Queridos amigos y colegas, dejad que os ofrezca otro de mis interesantes relatos para que lo disfrutéis durante el fin de semana. Os permitirá alejaros de la jodida crisis y entender mejor las miserias de esta sofisticada, civilizada y encabronada sociedad nuestra de cada día. De nada.
LA MUERTE DE CAPERUCITA ROJA
Susanita Cicujano Rovellón, después de obtener con
gran brillantez y por méritos propios su licenciatura en Sociología, decidió,
de común acuerdo con su director de tesis, el eminente profesor doctor don
Segismundo Carrasquilla Tornasol, elaborar un sistemático y concienzudo trabajo
sobre mitología moderna, que le abriría de par en par las puertas del ansiado y
definitivo doctorado. El título de su tesis resultaba suficientemente
explícito: "Influencia del mito en el comportamiento social. Los hábitos
socio-culturales, emanados del conocimiento superficial del mito, como
generadores de pautas de comportamiento."
—Sugiero que desarrolle su trabajo en base a un
personaje central. ¿Tiene usted alguna idea al respecto?
—Claro que sí, profesor —respondió Susanita,
contemplando el arrugado rostro del veterano catedrático, que chupaba
incansablemente su vieja y apagada pipa de madera de cerezo, regalo de la
promoción del cincuenta y dos—. Hay un personaje de literatura infantil que me
subyugó desde mi más tierna infancia. Creo que empezaré por investigarlo a
fondo, hasta sus más recónditas raíces.
—¿De quién se trata?
—De Caperucita Roja.
—Caramba, caramba —murmuró don Segismundo por todo
comentario.
—Me parece innecesario mencionar la influencia que
Caperucita ha ejercido sobre millones de nuestros conciudadanos durante más de
tres siglos, así como la importancia decisiva del trío Caperucita-lobo-abuela
en el pensamiento de generaciones enteras.
—Por supuesto, por supuesto... —admitió don
Segismundo pensativo, sin dejar de chupar la pipa, añadiendo—: Pues adelante,
Susana. Le deseo toda la suerte del mundo en sus investigaciones. Y ya sabe que
me tiene a su disposición, a cualquier hora del día o de la noche, si desea consultarme
algún detalle.
—Muchas gracias, profesor. Estaremos en contacto.
Se despidieron con un apretón de manos y Susanita se
puso inmediatamente a la faena.
Lo primero que hizo fue sumergirse en la vida y obra
de Charles Perrault, para descubrir que el escritor francés había utilizado
antiguos textos de leyendas germánicas como punto de partida para sus cuentos
infantiles. En una biografía publicada en 1870, que a duras penas había
resistido el paso del tiempo, encontró la confirmación de que Perrault sentía
un vivo interés por las historias fantásticas procedentes del país vecino, y de
que lo había visitado en más de una ocasión. Susanita dedujo que el cuento de
Caperucita Roja fue escrito después de una de estas visitas, concretamente a
Friburgo, y que el autor se había inspirado en un personaje real que debió de
vivir, a la sazón, en alguna remota aldea de la Selva Negra.
Ni corta ni perezosa, preparó un mínimo equipaje y
voló hasta Stuttgart. En el mismo aeropuerto alquiló un coche y se dirigió a
Friburgo, con idea de utilizar la ciudad como base de operaciones.
Susanita dominaba el alemán, y durante los tres días
siguientes recorrió todas las bibliotecas de que tuvo conocimiento ojeando
decenas de libros, pero no pudo encontrar ninguna relación entre Charles
Perrault y la dulce niñita protagonista de uno de sus más famosos cuentos.
Cerca del hotel en que se alojaba se dio de bruces
con una vieja librería que rompía la modernidad de la zona. Su escaparate,
repleto de polvorientos volúmenes, enmarcado en agrietada madera mal pintada de
marrón oscuro, parecía más propio de finales del siglo XIX que de comienzos del
XXI. El cristal no estaba excesivamente limpio, y a duras penas podía la vista
traspasarlo para vislumbrar algo en el inmenso y alargado interior del local.
Así que Susanita, dejándose llevar por una súbita corazonada, empujó la puerta
y entró.
El metálico y cantarín sonido de una campanilla,
convenientemente sujeta a un oxidado muelle, la recibió con un júbilo
inadecuado para la triste penumbra de la tienda.
—¡Hola! ¿Hay alguien aquí? —gritó, sin atreverse a
avanzar.
Desde el fondo llegó un susurro de pasos, mientras
una cascada voz repetía:
—¡Ya voy! ¡Ya voy!
Un hombrecillo de escasos y largos cabellos blancos,
muy encorvado, que vestía una descolorida bata que antaño fuera azul y
contemplaba el mundo con sus ojos miopes a través de unas pequeñas gafas
circulares de montura metálica, se aproximó, arrastrando sus fatigados pies,
envueltos en unas horribles pantuflas a cuadros amarillo-marrones.
—Buenas tardes —saludó Susanita, añadiendo, con
estudiada cortesía—: Disculpe que le moleste, pero quizás pueda usted ayudarme.
El viejecito la contempló con curiosidad.
—Estoy aquí para servir a los clientes, señorita,
desde hace cuarenta años. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Necesita algún libro en
particular?
—En realidad no estoy buscando ningún libro. Si le
soy sincera, no sé ni por qué he entrado. Ha sido como un impulso.
—¡Ah!, ésa es una buena señal, ¡sí, señor! —replicó
el abuelo—. La mayoría de las veces nuestro otro yo conoce las respuestas antes
de que le planteemos las preguntas. Pero somos tan burros que jamás se las
hacemos.
—Oiga, eso que ha dicho tiene su miga...
—No olvide que sabe más el diablo por viejo que por
diablo. Dígame qué le preocupa, señorita. ¿De dónde es usted? ¿Italiana? ¡No!,
calle; es española. ¿Me equivoco? Conozco España desde hace muchísimos años.
Estuve en la Legión
Cóndor, ¿sabe? Sí, por supuesto, bombardeamos Guernica, ya lo
sé, y no crea que me siento orgulloso por ello, pero éramos soldados y
cumplíamos órdenes. ¿Qué quiere que le diga? Yo era ametrallador en un
Junkers-88. Volé miles de millas, entre la Guerra Civil española
y la Guerra Mundial.
Nos alcanzaron dos veces, una sobre el Canal de la Mancha y otra cerca de
Kiev, en Rusia, ¿sabe? Pero tuvimos suerte y pudimos regresar a la base.
Todavía no nos había llegado la hora. Ahora me llegará cualquier día, pero ya
no me importa. Estoy preparado. Además, no me queda nada por hacer en este
desvencijado mundo, ¿sabe?
Susanita escuchaba estupefacta la verborrea del
anciano, sin atreverse a interrumpirle, y aprovechó una breve pausa que su
interlocutor necesitó para reaprovisionar de aire a sus pulmones, preguntando:
—¿Cómo ha sabido que era española?
El vejete exhibió una desdentada y arrugada sonrisa.
—He conocido, en el sentido bíblico del verbo, a
muchas mujeres, hija mía. Todas tenéis un marchamo que os identifica, a poca
experiencia que se tenga. No me preguntes cuál es el tuyo. Puede que no supiera
explicártelo, pero me resultas familiar, eso es todo. Ahora, por favor, dime en
qué puedo ayudarte. ¿Te apetece un café con pastas? ¿Una copa de vino del Rin?
¿O lo prefieres, quizás, de los viñedos de Baden? Tengo de los dos. Gracias a
Dios, todavía puedo permitirme pequeños vicios —terminó, con una risita
cavernosa que desembocó en un espectacular golpe de tos.
Susanita creyó que el buen hombre iba a darse la
vuelta igual que un calcetín, pero, afortunadamente, se recuperó segundos
después.
