El otro día fui con mi señora al supermercado, con el noble y decidido afán de realizar las compras alimentarias para toda la semana, y aún me tiemblan las carnes por la impresión recibida.
¡El erotismo ha profundizado en nuestra sociedad hasta límites inconcebibles; hasta impregnar, incluso, el que siempre fue noble y puro comercio de la alimentación!
Al pasar delante de la pescadería pude ver, impúdicamente expuestos a la vista del público, las ostras, las almejas, los mejillones, los barbos..., pero fue en la frutería cuando mi sobresalto alcanzó el máximo nivel. Plátanos, peras, pimientos, pepinos, zanahorias, mangos y un sinfín de frutos de todos conocidos por sus connotaciones eróticas -¿quién no ha visto un par de docenas de películas X para darse cuenta de lo que digo?-, se desparramaban por las repletas estanterías a la vista de hombres, mujeres y niños, incitando a la lujuria y al desenfreno con sus formas apetecibles y pecaminosas.
Procuré eludir aquella inmunda visión y me centré en lo que tenía que hacer: comprar un kilo de tomates.
De todas las frutas, creo que el tomate es la más inocente y recatada, aunque a veces su redondez también pueda excitar nuestra imaginación. Introduje los tomates en la bolsa de papel y elevé mi vista hasta el cartelito que campeaba en la cabecera de la banasta: "Tomate de pera".
Señores y amigos: tomate de ¡¡¡PERA!!!
Por poco no se me cayó la bolsa de las manos. Decidí, con un gran esfuerzo de voluntad, que obviaría el significado de tal denominación, y busqué el número a marcar en báscula, ése número que proporciona una etiqueta con el peso, la denominación y el importe de la compra.
Y entonces sí que estuve a punto de desmayarme: ¡era el ... 69!
La ola de erotismo y pornografía que citaba Franco de vez en cuando vuelve a invadirnos, o yo soy un salido sin solución.