Por circunstancias que no vienen al caso, hoy me he topado con este artículo que escribí para la revista literaria LA BOTICA, y que fue publicado en el nº. 5, correspondiente al mes de diciembre de 2002. Os lo ofrezco aquí no porque sea bueno -que lo es, je, je-, sino porque me ha sorprendido que hayan transcurrido trece años desde entonces.
¡Cómo pasa el tiempo...!
Y no es lo más importante que haya pasado tanto tiempo, sino que cada vez nos queda menos para disfrutar las alegrías -o sufrir los tormentos- de esta estúpida vida que nos ha tocado en suerte. Por supuesto, lo de "estúpida" voy a ponerlo entre comillas, porque es un calificativo que depende única y exclusivamente de cada uno de nosotros. De todas formas, sed buenos...
Publicado en la revista literaria LA BOTICA, nº 5, diciembre 2002
"Cuando era niño quería ser bombero, domador,
maquinista, vaquero, policía, marinero… Ahora me gustaría volver a ser
niño" (Pensamiento durante el afeitado)
¿Qué poderosas razones mueven al
escritor, la mayoría de las veces sin que él mismo sea consciente del inicio,
del desarrollo y de la culminación del fenómeno creativo, a plasmar en unos
folios la desconocida e imprevisible magnitud de sus sentimientos?
¡Yo qué sé…!
Corren tiempos extraños.
¡Yo qué sé…!
Corren tiempos extraños.
Antaño me enseñaron a cimentar y
acrecentar el conocimiento utilizando la duda como punto de apoyo –“Hay que
admitir todo y no creer en nada”-, pero hoy me encuentro inmerso en un océano
de expertos que me ahoga poco a poco en su caudal de certezas inconmovibles. Ya
nadie duda. Cuando mi padre decía “Está el tiempo mentecato: anda la sardina
detrás del gato”, no podía imaginar que pocos decenios después la sardina se
iba a constituir en permanente perseguidora del felino, y menos aún que este
hecho sorprendente sería aceptado como algo absolutamente normal. Acabo de ver
en televisión a una señorita que manifestaba estar dispuesta a todo (¿) para
conseguir la fama. Y el público presente en el plató aplaudía a rabiar en vez
de rociarla con agua bendita. Si Torquemada levantara la cabeza… Es un decir,
no se asusten. Particularmente, prefiero que se quede donde está, pero, claro,
¿y si fuera cierto que con Franco vivíamos mejor? Bueno, es evidente que vivían
mejor los que vivían mejor; los otros, no. Lo mismo que ahora. O como en los
tiempos de Diocleciano, que me suena no sé de qué…
El caso es que ya nadie duda. Mil
legiones de expertos profesionales en todas las ramas del saber cuidan nuestros
cuerpos, orientan nuestras necesidades, administran nuestros deseos, juzgan
nuestras actividades, persiguen nuestros desvaríos, sofocan nuestras
perversiones, orientan nuestros espíritus y nos guían por el sendero
interminable y sorprendente del progreso que conduce al nuevo orden mundial y a
la perfecta globalización.
Ya nadie duda.
Cuando el hombre inventó la
rueda, y con ella la filosofía, despertó a la realidad de un universo del que
formaba parte en calidad de usufructuario, junto al resto de las especies
animales, vegetales y minerales, consciente de que nadie le había concedido el
título de propiedad sobre aquel cúmulo de maravillas que día y noche se
mostraba infinito ante sus ojos atónitos. Incapaces de comprender la relación
permanente entre la estirpe humana y la creación cósmica, los primeros grandes
pensadores se hicieron ya aquellas tres preguntas que nadie ha sido capaz de
responder convincentemente hasta nuestros días, en los albores del siglo XXI:
¿Quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿adónde voy? Y lo más extraordinario es que, en
la actualidad, estas tres cuestiones trascendentales ni siquiera merecen unos
segundos de reflexión a lo largo de nuestras alocadas y dilapidadas
existencias. La sociedad se ha convertido en un tiovivo infernal que gira y
gira cada vez más rápido, y en el que aquéllos que consiguieron subir se matan
buscando la satisfacción de sus propios e inútiles placeres, mientras los que
están fuera luchan con uñas y dientes, dejando el pellejo en el empeño, por
encaramarse a él lo antes posible.