—Agradezco su ofrecimiento, señor...
—Werburg. Konrad Werburg, para servirte.
—...señor Werburg...
—Llámame Konrad. Lo de señor me hace más viejo.
—...Konrad, pero no me apetece nada en este momento.
El motivo que me ha impulsado a entrar es la búsqueda de cierta información.
—¿Qué tipo de información? —preguntó el anciano,
desconfiando.
—Información literaria, por supuesto. —Y Susanita
explicó al señor Werburg todo lo relativo a su tesis doctoral, finalizando la
exposición con el viaje de Perrault a la Selva Negra y su creación del personaje de Caperucita
Roja—. Supongo que este asunto le sonará a música celestial —acabó, sin esperar
que el anciano pudiera aportar luz sobre el misterio.
—¿Por quién me has tomado, niña? —preguntó el
hombre, ofendido—. Soy un auténtico profesional. Algunos, mal está que lo diga,
me consideran un erudito. Conozco cada una de las obras que descansan en mis
estanterías —señaló alrededor— y puedo recordar capítulos enteros de multitud
de ellas, desde la Ilíada
hasta vuestro Quijote. Te diré que cierta vez conocí a un filólogo
especializado en escritores franceses. Mantuvimos conversaciones interminables
y discutimos sobre Balzac, Moliére, los enciclopedistas y hasta sobre Jean-Paul
Sartre, y no pienses que yo sabía menos que él. También hablamos de Charles
Perrault, nacido en París en mil seiscientos veintiocho y muerto en la misma
ciudad en mil setecientos tres. Por aquel hombre supe que el escritor se había
inspirado en la historia real, que conoció en algún caserío de Hoffen, cerca de
Freudenstadt, de una niña que salvó a su abuela del ataque de un enorme lobo.
En aquellos tiempos la
Selva Negra estaba repleta de alimañas, como lobos, osos y
gatos monteses, y eran pocos los valientes que osaban cruzar sus bosques sin ir
bien armados y en compañía segura.
—Luego, Caperucita Roja fue real.
—Por supuesto. Claro que existió. Es más, mi amigo,
el filólogo, me dijo que su verdadero nombre era Greta Braun, y añadió algo
sorprendente.
—¿De qué se trata?
—Parece ser que entre los lugareños estaba extendida
la creencia de que Caperucita Roja-Greta Braun era inmortal.
—Bueno, Perrault la inmortalizó, ¿no?
—Era físicamente inmortal. Se contaba que una bruja,
de nombre Gertrud y apodada La
Herbolaria, que habitaba una choza en el bosque, cercana a la
casa de la abuela, concedió a la niña ese don como premio a su heroísmo. Decían
que sólo envejecería hasta llegar a los veinticinco años, y que únicamente
moriría si alguien la asesinaba, pero nunca de muerte natural o por accidente.
—Eso suena a fábula descomunal.
El viejecito la contempló enarcando las cejas,
mientras una burlona sonrisa revoloteaba por sus agrietados labios.
—Es posible, españolita, pero mi amigo investigó a
fondo y descubrió que todos sus parientes murieron antes que ella, de viejos,
mientras la chica continuaba con el mismo aspecto juvenil a pesar del paso de
los años. ¡Y no murió! Un buen día, simplemente, salió de viaje y no regresó
jamás.
—¿Sabe usted, por casualidad, cuándo ocurrió eso?
El viejo movió la cabeza, volviendo a sonreír.
—Si te lo dijera, no me creerías. Voy a hacer algo
mejor. Como estoy seguro de que te acercarás hasta Hoffen, toma mi tarjeta y
preséntate al padre Mathias, en la parroquia de Santa Ana. Dile que vas de mi
parte. Él podrá ayudarte mucho más, estoy seguro.
Susanita agradeció al señor Werburg su amabilidad y
se despidió estampándole un par de besos, que el abuelo agradeció con la más
amplia de sus desdentadas sonrisas.
—Vuelve cuando quieras, hija —dijo—. Las rosas como
tú siempre animan a los cardos como yo.
Al día siguiente, a primera hora, Susanita tomó la
autopista en dirección a Karlsruhe. El viaje no era demasiado largo. Unos
ochenta kilómetros hacia el norte y después, por carretera de segundo orden
—pero alemana—, unos treinta hasta Freudenstadt y quizás cinco o seis hasta
Hoffen. Calculó que llegaría en hora y media, y no se equivocó demasiado.
Pasaban algunos minutos de las nueve cuando entró en el pintoresco pueblecito.
No tuvo dificultad para encontrar la iglesia, pues
su tejado de pizarra y su espadaña con tres campanas eran visibles desde la
carretera.
Un hombre corpulento y alto, de mediana edad,
vestido con negra sotana, estaba encendiendo las velas del altar mayor.
Susanita avanzó por el pasillo central, entre la doble fila de bancos de
madera, vacíos todavía, y se dirigió hacia él, que se volvió al escuchar el
taconeo. Una enorme barba negra adornaba su afable rostro, de gruesa nariz
recta y ojos penetrantes y profundos, rematados por pobladas cejas.
—Buenos días —saludó Susanita cuando llegó a su
altura—. ¿El padre Mathias, por favor?
—Estás hablando con él, hija mía. ¿Qué puedo hacer
por ti?
El sol, atravesando los vitrales, arrojaba torrentes
de colores al interior del templo.
Susanita le tendió la tarjeta del señor Werburg y
explicó sucintamente el motivo de su visita, incluyendo la conversación
mantenida con el anciano.
—¡Ah!, el bueno de Konrad —dijo el sacerdote, cuando
la muchacha terminó su exposición—. ¿Qué tal está?
—Como usted comprenderá, no soy la más indicada para
opinar, puesto que apenas le conozco. Mi impresión personal es que se trata de
un anciano con un corazón de muchacho, y que tiene vitalidad como para regalar.
—Siempre ha sido igual —reconoció el padre Mathias,
moviendo la cabeza—. Y cuando ve una mujer bonita es como si rejuveneciese
cinco años. Así, creo que no morirá jamás. Pero permítame que retome el objeto
de su visita, ya que no dispongo de mucho tiempo. Debo decir misa a las nueve y
media.
—Lo siento. No querría perturbar su trabajo —se
disculpó Susanita.
—No se preocupe. Lo que yo sé puedo contárselo en
pocos minutos. En definitiva, es lo mismo que le dijo Konrad. Ahora bien, y
según creencia popular, la joven Greta Braun, más conocida por el sobrenombre
de Caperucita Roja, porque siempre utilizaba una prenda de ese color, ya fuera
chaqueta, camisa o jersey, abandonó su casa en mil novecientos sesenta y cinco.
Todos los habitantes de la zona juran y perjuran que se trataba de la misma
Caperucita que Perrault llevó a su cuento, pero usted comprenderá que no puedo
dar crédito a esas fantasías.
—¿Y la bruja del bosque?
—No llegué a conocer a Greta, pues se marchó muchos
años antes de que yo me hiciese cargo de esta parroquia, pero sí conozco a una
descendiente directa de la famosa bruja, de Gertrud La Herbolaria. Es una
buena cristiana, que no ha faltado a misa, en días de precepto, desde que estoy
al frente de Santa Ana. Pero, mire usted, como también se llama Gertrud, recoge
y vende hierbas medicinales y vive en la misma casita del bosque donde lo
hicieran sus antepasados, pues los aldeanos se empeñan en afirmar que es la
misma bruja de siempre, la que concedió la vida eterna a Caperucita, y que ella
tampoco puede morir. ¡Ya ve usted qué estupidez!
—¿Lo es?
El sacerdote la miró sorprendido.
