El maestro se acomodó en un
taburete junto al mostrador, me indicó que me sentara junto a él y pidió al
camarero dos güisquis dobles con hielo. Su cráneo, redondo y desnudo, brillaba
espectacularmente bajo la cálida luz ambiental, igual que el mío (porque podía
verme, reflejado en el inmenso espejo frente a nosotros, ¿eh?), y nuestras
túnicas azafranadas nos proporcionaban un aire cosmopolita y desenfadado, muy a
tono con las indumentarias portadas por la abigarrada clientela.
Se echó al coleto la mitad del
vaso y comenzó a hablar con su cálida, sugerente e inconfundible voz:
- Había una vez, Pequeño
Saltamontes, tres pueblos construidos bajo un volcán, llamados por sus humildes
y laboriosos habitantes Derecho, Izquierdo y Central. Cierto día les llegó un
mensaje del Gobierno que decía: “Abandonen el pueblo inmediatamente, porque el
volcán hará explosión en el plazo de 24 horas.” El alcalde de Derecho reunió a
sus gentes y les expuso la situación pero no le hicieron ni puto caso, por lo
que el tío recogió sus cosas y se largó echando leches, mientras los demás se
quedaban a la espera de su fatal destino. El alcalde de Izquierdo hizo lo
propio con los suyos y poco tardó en convencerles: en dos horas dejaron el
pueblo vacío. El alcalde de Central también convocó a sus conciudadanos, y
enseguida establecieron varias comisiones para debatir, coordinar y ejecutar
los diversos servicios necesarios de cara a una mejor organización de la
evacuación y de la asistencia a los desplazados y a las futuras posibles
víctimas. El volcán estalló cuando estaban procediendo a la tercera votación a
mano alzada…
Yo, que había escuchado sus
palabras en reverente silencio, osé preguntar:
- Maestro, ¿qué enseñanza debo
deducir de tu discurso…?
Se terminó el güisqui de un
trago, pidió otro, fijó en mí sus ojos sin luz y respondió:
- ¡Ay!, Pequeño Saltamontes, cuán
difícil es llevar la verdad a un alma joven e inexperta, por naturaleza proclive al
vicio y al pecado. Observa que la democracia no siempre consigue los efectos
que de ella se esperan, por lo que, en consecuencia, cada uno debe hacer en
todo momento lo que tiene que hacer y no otra cosa. ¿Has comprendido?
Dije que sí.
Vació el vaso de güisqui en un
golpe magistral, se incorporó con gesto magnífico y se dirigió a la salida,
llevándose una mesa y un par de sillas por delante.
Pagué los 30 euros de la
consumición y le seguí obedientemente.
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