En este blog se permite fumar, aunque recomiendo no hacerlo en agradecimiento a una excelente homeópata a la que debo mucho. Se prohibirá terminantemente el día en que desaparezcan las armas atómicas, las centrales nucleares y sus residuos, la contaminación, la desertización y la pederastia. ¡Ah!, se me olvidaba, también se pueden dejar comentarios.

lunes, 23 de febrero de 2015

Mejicano (Relato corto)



MEJICANO

El astro rey se acaba de ocultar tras el lomo azulado de la Sierra Brava de Badaya, y los cielos del oeste presentan una tonalidad semejante a la del rubor de una doncella sorprendida en algún lance embarazoso (permítaseme utilizar este poético símil aunque ya no existan doncellas ni, mucho menos, doncellas que se ruboricen al ser sorprendidas en un lance embarazoso, lo cual, si bien se mira, es cambiar un encanto por otro, y Dios en la de todos, amén)
            Para mí, es una hora bruja. Es la hora del reposo, de la calma, de la quietud, del sosiego, mientras la silenciosa noche alarga sus sombras desde levante en caricia imposible al día que, esquivo e inaccesible, se escabulle en jirones rosáceos siguiendo la infatigable y etérea cabalgada del Sol. Es la hora de la meditación, de la recapitulación y hasta del recuerdo.
            Como el inefable detective loco creado por Eduardo Mendoza, estoy saboreando una Pepsi mientras fumo un Coronas rubio. El humo del cigarrillo acaricia el monitor del ordenador y se aleja, después, hacia la entreabierta ventana, fundiéndose con la incipiente oscuridad nocturna. En dirección contraria, desde la ventana nunca cerrada del pasado hasta mi alma predispuesta y receptiva, se abalanzan los recuerdos como sólida humareda de lejanos fuegos que arderán sin consumirse mientras yo mantenga un hálito de vida, y sin saber cómo ni por qué me encuentro evocando al Mejicano.
            El Mejicano no era mejicano, que conste. De hecho, no sé de dónde era. Un buen día de hace más de medio siglo apareció en la calle y se puso a jugar con todos nosotros sin más explicaciones, por otra parte del todo innecesarias entre críos de diez años. Creo que nunca supimos su verdadero nombre. Por su rostro cetrino, su cuerpecillo esmirriado más que enjuto, sus eternos y raídos pantalones vaqueros y su hablar nervioso y entrecortado alguien le apodó Mejicano, y con ese apelativo quedó grabado en mi memoria de forma indeleble.
            El Mejicano llevaba marcado un rictus de amargura en sus finos labios infantiles, y sus profundos y negros ojos miraban al mundo con una mezcla de infinita curiosidad y de miedo indescriptible. Ahora que lo pienso, tenía la mirada de esos perros mil veces apaleados que, en el colmo de la nobleza o de la cobardía, son incapaces de devolver dentelladas por golpes.
            Y lloraba con facilidad.
           Quizás el corazón no es más que un pequeño embalse gigantesco capaz de represar el dolor hasta un máximo nivel de seguridad que, una vez rebasado, origina el incontenible desbordamiento de nuestra pena en forma de lágrimas.
            El Mejicano debía de llevar mucho dolor en su corazón de niño sucio, flaco y mocoso.
        Era el más pequeño y débil de todos nosotros, y su capacidad de respuesta física ante cualquier agresión prácticamente nula, en consecuencia. Por eso, y a pesar de que por lo general todos nos llevábamos bastante bien, cuando alguien le hacía blanco de sus iras se retiraba a una distancia que él consideraba prudencial y, desde allí, con los escuálidos brazos pegados al cuerpo y los puños cerrados, las brillantes y pegajosas velas colgando de ambas fosas nasales, vertiendo una catarata de amargas lágrimas, procedía a expresar sus tajantes y malsonantes opiniones sobre el agresor y su familia (la del agresor, claro), lo que indefectiblemente provocaba una aparatosa persecución, que terminaba con el Mejicano en casa y el otro en el portal gritando aquello de ¡Ya te cogeré mañana! Pero mañana era el futuro, y el futuro, por mucho que se empeñen algunas agencias de publicidad, nunca llega porque es el futuro, coño. Así que cuando el Mejicano retornaba, un día o dos después del incidente, nadie parecía recordar que pocas horas antes había sido un enemigo, y seguíamos robando manzanas juntos, y jugando a La cazuela de arroz, o al Cinto, o a Chorro-morro-pico-tallo-qué o al Pañuelo como si nada hubiera pasado, porque, en realidad, nada había pasado.
            La madre del Mejicano era una señora rubia de amplia sonrisa, enormes y cimbreantes caderas y descomunales pechos, que no se parecía en nada a las madres de la época, que se reunían en corrillos a la sombra de las acacias para hacer punto, zurcir los calcetines o bordar una mantelería mientras despellejaban a otras madres ausentes, entre ellas la del Mejicano. La madre del Mejicano solía frecuentar una de las bodeguillas del barrio. Vestida con una falda a cuadros blancos y grises bastante corta, y un amarillento y escotado jersey que permitía la visión de un canalillo a punto de convertirse en el Canal de Suez, no resultaba extraño verla entrar sola con una botella vacía bajo el brazo, y salir con la botella llena de vino tinto y algún galante caballero a su lado (de la señora, no de la botella), que la acompañaba en animada conversación hasta las profundidades del oscuro portal de su casa, bajo el fuego cruzado de las miradas y cuchicheos de las comadres del barrio.
            Al padre del Mejicano nunca llegamos a conocerle.
          Otro buen día, no sé de qué año, antes de que los americanos llegaran a la Luna —si llegaron—, antes del lanzamiento del primer Sputnik, quizás antes de que Colón descubriera América, el Mejicano desapareció de nuestras vidas. Fue poco después de que Mocoverde cayera desde el séptimo piso de una casa en construcción y desparramara su joven vida por encima de un montón de fregaderas de mármol, apiladas allí por los obreros para su posterior montaje en las cocinas del inmueble. Fue después, mucho después, de que a Fidela le sacaran el ojo con un tirabeque. Fue bastante después de que el ferrocarril Vasco-Navarro hiciera trizas a Manolito, aquel chavalín sordomudo que se escapó de las manos de su madre y corrió a cruzar las vías en el peor momento posible.
            ¿Qué habrá sido del Mejicano, Dios mío…?
            ¿Qué habrá sido de nosotros…?
(Servidor de ustedes)

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