—¿No creerá usted esas paparruchas? —preguntó, con
una sonrisa de amable condescendencia—. Gertrud y yo somos buenos amigos. La
conozco desde hace mucho tiempo y no hay nada extraño en ella. No es más que
una simpática anciana que...
El sacerdote dejó su explicación en el aire, como si
de pronto hubiese captado algún detalle de especial interés. Susanita percibió
el cambio inmediatamente y supo qué era lo que había sorprendido a su
interlocutor.
—¿Cuántos años hace que la conoce?
—Quince.
—Y ya entonces era una venerable y simpática
anciana, ¿verdad?
El padre Mathias abrió unos ojos como platos.
—¡Dios del Cielo! Es cierto. En buena lógica tendría
que haber fallecido hace tiempo, pero nada ha cambiado en ella. Ni siquiera
tengo noticias de que haya estado enferma. ¿Cómo no me había dado cuenta?
—Me gustaría hablar con Gertrud, padre. ¿Dónde puedo
encontrarla?
—No tiene pérdida. En cuanto salga del pueblo verá
un amplio camino rural a la derecha, que atraviesa fincas de cereal y maíz
penetrando luego en los bosques. Sígalo hasta el final. Termina delante de su
casa. Si no está, espere, porque suele recorrer el bosque recolectando hierbas
y frutos silvestres, con los que preparara remedios para casi todos los males.
Susanita se despidió del padre Mathias y puso rumbo
al enigma.
Tal como le indicara el sacerdote, allí estaba el
camino, ancho y bien cuidado aunque sin asfaltar, que debía seguir. Durante dos
kilómetros atravesó la zona de cultivos, divisando varias granjas en las
proximidades, y después condujo a través de un precioso bosque de pinos y
abetos, altísimos todos ellos, aspirando la fragancia húmeda del arbolado, que
penetraba por la entreabierta ventanilla del coche.
A ambos lados de la pista surgían ramales que se
internaban en las profundidades de la floresta, y que, de acuerdo con los
indicadores pintados en letras negras sobre tablas rectangulares, conducían a
otras tantas granjas.
Susanita, conforme a las instrucciones recibidas,
siguió por el camino principal, circulando a velocidad moderada sobre y bajo
las sombras de las enhiestas coníferas. Minutos después, y tal como el
sacerdote había dicho, se detenía ante la casita donde presumiblemente moraba
la abuela Gertrud.
La muchacha quedó gratamente impresionada por aquel
encantador rincón del bosque, en el que la paz penetraba a través de los
orificios nasales en forma de perfumado soplo de aire fresco, por los oídos
como dulce trino de pajarillos ocultos en la enramada, y por los ojos como un
mosaico multicolor formado por la incidencia de la esplendorosa luz solar sobre
árboles, yerba y flores.
¿Y la casita?
Era como surgida de un cuento de hadas. De una sola
planta; de paredes encaladas, casi deslumbrantes; con los marcos,
contraventanas y puerta pintados de verde; el tejado puntiagudo en pizarra
negruzca y brillante, rematado por una ancha y humeante chimenea de ladrillo, y
rodeada de flores por todos los lados, Susanita tuvo la sensación de que Hansel
y Gretel iban a aparecer de un momento a otro para darle la bienvenida. Pero no
fue así. Únicamente recibió el cantarín saludo del arroyo que fluía alegre por
detrás de la casa, girando y saltando entre los árboles centenarios.
Golpeó con los nudillos la maciza superficie de la
puerta, pero nadie contestó a su llamada. Insistió, con idéntico resultado.
Recordó el comentario del padre Mathias —"suele
salir para recolectar sus plantas medicinales"— y encendió un cigarrillo,
disponiéndose a esperar el tiempo que hiciera falta. Junto a la puerta había un
cómodo poyo de mampostería, y se sentó en él disfrutando plenamente aquella
inmensa tranquilidad envuelta en aire puro y perfumado.
El cigarrillo apenas se había consumido hasta la
mitad, cuando escuchó una voz juvenil junto a ella:
—¡Hola!
Se volvió como si le hubieran clavado una aguja. Una
jovencita rubia, de largas trenzas, espigada y pecosa, que protegía su floreado
vestido con un mandil blanco y sostenía en sus manos un cestito repleto de
plantas, la contemplaba con curiosidad.
¿Cómo era posible que se hubiera acercado tanto sin
que percibiera su presencia? El murmullo del riachuelo, sin duda, había
cubierto el sonido de sus pasos. Debía de ser la nieta de Gertrud.
—Hola, bonita —correspondió al saludo, con una
amplia sonrisa—. He venido para hablar con tu abuelita. ¿Sabes si tardará en
regresar?
—¿Mi abuelita? —preguntó la niña, con un gesto de
extrañeza.
—¿No eres la nieta de Gertrud?
Ahora el rostro pecoso se animó con una deliciosa
sonrisa.
—¡Ah!, vienes a visitar a La Herbolaria... No;
no creo que tarde. Pero, por favor, pasa y te serviré una infusión refrescante.
—No me gustaría molestar...
La niña ya había abierto la puerta, que no estaba
cerrada con llave, y entró con paso decidido.
—No es ninguna molestia, tonta —dijo, desde el
interior—. Pasa y acomódate. Gertrud y yo somos carne y uña.
Susanita estimó que debía ser cierto, por la
confianza que mostraba la recién llegada, así que cruzó el umbral y se encontró
en una amplia pieza que, evidentemente, hacía las veces de cocina, comedor,
salita y laboratorio de la propietaria. Eso sí: todo estaba en orden y limpio
como los chorros del oro, desde los calderos de cobre colgados cerca del fogón,
hasta la mesa y las sillas de madera de pino, pasando por los anaqueles
cubiertos de frascos de cristal y el amplio y mullido sofá tapizado en piel
marrón.
La niña había desaparecido dentro de una habitación
contigua.
—Esto es muy bonito —dijo Susanita en voz alta,
expresando lo que sentía y, a la vez, intentando romper el hielo.
—Sí que lo es —concedió la mujer morena, de ojos
verdes como esmeraldas y larga cabellera negra, que acababa de salir de la
habitación donde entrara la niña. En su mirada había un brillo burlonamente
irónico.
Susanita se sobresaltó. Una voz interior le advirtió
de que allí estaba sucediendo algo fuera de lo normal.
—Perdone, estaba hablando con la niña de las
trenzas. Ella me ha invitado a pasar. No sé si...
—Tranquilízate, mujer —respondió la morena—. Estás
en tu casa. Siéntate y prepararé la infusión en un momento. Ponte cómoda.
—Bueno, es que, en realidad, lo que yo quiero es
hablar con la señora Gertrud, pero la niña me ha dicho que no estaba y...
—No te he dicho que no estaba, sino que no tardaría
en llegar.
—Disculpe, pero usted no ha hablado conmigo hasta
ahora —replicó Susanita—. Ha sido una niña rubia y con trenzas, que llevaba un
cestito con plantas, la que...
—Yo soy la niña del cestito, y la morena de ojos
verdes, y la anciana cariñosa, y el lobo, y el búho y lo que quiera ser: ¡yo
soy Gertrud, La Herbolaria!
Ante los asombrados ojos de Susanita, en un
instante, la preciosa morena se transformó en una apacible viejecita de pelo
blanco, recogido en un moño sobre la nuca, cubierta con un largo vestido gris y
un echarpe de lana roja sobre los hombros.
—¡No es posible! —gritó Susanita, horrorizada, a
punto de desvanecerse.
