—¿Quería usted verme, señor comisario?
El hombre maduro y corpulento, de cabello cano y abundante peinado hacia atrás, ocupado en firmar documento tras documento con una magnífica estilográfica de oro al otro lado de la amplia mesa de despacho, levantó sus ojos inteligentes y perspicaces, que parecían brillar con luz propia tras las negras y anticuadas gafas de concha, hacia el recién llegado.
—Pase; pase, Valdivielso —invitó con un gesto de su mano diestra, sin soltar la pluma—. Siéntese, por favor.
El inspector-jefe, alto, delgado, moreno, barbudo y sonriente, vestido con pantalón vaquero, cazadora negra de cuero, camisa leñadora a cuadros blanquirrojos y botas de media caña, obedeció a su superior ocupando una silla frente a él.
—Lamento el retraso, jefe —dijo, en tono de disculpa—, pero he estado dando vueltas toda la mañana con el asunto del violador.
—Sí; lo sé. No se preocupe. Precisamente me gustaría saber si hay alguien en su grupo que pueda asumir la dirección de ese caso.
El rostro de Valdivielso expresó cierta sorpresa.
—Por supuesto, jefe. González, sin ir más lejos, está capacitado de sobra y conoce todos los detalles. Pero el caso es mío y me gustaría solucionarlo personalmente.
—Las necesidades del servicio están por encima de nuestras preferencias, Valdivielso, y le necesito para otra investigación.
—Usted manda. Soy todo oídos.
—Bien. Escuche con atención. Ya sabe que si hay algo que me resulte especialmente molesto es tener que repetir las explicaciones.
—Adelante. Le escucho.
—El director del Hospital General, buen amigo mío, me ha enviado un expediente que contiene, entre otras cosas, los historiales clínicos de un par de docenas de pacientes terminales que fallecieron en el centro durante los últimos seis meses.
—Estando en fase terminal es lógico que fallecieran…
—Evidentemente, pero no que lo hicieran meses antes del plazo previsto por la ciencia y de fallo cardíaco, cuando sus constantes ofrecían un cuadro en apariencia estabilizado.
Valdivielso se removió en la silla, inquieto e interesado. Como buen cazador había olfateado la presa.
—¿Un psicópata suelto por las salas del hospital?
—Creo que no es tan sencillo —replicó el comisario—. Me inclino a pensar en una red organizada con meticulosidad e inteligencia para practicar la eutanasia de forma masiva.
—¡Hostias…! Usted perdone, jefe. ¿Cómo lo han descubierto?
—Podría decirse que por casualidad, pero yo estoy convencido de que la casualidad no existe. Mi amigo revisaba la documentación antes de dar su visto bueno para que fuese archivada, cuando se apercibió de algunas notables coincidencias. Naturalmente, se dedicó a estudiar a fondo la cuestión, examinando los historiales letra por letra, hasta que sus vagas sospechas se materializaron en certidumbre absoluta: alguien se ha cargado a dieciocho personas en pocos meses…
—¿Cómo?
—Imposible saberlo. Las presuntas víctimas están enterradas, la mayoría desde hace mucho tiempo, y no podemos solicitar al juez una orden de exhumación general basándonos en conjeturas. Y aquí es donde entra usted en juego.
—¿Cuándo empiezo, jefe?
—Espere. No sea impaciente. Todos los casos tienen su origen en la quinta planta, afectan a enfermos desahuciados y, curiosamente, los fallecimientos se produjeron entre las dos y las cinco de la madrugada.
—¡El equipo de enfermería, jefe! ¡Está clarísimo! Alguna niñata iluminada por el espíritu de la salvación eterna, que quiere evitar sufrimientos a los pobres moribundos.
—Eso creímos al principio, pero lo hemos descartado definitivamente después de una cuidadosa investigación sobre todo el personal. Nos inclinamos más por los acompañantes nocturnos de los enfermos.
—¡Joder…! Perdone, jefe. No se me había ocurrido.
—Corren rumores sobre la existencia de una secta autodenominada "Paz a los hombres de buena voluntad", que preconiza el derecho a morir con dignidad y, por supuesto, la eutanasia. Es posible que algunos de sus miembros hayan conseguido introducirse en el hospital como cuidadores, en aquellos casos en que los familiares no pueden velar a sus enfermos. Como usted sabe, este tipo de servicios se contrata verbalmente y no hay posibilidad de comprobar listado alguno en el hospital, toda vez que la asistencia es ajena al establecimiento.
—Y, ¿qué quiere que haga, jefe?
—Usted ocupará inmediatamente una cama en esa planta, como enfermo de cáncer de pulmón. Su expediente está preparado ya, con todos los detalles anatómico-fisiológicos y clínicos. Es un historial completo y real. Para todo el mundo, usted será un paciente en fase terminal. Una ambulancia le recogerá en su domicilio esta tarde, a las cinco, e ingresará en la habitación 506. Estará solo, dada su extrema gravedad, para favorecer la acción en caso necesario. Diga a las enfermeras que carece de familia y que necesita de alguien que le asista por las noches. Ellas se encargarán de expandir el tufillo del cebo. Por lo demás, compórtese como un paciente normal, pero no olvide su pistola y su transmisor. Dos hombres permanecerán de guardia permanente en la sala de visitas, a la espera de su llamada. Deberá dormir durante el día, cuando pueda, y vigilar sin descanso por la noche, porque la persona que se siente al pie de su cama podría ponerle en dificultades... insalvables, diría yo.
