MEJICANO
El
astro rey se acaba de ocultar tras el lomo azulado de la Sierra Brava de
Badaya, y los cielos del oeste presentan una tonalidad semejante a la del rubor
de una doncella sorprendida en algún lance embarazoso (permítaseme utilizar
este poético símil aunque ya no existan doncellas ni, mucho menos, doncellas
que se ruboricen al ser sorprendidas en un lance embarazoso, lo cual, si bien
se mira, es cambiar un encanto por otro, y Dios en la de todos, amén)
Para mí, es una hora bruja. Es la
hora del reposo, de la calma, de la quietud, del sosiego, mientras la
silenciosa noche alarga sus sombras desde levante en caricia imposible al día
que, esquivo e inaccesible, se escabulle en jirones rosáceos siguiendo la
infatigable y etérea cabalgada del Sol. Es la hora de la meditación, de la
recapitulación y hasta del recuerdo.
Como el inefable detective loco
creado por Eduardo Mendoza, estoy saboreando una Pepsi mientras fumo un Coronas
rubio. El humo del cigarrillo acaricia el monitor del ordenador y se aleja,
después, hacia la entreabierta ventana, fundiéndose con la incipiente oscuridad
nocturna. En dirección contraria, desde la ventana nunca cerrada del pasado
hasta mi alma predispuesta y receptiva, se abalanzan los recuerdos como sólida
humareda de lejanos fuegos que arderán sin consumirse mientras yo mantenga un
hálito de vida, y sin saber cómo ni por qué me encuentro evocando al Mejicano.
El Mejicano no era mejicano, que conste. De hecho, no sé de dónde era.
Un buen día de hace más de medio siglo apareció en la calle y se puso a jugar
con todos nosotros sin más explicaciones, por otra parte del todo innecesarias
entre críos de diez años. Creo que nunca supimos su verdadero nombre. Por su
rostro cetrino, su cuerpecillo esmirriado más que enjuto, sus eternos y raídos
pantalones vaqueros y su hablar nervioso y entrecortado alguien le apodó Mejicano, y con ese apelativo quedó
grabado en mi memoria de forma indeleble.
El Mejicano llevaba marcado un rictus de amargura en sus finos labios
infantiles, y sus profundos y negros ojos miraban al mundo con una mezcla de
infinita curiosidad y de miedo indescriptible. Ahora que lo pienso, tenía la
mirada de esos perros mil veces apaleados que, en el colmo de la nobleza o de
la cobardía, son incapaces de devolver dentelladas por golpes.
Y lloraba con facilidad.
Quizás el corazón no es más que un
pequeño embalse gigantesco capaz de represar el dolor hasta un máximo nivel de
seguridad que, una vez rebasado, origina el incontenible desbordamiento de
nuestra pena en forma de lágrimas.
El Mejicano debía de llevar mucho dolor en su corazón de niño sucio,
flaco y mocoso.
Era el más pequeño y débil de todos
nosotros, y su capacidad de respuesta física ante cualquier agresión
prácticamente nula, en consecuencia. Por eso, y a pesar de que por lo general
todos nos llevábamos bastante bien, cuando alguien le hacía blanco de sus iras
se retiraba a una distancia que él consideraba prudencial y, desde allí, con
los escuálidos brazos pegados al cuerpo y los puños cerrados, las brillantes y
pegajosas velas colgando de ambas fosas nasales, vertiendo una catarata de
amargas lágrimas, procedía a expresar sus tajantes y malsonantes opiniones
sobre el agresor y su familia (la del agresor, claro), lo que indefectiblemente
provocaba una aparatosa persecución, que terminaba con el Mejicano en casa y el otro en el portal gritando aquello de ¡Ya te cogeré mañana! Pero mañana era el
futuro, y el futuro, por mucho que se empeñen algunas agencias de publicidad,
nunca llega porque es el futuro, coño. Así que cuando el Mejicano retornaba, un día o dos después del incidente, nadie
parecía recordar que pocas horas antes había sido un enemigo, y seguíamos
robando manzanas juntos, y jugando a La
cazuela de arroz, o al Cinto, o a
Chorro-morro-pico-tallo-qué o al Pañuelo como si nada hubiera pasado,
porque, en realidad, nada había pasado.
La madre del Mejicano era una señora rubia de amplia sonrisa, enormes y
cimbreantes caderas y descomunales pechos, que no se parecía en nada a las
madres de la época, que se reunían en corrillos a la sombra de las acacias para
hacer punto, zurcir los calcetines o bordar una mantelería mientras
despellejaban a otras madres ausentes, entre ellas la del Mejicano. La madre del Mejicano
solía frecuentar una de las bodeguillas del barrio. Vestida con una falda a
cuadros blancos y grises bastante corta, y un amarillento y escotado jersey que
permitía la visión de un canalillo a punto de convertirse en el Canal de Suez,
no resultaba extraño verla entrar sola con una botella vacía bajo el brazo, y
salir con la botella llena de vino tinto y algún galante caballero a su lado
(de la señora, no de la botella), que la acompañaba en animada conversación
hasta las profundidades del oscuro portal de su casa, bajo el fuego cruzado de
las miradas y cuchicheos de las comadres del barrio.
Al padre del Mejicano nunca llegamos a conocerle.
Otro buen día, no sé de qué año,
antes de que los americanos llegaran a la Luna —si llegaron—, antes del
lanzamiento del primer Sputnik,
quizás antes de que Colón descubriera América, el Mejicano desapareció de nuestras vidas. Fue poco después de que Mocoverde cayera desde el séptimo piso
de una casa en construcción y desparramara su joven vida por encima de un
montón de fregaderas de mármol, apiladas allí por los obreros para su posterior
montaje en las cocinas del inmueble. Fue después, mucho después, de que a
Fidela le sacaran el ojo con un tirabeque. Fue bastante después de que el
ferrocarril Vasco-Navarro hiciera trizas a Manolito, aquel chavalín sordomudo
que se escapó de las manos de su madre y corrió a cruzar las vías en el peor
momento posible.
¿Qué habrá sido del Mejicano, Dios mío…?
¿Qué habrá sido de nosotros…?
(Servidor de ustedes)
Qué bien escribes, so cabronazo...
ResponderEliminarBesotes!
Pues muchas gracias, Anónim@
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