—No te dejes dominar por el pánico, Susana —dijo
Gertrud—. Claro que es posible, pero no hay motivos para que te preocupes. No
voy a hacerte daño, te lo aseguro. Mi misión en el mundo es hacer el bien a
todo lo que me rodea; estar en equilibrio con la Naturaleza entera. Mi
poder no emana de las Tinieblas, sino de los Maestros de la Luz. Soy una bruja blanca
y, como tú, respeto y venero los mandatos del Cristo y de los Grandes Maestros.
Nada temas de mí. Eres mi hermana. Todos los hombres, los animales, y las
plantas, y el aire y las aguas son mis hermanos.
—¿Cómo sabes mi nombre? —consiguió articular,
finalmente, Susanita.
—¡Menuda pregunta, hija mía! Valiente bruja estaría
yo hecha si no pudiera saber esas cosas. Mira, mejor que la infusión, nos vamos
a tomar una copita de este licor de cerezas. Verás que bien te sienta. —Acercó
una mesita y puso la botella con el rojizo líquido y dos vasitos de cristal al
alcance de sus manos. Luego se sentó junto a Susanita y sirvió la bebida,
alargando uno de los vasos a la joven—: Toma; bebe. Te reconfortará. Es mágico,
te lo digo yo, que de eso entiendo un rato. Y luego hablaremos del asunto que
te ha traído hasta aquí.
Susanita se llevó el vaso a los labios con cierta
prevención. Aquella situación no estaba contemplada en los libros de sociología
y sentía verdadero pánico. Sin embargo, el licor era muy agradable al paladar y
resultaba un excelente y estimulante tónico. A la segunda copita empezó a
calmarse, y a la tercera se encontró con la fuerza suficiente como para
afrontar cara a cara el problema, considerando que tal problema era inexistente.
¿Qué podía hacer la bruja con ella? ¿Matarla? ¿Hechizarla? Parecía indudable
que no eran ésas sus intenciones pues, de haberlo querido, en aquellos momentos
estaría convertida en cerdo, por ejemplo.
—Este licor es estupendo —dijo, convencida, y añadió
sin saber muy bien por qué—: Si no te molesta, me gustaría que me dieras la
fórmula. —La petición no le pareció demasiado coherente, considerando las
circunstancias, y se apresuró a disculparse—: ¡Uy!, qué tontería acabo de
decir.
—¿Por qué?
—Porque supongo que una bruja jamás compartirá sus
secretos con una profana.
—Mujer, los secretos, digamos, profesionales, no;
pero esta bebida la conocen hasta los niños de pecho. Pones en una botella
cerezas bien maduritas hasta un cuarto del volumen y luego la rellenas con un
buen aguardiente; lo dejas reposar unos seis meses, y ya está.
—¿Y la magia?
—En este caso, de los efectos mágicos se encarga el
alcohol, guapa. Y no es necesario realizar invocación alguna. Funciona por sí
mismo, como puedes ver.
—O sea, que estoy borracha...
—No diría yo tanto. Un poquito animada, sí. Pero es
normal, así que no te preocupes. Además, no nos ve nadie. Son las ventajas de
vivir en el campo.
El licor, efectivamente, hacía milagros, porque
Susanita no sólo había perdido el miedo, sino que veía a Gertrud como la
adorable anciana que el padre Mathias le había descrito. Hasta cogió su mano,
en un gesto de cariñosa confianza, para pedirle:
—Abusando de tu hospitalidad, querida amiga, quiero
que me cuentes todo lo relativo a Caperucita Roja. Estoy preparando mi tesis
doctoral...
Gertrud le interrumpió con un gesto.
—Ahórrate las explicaciones, Susana. No olvides que
soy bruja, y de las buenas. Sabía que venías y sé lo que deseas. No hay
problema. Conoces, como todo el mundo, el cuento de Caperucita, ¿verdad?
—Sí.
—Pues escucha con atención: Caperucita Roja, cuyo
verdadero nombre, como sabes, era Greta Braun, tenía trece años cuando mató al
feroz lobo que aterrorizaba a los aldeanos.
—¿Mató?
—Sí, hija mía. Con sus propias manos. Parece
imposible, ya lo sé, pero así sucedió. Los padres de la niña eran labradores y
vivían en una de esas granjas que has visto cerca de la carretera. Cuando la
abuela materna, que residía en otro caserío no lejos de ellos, se puso enferma,
no pudieron atenderla de continuo como habrían deseado, pues estaban ocupados
en la recogida de la cosecha. Por eso encomendaron a Caperucita la labor de
llevarle cada día la comida, aun a sabiendas de que un peligroso lobo, que
había devorado numerosas ovejas y puesto en apuros a hombres hechos y derechos,
merodeaba por los bosques. Confiaban en que nada malo sucediera, pero no fue
así. El lobo atacó a la niña, pero ella, en lugar de amilanarse, esgrimió el
cuchillo de cocina que llevaba en la cesta y de un certero y afortunado golpe
le partió el corazón. Puedes imaginar la inmensa alegría con que fue recibida
la noticia. Todavía recuerdo los festejos y zarabandas de aquellos días. Pero
entonces ocurrió lo que tenía que ocurrir, y he de reconocer que tomé
conciencia de ello cuando habían transcurrido más de sesenta años.
—¿Qué sucedió, Gertrud?
—Los aldeanos confiaban en mí y me respetaban
absolutamente, considerándome una poderosa hechicera, lo cual era cierto,
aunque yo siempre puse especial cuidado en no alardear de mis poderes sin
necesidad. La sabiduría engendra el poder, y éste, mal utilizado, desemboca en
la soberbia, enemigo natural del hombre de conocimiento y muy difícil de
vencer. Pues bien, un grupo de ellos se presentó en mi casa acompañando a
Caperucita. Parece que la estoy viendo, con sus largas trenzas rubias rematadas
primorosamente por dos lazos de seda roja, su capa de igual color que los
lazos, sus simpáticos y burdos zuecos y aquella mirada entre tímida y
orgullosa. Me explicaron lo sucedido y me preguntaron, respetuosamente, si
podía conceder a la niña algún regalo especial como recompensa por su meritoria
acción. Caperucita había recibido, por supuesto, todo tipo de obsequios, dentro
de las posibilidades de los humildes labriegos, desde abrigos de pura lana
hasta gallinas ponedoras, pero pensaban que yo podría completar sus dádivas
materiales con algo procedente del mundo espiritual, una especie de bendición,
tal vez. Y caí en mi propia trampa. Olvidé mis deberes, desbordada por el
intenso cariño que la niña despertó en mí, y sucumbí ante el acoso de la
soberbia. Quise demostrar que podía ofrecerle el más extraordinario regalo que
nadie hubiera recibido jamás. Y lo hice: ¡le concedí la inmortalidad! Sólo
envejecería hasta cumplir los veinticinco años y, después, mantendría su
aspecto fresco y juvenil por los siglos de los siglos. Únicamente podría morir
de muerte violenta y premeditada. En aquel momento, cegada por mi enorme poder,
no supe calibrar las consecuencias negativas de tal acción. ¡Estúpida de mí…! Aquella
misma noche recibí la visita de mi Maestro principal. Su cuerpo energético y
luminoso se materializó ante mí, en esta misma sala, y sus palabras, carentes
de rencor pero repletas de justicia universal, todavía resuenan en mis oídos:
"Gertrud —me dijo—, has utilizado incorrectamente el poder que te concedió
la Suprema Mente,
sabiendo que lo que es Arriba es Abajo y que cada acción se completa con la
correspondiente reacción. Tu irreflexivo
acto de soberbia denota falta de conocimiento. En consecuencia, deberás
afrontar idéntico don que el otorgado por ti a la joven Greta: la inmortalidad.
