CUIDADO CON LAS PROFECÍAS
Los tarimaras vivían cerca del
nacimiento del Gran Río. No eran muchos; apenas diez docenas de individuos
morenos, bajitos y delgados, incluidos los niños que, por supuesto, también
eran bajitos y delgados. No poseían nada porque la selva les daba todo:
refugio, calor, medicinas y alimentos. Hasta los arcos y flechas que utilizaban
para cazar y pescar eran de uso común.
Todo era de todos.
También la profecía, escrita con
extraños signos sobre una corteza de árbol, que el hechicero les leía con voz
sobrecogedora las noches de plenilunio: “Llegarán desde el poniente un día
cualquiera, cuando no les esperéis, navegando las aguas del Gran Río en sus
grandes canoas, y ése será el principio de vuestro fin…”
Nadie sabía quién había sido el
profeta, ni falta que hacía. No hay peor ciego que el que no quiere ver y a río
revuelto ganancia de pescadores… y de hechiceros. De hecho, la profecía había
sido escrita por un tal Manuel Pires do Nascimento, un brasileño al que la
tribu había recogido medio ahogado siete u ocho décadas antes, y que volvió a
la civilización luego de recuperarse física y mentalmente, no sin antes haber
dejado preñadas a varias jóvenes tarimaras. Cualquier persona capaz de traducir
el portugués sólo habría leído en la reseca corteza: “Estas tías están
buenísimas; ya me he tirado a seis. Esta noche me espera la hija del jefe.”
Pues bien, como queda dicho con
anterioridad, el bueno de Manuel había desaparecido de la memoria tribal –he
ahí uno de los inconvenientes de no utilizar historiadores o archiveros-, pero
el significado de su ilegible mensaje se mantenía vigente gracias al esfuerzo
del abuelo del hechicero, del padre del hechicero y del hechicero actual y
superviviente, porque resultaba enormemente útil a la hora de ejercer la
indiscutible autoridad sobre cada miembro de la tribu. Era evidente que
cualquiera que llegara por el río tendría que venir de poniente, porque el
nacimiento estaba no muy lejos de allí, a levante; lógicamente, cuando no les
esperasen, porque, ¿cómo iban a esperar a alguien cuya llegada a fecha fija
desconocían?; en grandes canoas, claro, porque para navegar el Gran Río se
necesitaban embarcaciones fuertes y seguras, lo que ellos sabían de sobra pues
navegaban todos los días.
Pero nadie cuestionaba el
significado de la profecía.
Por eso, cuando aquella soleada
mañana el hechicero lanzó al aire su mortífero alarido de alarma, hombres,
mujeres y niños se abandonaron a la corriente con un cuchillo clavado en el
corazón.
La profecía se había cumplido.
El profesor Martins, su equipo de
colaboradores y la tripulación del “Reina de la Mañana”, todos ellos
participantes en una expedición biológica internacional a las fuentes del Gran
Río, contemplaron sorprendidos y aterrados el macabro desfile que las aguas les
ofrecían. Ignoraban la existencia de aquella tribu; es más, habían dado por
supuesto que cualquier presencia humana terminaba muchas millas antes.
El profesor Martins siguió con la
vista los cadáveres que el río arrastraba inexorablemente hacia el olvido,
mientras murmuraba:
- Caramba; caramba…
(Servidor de ustedes)
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