En este blog se permite fumar, aunque recomiendo no hacerlo en agradecimiento a una excelente homeópata a la que debo mucho. Se prohibirá terminantemente el día en que desaparezcan las armas atómicas, las centrales nucleares y sus residuos, la contaminación, la desertización y la pederastia. ¡Ah!, se me olvidaba, también se pueden dejar comentarios.

jueves, 25 de abril de 2013

¿Tenían mis abuelos más sexo que yo?

Vivimos tiempos en los que las cabronadas y las gilipolleces avanzan imparables, amenazando con finiquitar cualquier atisbo de racionalidad o de cultura. Es un hecho indiscutible. Yo calculo que en la década 1950-60 la cantidad de  hijos de la gran puta podía oscilar en torno al 8% de la población; en la actualidad creo que estaremos rondando sin problemas el 80%, con tendencia al alza.
¿Qué tiene esto que ver con el sexo de nuestros abuelos, o con el nuestro?
Hoy publica EL PAÍS un artículo intitulado "¿Tenían tus abuelos más sexo que tú?" Es uno de esos artículos que uno lee sin demasiado interés, porque cuando hay ganas de sexo lo mejor es practicarlo y si no las hay para qué sirve teorizar sobre el asunto... De cualquier forma, pese a que la autora de este trabajo dé a entender que nuestros abuelos tenían más sexo que nosotros, yo me declaro fervientemente en contra de tal idea. 
Y aquí entra en juego el tanto por ciento de hijos de la gran puta mencionado anteriormente.
Puede que seamos sexualmente menos activos, pero desde un punto de vista de pasividad sexual podemos considerarnos a un altísimo nivel: los ya citados nos dan por el culo varias veces al día -basta con leer o escuchar los noticiarios- y aguantamos de maravilla.
Pensadlo y consideraos, en el paroxismo del placer, como lo que sois: unos verdaderos privilegiados.

miércoles, 17 de abril de 2013

Política pura y dura (Microrrelato)

Permitidme usar esta magnífica viñeta de Alfons López para ilustrar mi microrrelato "Política pura y dura", una verdadera obra de arte de la creación literaria en la España contemporánea. De nada.
Alfons López/"Público.es"/17-4-2013




Tras cinco años de crisis, el país estaba destrozado física, económica y moralmente. Los nacionalismos amenazaban con una desastrosa fragmentación del territorio; el PIB se había reducido un ocho por ciento; los despidos eran continuos y el paro afectaba ya al veintisiete por ciento de la población; muchas personas, desahuciadas por falta de pago, no encontraban más salida que el suicidio. Como la moderna Economía consiste en quitar a los pobres para dárselo a los ricos, los ricos eran cada vez más ricos y felices y los pobres más pobres y desgraciados.
Entonces surgió, como luz de relámpago iluminando la tenebrosa noche, la guía prodigiosa del líder, de aquél a quien el pueblo había entregado las riendas del poder a cambio de un montón de promesas electorales (nunca cumplidas, por supuesto), en forma de esperanzador mensaje:
— ¡Compatriotas, ha llegado el momento de abrir un debate a escala nacional…!





martes, 16 de abril de 2013

La última braga

Hace tiempo que no os deleito con uno de mis geniales relatos, y, a pesar de que no me decís nada, estoy convencido de que los echáis muy de menos.
Pongo manos a la obra para satisfacer vuestra demanda no demandada. Aquí tenéis, pues, la historia breve de un hombre que, como tantos otros, pudo ser grande, pero que desapareció en la nada, sin pena ni gloria, arrastrado por sus muchos vicios y pecados. Amén.





