los detalles a mejorar, y subió a sus habitaciones, entre saludos de camareros, doncellas y limpiadoras.
Su esposa, embutida en un escotado y ceñido vestido de noche rojo con bordados negros, recubierto de pedrería, parecía brillar con luz propia mientras la doncella colgaba de sus pequeñas orejas los enormes pendientes de diamantes y zafiros, a juego con la gargantilla y la pulsera de cinco vueltas. Se besaron en los labios, comentando después, brevemente, las escasas incidencias del día, y pasó al vestidor, donde ya esperaba el inevitable James para ayudarle en la elección de camisa, frac y zapatos.
Los primeros invitados llegaron, puntualmente, a las siete y media: el cónsul de Francia y su despampanante esposa. A partir de ese momento, y hasta las ocho, fueron recibiendo y saludando a las cuatrocientas cincuenta personas que compartirían mesa y mantel en los resplandecientes comedores, sobre cuyas mesas de roble de California, perfectamente cubiertas por finas mantelerías de lino blanco, se alineaban las vajillas de Sèvres, las cristalerías de Bohemia y las cuberterías de repujada plata española. Una legión de impecables camareros pululaba entre los elegantes caballeros y las engalanadas damas, portando bandejas con copas y canapés, mientras el murmullo de las conversaciones iba aumentando paulatinamente. En el exterior, la quietud de la glorieta empedrada se había convertido en un enorme garaje, en el que competían, en brillo y tamaño, los Rolls Royce, los Mercedes, los Porsche, los Cadillac, los Jaguar y los Bentley.
Durante la cena, opípara y fastuosa, amenizada por una orquesta de cámara que interpretó obras de Rachmaninov, Dvorak y Debussy, conforme se calentaba el ambiente su temperatura también fue subiendo, sobre todo después de intercambiar miradas con algunas preciosas y desinhibidas damas, prometedoras de inmensos e insospechados placeres. Sugirió prontamente a su esposa la posibilidad de invitarlas a compartir su lecho aquella noche, y ella sonrió aceptando complacida. La velada no había hecho más que empezar…
—¡Manolo! ¡Me cago en la puta! ¿Quieres hacer el puñetero favor de dar la vuelta a esa tortilla? ¿No ves que se va a quemar y que yo estoy dando el biberón al niño...? No sé qué pudo ver mi hija en ti, desgraciado… Todo el día escribiendo chorradas, mientras ella se desloma para ganar cuatro cuartos…
—¡Ya voy, joder!
El escritor, de mala gana, se levantó de la desvencijada silla y se acercó a la cocina de butano, donde la tortilla de patatas humeaba sobre la llama azulada. Colocó un plato de duralex encima de la sartén, volteando el contenido con dudosa habilidad, mientras pensaba en que estaba hasta los cojones de su cuñada, de su mujer, de su hijo y de aquella pocilga donde vivían todos juntos.
Pero, sobre todo, de aquella vieja chismosa y maledicente que era su suegra.
¡Vieja bruja! ¡Algún día tendría que matarla!