El paso del tiempo te dará la oportunidad de comprender, hora tras hora, siglo
tras siglo, la magnitud de tu error. No puedes emular a la Suprema Mente,
Gertrud. Nadie puede. Mantendrás todos tus poderes y seguirás viviendo como
hasta ahora, ayudando a tus hermanos, compartiendo sus tristezas y alegrías y
viéndoles desaparecer mientras tú permaneces. Sólo cuando Caperucita Roja deje
este mundo físico podrá tu cuerpo retomar su ciclo vital hasta el fin. Entonces
recibirás tus propias recompensas: la satisfacción de lo realizado
correctamente y el merecido grado en la Jerarquía. Pero,
eso sí, te aseguro que deberás ganártelas a pulso, hija mía." Y aquí
estoy, esperando que se cumpla mi destino.
—Supongo que debería mostrar sorpresa o incredulidad
—dijo Susanita—, pero lo cierto es que no estoy sorprendida y que me lo he
creído todo.
—Es la pura verdad. Lo juro por la Suprema Mente.
—¡Cuánto has debido de sufrir, pobre Gertrud!
—Agradezco esa ola de cariño que me lanzas desde el
fondo de tu corazón, querida niña —dijo Gertrud, La Herbolaria, con una
sonrisa—. Es cierto que he sufrido mucho, pero nadie es probado por encima de
sus posibilidades. Ni siquiera yo. Siempre me consoló el doble convencimiento
de que ayudaba a quien lo necesitaba y de que algún día terminarían mis
padecimientos. Ahora sé que ese día está cercano…: ¡mi cuerpo vuelve a
envejecer!
Susanita la miró sorprendida, comprendiendo el
significado de su última afirmación:
—O sea, que Caperucita Roja...
—Ha muerto, querida.
—¿Cuándo? ¿Cómo?
—Desconozco las circunstancias de su muerte, pero sé
que sucedió hace ocho meses. Mi cuerpo me lo dijo. Lo cierto es que siempre
estuvimos muy unidas. Espiritualmente éramos como madre e hija. Cuando se
marchó, supe que salía al encuentro de su destino.
—¿Adónde fue?
—A París. No pudo soportar por más tiempo su
infinita soledad, su falta de amor, su eterno convivir consigo misma, y tengo
la certeza de que decidió entregarse al mundo en sacrificio. Como puedes
imaginar, sus conocimientos de todas las ramas de la ciencia, adquiridos
durante tres siglos, eran inmensos, aunque no poseía titulaciones oficiales,
obviamente. Dominaba, también, media docena de idiomas. Sé que estudió en la
universidad y que participó activamente en las algaradas del sesenta y ocho. Me
escribía con cierta frecuencia y así comprendí su evolución personal, que la
llevaba a aceptar el compromiso de combatir la tiranía y la injusticia donde
quiera que se manifestasen. Creo que al final se dio cuenta de que el único
camino para obtener su liberación era morir peleando. Me consta que estuvo en
Vietnam, Laos, Camboya, Estados Unidos, Cuba, El Salvador, Guatemala y
Honduras. La última carta que recibí, hace un año, tenía matasellos de
Chipentina. Supongo que en aquel país sudamericano terminó su ciclo.
—Me ayudarías mucho si pudieras decirme en qué
ciudad se encontraba cuando escribió esa carta, Gertrud —pidió Susanita.
—En San Juan de Ribalta. El sobre tenía membrete del
hotel "Cóndor".
Susanita se puso en pie. Su rostro agraciado
mostraba una firme resolución cuando besó a la joven-anciana Gertrud en ambas
mejillas, apretando la mano de la mujer entre las suyas.
—Conocerte ha sido lo más extraño y satisfactorio que
he experimentado en toda mi vida —dijo—. Lo considero como un verdadero e
inmerecido regalo divino. Ahora debo irme, pero te juro que nunca te olvidaré,
amiga mía. Que Dios te acompañe.
Gertrud la acompañó hasta la puerta. Ya en el
umbral, le preguntó:
—Vas a ir a Chipentina, ¿verdad?
—Sí.
—Ten mucho cuidado, hija mía.
—¿Por qué?
Gertrud no respondió.
Susanita abrazó por última vez a La Herbolaria, se
introdujo en el automóvil y puso en marcha el motor.
Gertrud seguía en la puerta, inmóvil, cuando la muchacha
percibió en lo más profundo de su mente aquella voz sin palabras:
—Ten cuidado, porque es posible que vayas al
encuentro de tu propio destino.
Sorprendida, buscó de nuevo con la mirada a la
hechicera, esperando una aclaración.
Pero ésta no llegó.
Una nube rosácea se deshacía al viento en el mismo
lugar que había ocupado La
Herbolaria segundos antes.
Cuarenta y ocho horas después estaba de regreso, y
temporalmente, en su casa.
Recopiló y cotejó toda la información obtenida,
elaborando un complejo diagrama en el que plasmó los datos fundamentales, como
base para el posterior desarrollo de la tesis.
Luego dedicó unos pocos días al descanso.
Salió con amigos; fue al cine y a un par de
conciertos; hizo algunas visitas y, al fin, pasó por la agencia de viajes.
Había transcurrido exactamente una semana desde que
se despidiera de la bruja Gertrud, en la Selva Negra, cuando ascendió por la escalerilla
de acceso al gigantesco "Jumbo", que debía transportarla hasta el
aeropuerto de San Juan de Ribalta, capital de la República Libre y
Democrática de Chipentina.
Susanita ignoraba que cuando un país se define como
"República Libre y Democrática", es muy probable que no resulte ni
democrático, ni libre, ni republicano.
Pero, al fin, hemos nacido para aprender, ¿no?
Después de un tedioso vuelo de once horas, durante
las cuales vio tres películas, ojeó una docena de revistas y cabeceó varias
veces, en vanos intentos por conciliar el sueño, el avión tomó tierra en el
Aeropuerto General Arturo Rodríguez, de San Juan de Ribalta. En el edificio de
la terminal, las casi cuatrocientas personas que componían el pasaje se
distribuyeron a partes iguales, formando dos largas filas ante las cabinas
acristaladas de los funcionarios policiales que, sin prisa y con bastantes
pausas, procedían a estampar el visado de entrada sobre los correspondientes
pasaportes.
Por fin llegó el turno de Susanita.
El policía, un tipo regordete y grasiento, embutido
en un uniforme marrón bastante sudado y a todas luces estrecho, que ostentaba
un descomunal mostacho y mostraba al sonreír unos enormes dientes manchados de
nicotina, le hizo las preguntas de rigor con su particular acento criollo, como
dejando deslizar las palabras por sus abultados labios:
—Susana Cicujano Rovellón, ¡ajá! ¿Cuál es el motivo de
su visita, señorita: negocios o turismo?
—Negocios.
—¡Ah!, negocios... ¿Qué tipo de negocios?
—Investigación periodística. —Cualquiera le
explicaba a aquel imbécil el motivo concreto—. Preparo un reportaje.
—¡Ah!, investigación... —El tipo la miró detenidamente
y volvió a preguntar—: ¿Dónde tiene previsto alojarse durante su estancia entre
nosotros?
—En el hotel "Cóndor".
—¡Ah!, sí; es muy buen hotel, muy buen hotel, el
hotel "Cóndor"; sí, señor. —Volvió a mirarla de hito en hito, pero
acabó estampando el sello en el pasaporte—. Que tenga usted una feliz estancia
en Chipentina, señorita —deseó, con la mejor de sus nicotínicas sonrisas.
Susanita se dirigió hacia la cinta transportadora
sinfín para recoger su equipaje, sin observar cómo el policía tomaba rápidamente
notas en un pequeño cuaderno.
Estaban a punto de dar las doce y media del
mediodía, y el Sol brillaba espléndido en un cielo enteramente azul.