Hace mucho tiempo que dejé de
confiar en la Humanidad. Por múltiples razones, entre las cuales no es la menor
que el ser humano se defina como racional y después se pase la vida cometiendo
atroces irracionalidades. No deja de ser francamente curioso que a un tipo
bestial, lascivo, egoísta y despiadado se le califique de inhumano, cuando
-¿debería citar algunos ejemplos?- su conducta no es sino un pálido reflejo
individualizado de la actividad colectiva del Hombre desde que éste puso el pie
-o la pata- sobre la faz de la Tierra, todavía no me explico por qué. La
Humanidad recuperará mi plena confianza cuando se me demuestre que el hambre ha
desaparecido del mundo; que la anorexia y la bulimia son un triste recuerdo;
que la igualdad de las personas no es un simple artículo escrito en un papelajo
que nadie se molesta en leer; que los jóvenes no se matan haciendo el chorra
con sus magníficos cochazos o atravesándose el alma con una prometedora
sobredosis; que los viejos no terminan sus días arrinconados en minicampos de
concentración públicos o privados; que el amor es la fuerza imparable que emana
de los corazones ardientes y no de las entrepiernas; que el sistema, en
definitiva, puede, debe y va a ser cambiado. Porque somos como niños en una
guardería: se nos provee de todo tipo de juguetes, desde videoconsolas y
teléfonos móviles hasta sofisticados arsenales atómicos, y se nos educa día
tras día, hora tras hora, para que perdamos el tiempo utilizándolos o
deseándolos. Así nos olvidamos de pensar y quedamos incapacitados para ser
nosotros mismos. Mientras tanto, los responsables de la guardería continúan
gobernándola a su antojo, repartiendo premios y castigos según sus arbitrarios
criterios. Y hasta nos convencen de que nuestra guardería -el planeta Tierra-,
un minúsculo pedrusco de cuarenta mil kilómetros de circunferencia, que se
mantiene en órbita en torno a una pequeña estrella llamada Sol, situada en un
extremo de la Vía Láctea y rodeada por unos doscientos mil millones de
estrellas de parecidas características, es la mejor y la única que alberga seres
inteligentes (¿) en un Universo cuyo límite se encuentra a dieciocho mil
millones de años-luz de distancia.
Y nadie duda.
Así, mientras los incontables
batallones de expertos velan por nuestra placentera y satisfactoria existencia,
sin la menor duda en su trabajo, con plena y absoluta seguridad, las páginas
centrales de los diarios incluyen todos los días la lista de embarque de
aquéllos que parten hacia el Infinito para buscar su propia respuesta a las
tres preguntas fundamentales. Porque el Hombre nace, crece, se desarrolla, las
pasa putas, se come los hígados, piensa que es un triunfador, se ríe del mundo,
encula y es enculado, juega a ser Dios, hace el gilipollas, bombardea a sus
semejantes, sufre, llora, se ríe -con o sin motivo- y, finalmente, a pesar de
los expertos, muere. Y probablemente muere porque no ha sabido, ni podido, ni
querido dar respuesta a las tres cuestiones: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?,
¿adónde voy?
Y el escritor escribe, con un
nudo en la boca del estómago y un irresistible picor en los lagrimales, porque
es la única manera que tiene de establecer un diálogo constructivo consigo
mismo y recuperar así su problemático, inestable e imprescindible equilibrio
personal cuando todo parece derrumbarse a su alrededor.
Y no hay más cáscaras.
(Servidor de ustedes)
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