LA ÚLTIMA BRAGA


El profesor doctor don Constancio Viguelius venía impartiendo sus clases de Filosofía en la Universidad durante los últimos treinta y cinco años. Bajito, serio, puntual, bigotillo estilo "Charlot", gruesas gafas de concha, casi calvo y soltero a perpetuidad, era considerado por el claustro docente como uno de los más preclaros exponentes del libre pensamiento contemporáneo, y por sus alumnas como un desvergonzado mirón.
El profesor doctor don Constancio Viguelius siempre ponía especial énfasis en las cuestiones de ética, esa parte de la filosofía que trata de la moral como ciencia capaz de analizar y clarificar la bondad o malicia de las acciones humanas. Y no perdía ocasión —todo hay que decirlo— de proponerse él mismo, una y otra vez, como ínclito paradigma de las más acrisoladas virtudes, aunque hacía mucho tiempo que ninguna mujer se atrevía a vestir blusas escotadas o minifaldas durante sus lecciones. Don Constancio alardeaba de ello entre los demás profesores, poniéndolo como ejemplo del efecto causado por sus enseñanzas, pero las chicas sabían —por tradición oral, de transmisión continua curso tras curso— que los ojos del profesor Viguelius eran capaces de transformarse en minicámaras y ascender entre los muslos más apretados, hasta conseguir vislumbrar aquellos profundos y triangulares secretos celosamente ocultos, o en sinuosas serpientes que descendían vertiginosamente hacia la cálida hondura de sus senos, apenas entrevistos.
Erudito, mirón y falsario —casi como el resto de los humanos—, el profesor doctor don Constancio Viguelius era, además, un fetichista robabragas.
Solía recorrer, amparado en la oscuridad de la noche, aquellos lugares donde las jóvenes parejas daban rienda suelta a sus amorosos deseos, y recogía con especial complacencia las pequeñas prendas íntimas abandonadas tras el ardor del combate, olfateando profundamente los efluvios que se desprendían de sus suaves tejidos, impregnados de flujos cálidos y embriagadores. Otras veces las robaba donde podía.
Aquel día regresaba a su domicilio después de dar su acostumbrado paseo vespertino. Había caído la noche de un día veraniego excepcionalmente caluroso, y el aire estaba lleno de perfumes florales y de insectos. Su oftalmólogo le recomendaba frecuentemente que cambiara de gafas —"porque de lejos no ves bien, Constancio"— pero siempre se negó: "Veo perfectamente". Caminaba por una zona residencial poco iluminada, siguiendo la verja que rodeaba a un chalecito, cuando sus sentidos de experto cazador se alertaron al máximo.
En un tendedero, a pocos metros de la casa, junto a un pequeño huerto, una prenda solitaria colgaba sujeta por dos pinzas, bamboleándose lascivamente bajo el empuje de la casi imperceptible brisa nocturna: ¡una braga amarilla!
La tentación era infinitamente superior a sus fuerzas. Aquella joya tenía que ser suya.
La cancela estaba abierta y los farolillos apagados. Se encogió sobre sí mismo, haciéndose casi invisible, y escuchó durante unos momentos para asegurarse de que ni personas ni animales deambulaban por el exterior de la casa. Como la sombra de una sombra avanzó hacia su objetivo, metro a metro, centímetro a centímetro, en un silencio total donde las palpitaciones de su codicioso corazón le reventaban en el pecho igual que cañonazos. Su amigo, el oftalmólogo, estaba equivocado, diantre. Era capaz de ver hasta en la oscuridad.
Cruzó la huerta, y casi llegó a rozar con sus manos el preciado tesoro.
De pronto, una voz femenina restalló a corta distancia, rompiendo el frágil silencio oscuro de la cálida noche:
—¡¿Se puede saber qué demonios estás haciendo?!
Fue el detonante que hizo estallar la tremenda carga emocional que soportaba, a duras penas, su fatigado corazón. El mundo se apagó y don Constancio se desplomó entre las plantas.
La mujer volvió a gritar:
—¡Manolito, ¿qué haces?! ¡Me vas a volver loca!
Y otra voz juvenil respondió, apaciguadora:
—Estoy apagando el ordenador, ¡"joé"!
—Cuando acabes, tráeme el trapo de cocina amarillo del tendedero, que ya estará seco.
—Vale, colegui…
Segundos después, las farolas se encendieron iluminando todos los rincones alrededor de la casa, y un mozalbete de unos doce años, delgado, pendiente en la oreja izquierda, camiseta blanca impresa en negro con grupo "heavy", bermudas multicolores, visera hacia el cogote y deportivas de moda, se acercó al tendedero, donde el trapo amarillo ondeaba burlonamente, y aulló como un poseso:
—¡Mamá, mamá: en los tomates hay un muerto con gafas…!
Servidor de ustedes (Por favor, si alguien copia el relato y gana el Nobel, que me dé, al menos, el 10% por las molestias. Gracias)

lunes, 8 de abril de 2013

¿Matamos al mensajero, o no...?

Siempre se dijo que no había que matar al mensajero (aunque fuera portador de malas noticias, claro), pero sucede que hoy en día los mensajeros son los medios de comunicación y, como cada empresa tiene sus propios intereses sociopolíticos, las informaciones son tergiversadas, manipuladas o mutadas en función de dichos intereses, por lo que -dada la imposibilidad de matar a todos los mensajeros- sale más rentable no escuchar la radio, no ver televisión y no leer periódicos, sobre todo si queremos conservar nuestra integridad física y mental.
Como muy bien refleja el maestro "Forges" en esta viñeta.

"Forges"/El País (8-4-2013)