Cuando cruzó la puerta de salida una docena de
taxistas se lanzó sobre ella, pretendiendo introducirla en sus vehículos, cada
uno de los cuales era mucho mejor y notablemente más económico que los otros.
Sin saber muy bien cómo, se encontró sentada en el asiento trasero de un
"Datsun", fabricado en los ochenta, en bastante buen estado de conservación,
mientras el conductor, joven, moreno, de camisa blanca y negros y largos
cabellos, no cesaba de explicarle con todo lujo de detalles las maravillas de
la ciudad, a la que se aproximaban por una —indiscutiblemente— recién construida
autopista. A duras penas consiguió interrumpirle —mientras tomaba aire— durante
unos pocos segundos, para indicarle el destino requerido. El otro asintió con
la cabeza, y siguió su perorata turístico-histórica, que no finalizó hasta que
detuvo el vehículo ante la puerta del hotel.
El "Cóndor" ocupaba un edificio de estilo
colonial, ampliado y modernizado, y estaba situado en la principal arteria de
la ciudad, la Avenida
del General Roberto Martínez Ríos. Era un cuatro estrellas, y no tuvo problemas
para conseguir habitación ya que los turistas preferían hoteles más económicos
y, además, no era temporada alta.
Un amable recepcionista se quedó con su pasaporte
—"se lo devolveremos esta misma tarde, señorita"— y entregó la llave
de la habitación 104 —"una de las mejores, señorita"— a un pequeñajo
y jovenzuelo botones, que precedió a Susanita hasta el ascensor, primero, y
después hasta el interior de la pieza, encendiendo todas las luces y abriendo
el armario ropero, situado junto a la amplia y, aparentemente, confortable
cama.
—Dentro está la caja fuerte con sus instrucciones,
señorita —dijo el botones, señalando el armario.
Susanita le dio las gracias y una propina, y el
chaval se despidió con una cortés reverencia.
La habitación no estaba mal. Distribuida en dos
ambientes separados por un semitabique, una parte servía como cuarto de
estar-escritorio, incluyendo televisor y mueble-bar, y la otra como dormitorio,
con la cama, dos mesitas de noche, el amplio ropero empotrado, una silla y una
butaquita. El cuarto de baño era grande y completo, y estaba muy limpio. Se
asomó al ventanal, que daba a la avenida, para comprobar que estaba protegido
por un sólido enrejado. "Se ve que prestan mucha atención a la seguridad
de sus huéspedes", pensó Susanita, considerando que la verja tenía la
finalidad de impedir la entrada a los maleantes. No le pasó por la imaginación
que sirviera para lo contrario, es decir, para que los clientes no pudieran
fugarse en caso necesario.
Deshizo el equipaje y colocó sus ropas en el
armario, perfectamente ordenadas, según su costumbre. Aunque estaba cansada,
decidió que podría dormir una buena siesta después de comer y, en consecuencia,
para despejarse un poco, se desnudó y se metió en la ducha. Después de secarse,
maquillarse y vestirse, se sirvió un refresco y se sentó en el sofá. Tanto si
Caperucita Roja-Greta Braun vivía como si estaba muerta, el hotel resultaba ser
su única pista. Suspiró, pensando que era bien poco, pero confiando en que la
suerte, que tanto la había ayudado hasta entonces, no le volviera la espalda.
Antes de pasar al restaurante para almorzar, se
dirigió al mostrador de Recepción. El recepcionista se apresuró a poner un
librito de pastas marrones sobre el mostrador.
—Su pasaporte, señorita Cicujano —dijo, sonriendo
amablemente.
—Muchas gracias —Susanita lo recogió, guardándolo
dentro de su bolso—. ¿Podría hacerme un favor?
—¡Cómo no! Si está en mi mano, claro...
—Estoy buscando a una persona, que estuvo o está
todavía, no lo sé, alojada en este hotel.
—¡Ah!, pues eso es bien fácil. Dígame su nombre.
—Greta Braun. Es una joven alemana, de unos
veinticinco años, alta y rubia.
El hombre perdió la sonrisa y palideció
visiblemente. Sus manos temblaban mientras revisaba las fichas, y Susanita supo
lo que iba a responder mucho antes de que lo hiciera.
—No hay nadie inscrito con ese nombre. Lo siento.
—Me consta que mi amiga Greta se alojó aquí hace,
aproximadamente, ocho meses. Es fundamental que la encuentre. Cuestión de vida
o muerte. ¿Quiere comprobarlo, por favor?
—Es imposible, señorita. Las fichas están en el
archivo general. Llevaría horas revisarlas todas.
—Pero ustedes tienen ordenador —replicó Susanita,
señalando el equipo, en perfecto funcionamiento, a la derecha del empleado.
—Este...sí, pero los disquetes se retiran
periódicamente. Ya sabe. Cosas de la memoria RAM y ROM, yo no lo entiendo muy
bien.
—Si me ayuda, no le pesará —dijo Susanita,
alargándole un billete verde de diez dólares americanos—. Le daré otros
cincuenta dólares cuando encuentre lo que le pido.
El hombre sudaba copiosamente. ¿Qué estaba
ocurriendo?
—¡No puedo decirle nada!
—Pero, ¿de qué tiene miedo? ¿Qué es lo que sabe
usted? Le juro que no soy policía ni cosa por el estilo. Sólo quiero localizar
a una buena amiga; nada más.
—Ya sé que no es usted policía. ¡Vaya si lo sé!
—Le daré cien dólares.
El otro seguía sudando, pero la sustancial oferta
pareció surtir efecto.
—De acuerdo —dijo, en voz baja—. Acabo mi turno a
las dos, pero mañana, a primera hora, pasaré por su habitación. Mientras tanto,
no hable de su amiga con nadie y tenga mucho cuidado. Hágame caso o tendrá que
arrepentirse, se lo aseguro.
Susanita, vagamente preocupada por el tono
misterioso y ligeramente amenazador del hombre, se encaminó hacia el
restaurante sin mirar atrás.
Por eso no vio a los dos caballeros, impecablemente
vestidos con trajes oscuros, sombreros oscuros y gafas oscuras, que cruzaban el
hall en dirección al recepcionista. Este sí los vio, y se puso a temblar como
un azogado.
Finalizado el almuerzo, volvió a su habitación, bajó
las persianas, se desnudó y se metió en la cama. La suave caricia de las
sábanas fue como el mudo arrullo de una madre entelada. Tuvo el tiempo justo
para descubrir que estaba totalmente agotada, antes de sumirse en un profundo y
reparador sueño.
Cuando despertó, la noche había caído y la
habitación apenas estaba iluminada por la tenue luz que se filtraba desde la
avenida.
¿Habían llamado a la puerta?
No. Debía de estar soñando.
Escuchó con atención, por si acaso. El recepcionista
había prometido reunirse con ella por la mañana, y no conocía a nadie en San
Juan de Ribalta.
Los golpes resonaron con fuerza sobre la madera, y
una voz perentoria ordenó:
—¡Abran! ¡Policía! ¡Abran, o echamos la puerta
abajo!
La mente de Susanita quedó en blanco. Fue como si
hubiese recibido el impacto directo de un rayo. No estaba muerta, pero parecía
flotar en un espacio ajeno a ella, sin voluntad propia y manejada por fuerzas
que escapaban a su control. Maquinalmente se cubrió con una ligera bata y
abrió. Dos caballeros altos, serios, impecablemente vestidos con trajes
oscuros, sombreros oscuros y gafas oscuras aparecieron ante ella. Su primer
pensamiento fue que parecían los Hernández y Fernández de las Aventuras de
Tintín, que tanto le gustaban de pequeña.
—¿Qué desean? —acertó a preguntar.
—Policía del Estado. Acompáñenos —dijo uno de ellos.
El otro no abrió la boca.