—¡Y tan insalvables! Desde luego, jefe, menuda papeleta… Aparte de aburrirme como una ostra, me pueden mandar al otro barrio sin que me entere.
—Amigo mío, usted eligió ser policía. Si lo desea, le proporcionaré el traslado a oficinas pero, eso sí, después de que resuelva este caso.
Valdivielso comprendió que estaba todo dicho y, maldiciendo en voz baja, salió del despacho. Puso en orden los papeles de su mesa, dio instrucciones a González y se marchó a casa.
A las cinco y media, embutido en una especie de sudario blanco, con el anagrama del hospital en el pecho, yacía en su cama de la habitación 506. Había depositado la pistola y el transmisor en un cajón de la mesilla, porque no podía ocultarlos debajo de la almohada. No hay razón para que un moribundo utilice tales instrumentos.
Las enfermeras le habían confirmado que una señora vendría para acompañarle por la noche, como así fue. La mujer se presentó puntualmente, a las diez. Dijo que se llamaba Eladia y que cobraba siete mil pesetas por noche; le ahuecó la almohada, le acercó un vaso de agua, le preguntó si necesitaba algo más y se durmió como una bendita, aprovechando una cómoda butaca reclinable.
Valdivielso pasaba las horas comiéndose los hígados en aquella absurda situación y poniendo especial cuidado en no deglutir las decenas de píldoras que las enfermeras le proporcionaban. Sin embargo, todo transcurría dentro de la más estricta normalidad.
Cierto día, el noveno desde su ingreso, Eladia le dijo que debía atender a otro enfermo, y que desde aquella noche le cuidaría otra mujer, excelente compañera y muy buena persona. Valdivielso se felicitó por el cambio, dudando de que el caso estuviera acercándose al final, pero esperando que, al menos, la nueva fuese una conversadora amena en vez de un topo dormilón como su predecesora.
La sustituta se llamaba Manuela y tenía aspecto de profesional de la lucha libre, aunque daba la impresión de ser una mujer amable y simpática a pesar de su feroz apariencia.
El inspector-jefe habría seguido su representación con paciencia benedictina y sin más precauciones, de no haber sido porque percibió las extrañas miradas que la mujer le lanzaba, suponiéndole distraído con la lectura de un libro. Se puso en guardia inmediatamente. Sus músculos estaban tensos y su cerebro despierto, como el tigre dispuesto a saltar sobre la presa.
—Hala, señor Valdivielso: a tomar su pastillita para que pueda dormir toda la noche de un tirón —dijo la enfermera que acababa de entrar en la habitación, dirigiéndose hacia él píldora en mano.
Abrió la boca, obedientemente, simulando engullir el fármaco, pero, como siempre, lo retuvo bajo la lengua y, cuando la enfermera se dio la vuelta, lo escupió en silencio sobre el rincón opuesto con idea de hacerlo desaparecer más tarde.
—¡Enfermera, espere! —gritó la señora Manuela desde su butaca, dando un bote grotesco para ponerse en pie—. ¡Ha escupido la pastilla!
—¿Qué me dice? —dijo la chica, volviendo sobre sus pasos—. ¡Es cierto! Eso está muy mal, señor Valdivielso; pero que muy mal… Ande, sea bueno y tráguela, que es por su bien.
—¡No, no y no! —aulló el inspector-jefe, cerrando la boca con todas sus fuerzas e intentado saltar de la cama.
Pero fue inútil.
La señor Manuela le inmovilizó con una presa digna de un campeón y la enfermera, con un golpe magistral, le introdujo la pildorita, redonda y sonrosada, hasta más allá del garganchón.
—Ve cómo no ha pasado nada, ¡caramba! —dijo la enfermera, encaminándose hacia el pasillo—. Si sólo es un somnífero para que pueda dormir a pierna suelta...
El inspector-jefe Valdivielso sintió que su cuerpo se desmadejaba y que su cerebro se negaba a obedecerle. Una profunda somnolencia se adueñaba de él y, poco a poco, fue hundiéndose en el mundo del silencio. Antes de dormirse por completo, creyó ver cómo la señora Manuela se acercaba al lecho con una jeringuilla, y le pareció sentir el pinchazo de la aguja en el brazo mientras escuchaba las últimas palabras de la mujer:
—¿Ves qué bien, chiquitín mío? Se terminaron tus dolores en este valle de lágrimas. Una inyección de aire en las venas y dentro de cinco minutos estarás con los angelitos.
A las tres de la madrugada, el señor comisario fue despertado por el incesante repiqueteo de su aparato telefónico. Lo descolgó, procurando no molestar a su esposa que, acostumbrada a este tipo de interrupciones, dormía plácidamente.
—Dígame —susurró.
Al otro lado del hilo, alguien preguntó:
—¿Es usted, señor comisario?
—Sí, demonios; soy yo. ¿Quién es? ¿Qué sucede?
—Soy Rodríguez, señor comisario: uno de los que están de guardia en el hospital.
—¡Vale, Rodríguez! ¿Qué coño pasa?
—Pues que el inspector Valdivielso acaba de fallecer de un ataque cardíaco, jefe.