—Pero, ¿por qué? ¿De qué se trata?
—Recibirá las explicaciones en el Cuartel General.
Susanita, a pesar de su aspecto frágil, poseía un
férreo carácter que afloraba en cuanto le tocaban las cosquillas.
—¡Eso es lo que usted se cree! ¡Faltaría más! Ahora
mismo voy a llamar a la
Embajada de España —dijo, girando sobre sí misma con
intención de alcanzar el teléfono—. No sé si sabrán ustedes que existen los
Derechos Humanos, y que...
El algodón impregnado de cloroformo que colocaron
sobre su boca y nariz impidió que acabara la frase, y que pudiera ver cómo la
transportaban en volandas hasta la puerta trasera del hotel y cómo la
arrojaban, sin demasiadas contemplaciones, sobre el asiento posterior de un
enorme automóvil oscuro, de impenetrables cristales oscuros y sin placas de
identificación. El vehículo se puso en marcha de inmediato, a velocidad
moderada. Atravesó la
Avenida General Roberto Martínez Ríos; dobló a la derecha,
tomando la Avenida Coronel
Arturo Capistrán Quintanilla; giró a la izquierda, tres manzanas más abajo, por
la Avenida Almirante
Alfonso Sotomayor González; siguió recto seis manzanas, y enfiló el Bulevar
Comandante Galigán Cernejas para, desde allí, alcanzar la Autopista Brigadier
Salustiano Montoya, por la que el conductor aceleró al máximo, alejándose de la
ciudad, en dirección sur, a más de ciento cuarenta kilómetros por hora.
Susanita abrió los ojos.
Estaba tumbada sobre una superficie lisa y dura y,
cuando intentó incorporarse, comprobó que atada de pies y manos. Una bombilla
de escasa potencia alumbraba la habitación, de paredes frías y grises, sin
ventanas visibles. El sonido de una silla al ser arrastrada le hizo volver la
cabeza.
—¡Nuestra palomita ha despertado! —exclamó alguien,
con voz estremecedoramente socarrona—. ¡Qué bueno!
Allí estaban los dos hombres altos, acompañados por
otro, bajo y gordiflón, medio calvo, de ojos saltones y tremendo bigote, en
mangas de camisa, y por un cuarto, de estatura mediana y prominente barriga,
que vestía un verdoso uniforme militar y se cubría con una aparatosa
gorra-plato. Sin duda era el jefe, pues los otros se apartaron respetuosamente
cuando se acercó a ella.
—Reciba nuestra más cordial bienvenida a la Base Aérea Comodoro
Jorge Infante Berraña, señorita Cicujano —dijo el militar, sonriendo de oreja a
oreja—. Esperamos que su estancia entre nosotros resulte lo más cómoda posible,
a pesar de su obligada brevedad.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren de mí?
—Poco a poco; poco a poco... Aquí las preguntas las
hago yo, bonita. Pero, como cortesía profesional, te diré que soy el coronel
Gutiérrez, de la Seguridad
del Estado. Con eso, basta. Ahora te toca a ti: ¿quién te ha enviado?; ¿por qué
buscas a Greta Braun?
Susanita creyó estar en medio de una pesadilla, pero
los dos bofetones que le propinó el gordo de los ojos saltones la convencieron
de lo contrario.
—¡No diré una sola palabra! —gritó, furiosa—. ¡Exijo
que llamen inmediatamente a mi Embajada!
Los cuatro hombres rieron a coro.
—Algo parecido dijo tu amiga Greta, cuando estuvo en
la misma situación que tú ahora —dijo el coronel Gutiérrez—. Greta era una
chica muy mala, ¿sabes? Llegó a nuestro país con sus ideas revolucionarias,
pretendiendo subvertir el orden establecido. Quería acabar con la dictadura y
establecer un gobierno del pueblo y para el pueblo. ¡Fíjate qué estupidez! Como
si existieran tantas diferencias entre una dictadura y una democracia. ¡Tontos
idealistas! ¡Visionarios! Nosotros dominamos al pueblo por la fuerza de las
armas; los llamados demócratas lo hacen por la fuerza de las leyes, pero los de
abajo, los vulgares ciudadanos que trabajan, comen, van al fútbol, duermen y
follan cuando pueden, ésos, guapa, están tan jodidos aquí como allí, no lo
dudes. Caperucita Roja soliviantó a los estudiantes...
—¿Cómo sabe que era Caperucita Roja? —preguntó
Susanita, muy sorprendida, a pesar del terror que sentía.
—Aquí todo el mundo la conocía por ese apodo. Y a
ella parecía gustarle. Siempre vestía la prenda superior, ya fuese camisa,
jersey o cazadora, de ese color. Por eso la llamaban Caperucita Roja. Y
también, supongo, porque era más roja que el mismísimo Karl Marx. Creo que
todavía tendremos por aquí algunas de sus ropas, ¿eh, Contreras?
—Algo quedará, sí —respondió el gordo, riendo.
—Contreras es nuestro técnico en diálogos difíciles
—explicó el coronel—. Algunos le llamarían verdugo, pero no me parece justo ni
apropiado para un hombre de tan exquisito talento. Contreras es capaz de hacer
cantar La Traviata
a un gato muerto, ¿verdad, muchacho?
—¡Y usted que lo diga, mi coronel…!
—No quiero aburrirte con farragosas y aburridas
explicaciones sobre el orden constitucional —siguió el militar, seguro de su
poder absoluto—, que, como comprenderás, debemos mantener a toda costa. Tu amiga
Greta estuvo a punto de organizar una verdadera revolución. Gracias a su
perniciosa influencia, los jóvenes estudiantes empezaron a pensar por sí mismos
y, lo peor de todo, comenzaron a exigir libertad, justicia y chorradas por el
estilo. Así que un buen día agarramos a tu Greta, la pusimos donde tú estás, le
hicimos unas cuantas preguntas y la enviamos de regreso al país de los sueños,
de donde nunca debió salir.
—¿Ha vuelto a la Selva Negra? —preguntó
Susanita, incapaz de comprender aún el significado de aquellas siniestras
palabras. Las carcajadas de los cuatro individuos, y el recuerdo de la
conversación con La
Herbolaria, hicieron que, por fin, su mente se abriera a la
evidencia—: ¡La mataron! ¡Ustedes la mataron! ¡Asesinos!
—Digamos que no pudo soportar un diálogo abierto y
cordial, ¿verdad, Contreras?
—Verdad, mi coronel.
Contreras disfrutaba con su trabajo. Reía a
mandíbula batiente. Los del traje oscuro se mantenían a cierta distancia,
aunque también compartían las explosiones de hilaridad de los otros.
—Ahora, a los nuestro, muchacha. Por última vez:
dime quién te envía y cuál es tu relación con Greta Braun.
Susanita estuvo a punto de explicar el simple objeto
de su viaje, pero una tenaza de rebeldía y odio estrujó su corazón y, casi en
contra de su voluntad, masticando y escupiendo las palabras, respondió:
—¡No tengo nada que decir! ¡Pueden irse ustedes y su
apestoso país a la mierda! ¡Piojosos!
—Me sorprendes, querida —dijo el coronel Gutiérrez—.
Tienes el mismo carácter belicoso y arrogante que tu amiga Greta. Te aseguro
que dentro de poco sentirás unos enormes deseos de hablar. ¡Adelante,
Contreras: es toda tuya!
Susanita nunca había creído en el infierno, pero
tuvo la oportunidad de comprobar que sí existía; era físico, real y estaba en la Tierra. Durante
horas, los cuatro monstruos se entretuvieron en apagar cigarrillos sobre sus
pechos; en aplicarle descargas eléctricas; en cubrir sus vías respiratorias
hasta que casi se asfixiaba; en penetrarla, vaginal y analmente, con todo tipo
de instrumentos, a cual más doloroso; en abrasar con la punta ardiente de un
soldador las zonas más sensibles de su cuerpo dolorido; en abofetearle,
escupirle e insultarle. Gracias a Dios, el sufrimiento era tan insoportable que
apenas permanecía consciente algunos segundos de vez en cuando, justo para
escuchar, antes de desmayarse de nuevo:
—¡Habla de una vez, so puta!
No supo cuánto tiempo había transcurrido, pero
despertó dentro de una enorme y cilíndrica envoltura metálica que vibraba en
medio de un ensordecedor ruido de motores. Gimió e intentó moverse, pero no
pudo. Estaba desnuda, atada de pies y manos, y a bordo de un avión, sin duda.
Sentados cerca de ella vio a los dos hombres del traje oscuro.
—¿Qué... van a hacer... conmigo? —susurró, apenas.
—Gentileza de la República Libre y
Democrática de Chipentina, señorita. El gobierno ha fletado este DC-3
especialmente para conducirla a su destino. El avión es un poco viejo, eso sí,
pero esperamos que lo encuentre suficientemente cómodo. Además, el viaje será
corto.
—¿Adónde... me... llevan...?
—¿No quería localizar a Greta Braun? Pues va a
reunirse con ella enseguida.
Una luz verde centelleó sobre la puerta de acceso a
la cabina. Los hombres la agarraron por hombros y piernas, sin hacer más
comentarios, y la acercaron hasta la compuerta del aparato. Uno de ellos la
mantuvo en pie mientras el otro abría el portón, y Susanita sintió el golpe
gélido del viento en sus carnes y el salitroso aroma del mar que llegaba desde
abajo, a centenares de metros de distancia.
—¡Buen viaje! —fue lo último que oyó, a la vez que
un tremendo empellón la lanzaba fuera de la aeronave.
Cuando caía, envuelta en la más negra oscuridad,
supo que aquello era el fin, el postrer vuelo hacia la muerte. El viento
silbaba en sus oídos cada vez con más fuerza, conforme avanzaba hacia la
todavía invisible superficie del mar. Sin rezar ninguna oración concreta,
suplicó misericordia al Todopoderoso y lloró, girando y girando en medio del
tenebroso seno de la noche. No podía saber desde qué altura la habían lanzado,
pero le pareció que llevaba horas cayendo en un abismo sin fondo a una
velocidad enorme, uniformemente acelerada de acuerdo con la ley de la gravedad.
Apenas podía respirar. Su tiempo se acababa.
Entonces percibió debajo de ella, sobre la ominosa e
infinita superficie del océano, las blancas y espumosas crestas de las olas,
que parecían saltar en una alegre danza celebrando su inminente llegada.
Unos segundos más y todo habría terminado.
Tuvo un mal pensamiento hacia sus ejecutores, y
quiso eliminarlo de su mente para no tener que responder de un pecado más ante
Dios.
Pero la voz que resonó en su interior, alegre y
despreocupada, la animó a hacer exactamente lo contrario:
—"Dilo, hija; dilo, que no es venganza ni odio,
sino pura justicia: ¡Me cago en la puta madre que los parió, cabrones!"
—¡Gertrud! ¡Eres tú! ¿Dónde estás? ¡Ayúdame, por
favor!
—"¡Claro que voy a ayudarte, mi pequeña! No
tengas miedo. Gertrud está contigo."
—¡Todo es silencio y, sin embargo, tus palabras
inaudibles llenan de alegría mi corazón¡ ¿Cómo es posible?
—"No pretenderás que te dé una conferencia
sobre parapsicología en estas circunstancias, ¿verdad? Supongo que preferirás
salvar la vida."
—¡Oh!, sí, Gertrud, por favor. ¡No me dejes morir!
—"Tranquilízate, mi pobre niña. No vas a morir.
Todavía no ha llegado tu hora. Quedan muchos años de aprendizaje y de trabajo,
antes de que cruces el umbral del siguiente nivel. Has enfrentado dignamente al
destino, tal como te advertí, y dentro de poco comprobarás cómo, en verdad, no
hay mal que por bien no venga. Esta experiencia te ha transformado en una mujer
nueva, capaz de contemplar la verdadera realidad de la existencia desde el
punto de vista correcto. ¡Considérate afortunada! No olvides enviarme alguna
tarjeta postal cuando llegues a casa, querida. Me encantará recibirla, aunque
siempre esté a tu lado. Espiritualmente, se entiende. Adiós, Susana."
—¡Gertrud! ¡No te vayas! ¡No me dejes!
Pero la telecomunicación se había interrumpido
definitivamente.
De pronto, a escasos tres metros de las olas,
salpicada por las gotas saladas que el viento arrancaba a zarpazos de la piel
oceánica, Susanita quedó suspendida en el aire. Las cuerdas se desprendieron de
sus muñecas y tobillos, las magulladuras y dolores desaparecieron y un torrente
de energía desconocida inundó todas las células de su cuerpo. Después,
lentamente, fue descendiendo hasta quedar flotando en el agua encrespada y fría
del Pacífico.
¡Aquello era un verdadero milagro! ¡Se había
salvado! ¡Estaba viva!
Lloró de alegría, dando gracias a Dios y a Gertrud.
No podía comprender lo ocurrido, pero no le importaba. Ahora, todo dependía de
ella; de su propia capacidad de supervivencia. ¿O no era así? No; estaba
segura. Las fuerzas que la protegían, inconmensurables y desconocidas, no la
abandonarían.
Sin embargo flotaba aterida en la oscura inmensidad
del mar, dejándose mecer por el oleaje, y ni una minúscula luz rompía la
negrura de la noche. ¿Cómo saldría de allí? ¿Quién la rescataría? Susanita
suponía, con buen criterio, que aquellos desalmados empleaban para sus
criminales propósitos alguna zona alejada de las habituales rutas de
navegación, pues no podían correr el riesgo de que tales maniobras fuesen
presenciadas por eventuales testigos.
Al cabo de un rato empezó a sentir mucho frío. La
temperatura del agua no era la más adecuada para un prolongado baño nocturno. Y
empezaba a fatigarse. Decidió flotar de espaldas, y entonces pudo ver el cielo
tachonado de estrellas, como miles de ojillos que la contemplasen divertidos
haciendo guiños picarescos. Allí estaba la Cruz del Sur, pero Susanita tenía escasas
nociones de astronomía, por lo que sólo apreció la hermosa grandiosidad del
universo anónimo. Un pensamiento repentino la horrorizó: "Esto debe de
estar repleto de tiburones." Las imágenes de la película de Spielberg
aparecieron nítidas en su memoria, como proyectadas por una invisible cámara.
Comenzó a mirar a su alrededor, con el corazón encogido, y todas las olas, y
todas las sombras, y todos los chapoteos le parecían gigantescos escualos que
se aprestaban a devorarla.
Algo golpeó suavemente su nuca.
A duras penas contuvo un grito de terror mientras
giraba sobre su cuerpo para enfrentar al agresor.
Lo que vio, flotando ante ella, hizo que de nuevo
diera gracias a Dios por su infinita misericordia.
¡Era una balsa!
Una balsa enorme, construida con gruesas y sólidas
cañas firmemente entrelazadas, que se mecía al compás del oleaje.
¿De dónde había salido?
Consideró que la pregunta era idiota, después de
todo lo sucedido, y sacó fuerzas de flaqueza para encaramarse a la providencial
y rústica embarcación. Temporalmente a salvo en la seguridad de su precaria
nave, respiró a pleno pulmón. ¡Santo Dios, qué aventura! ¡Y todo por una tesis
doctoral!
Tumbada de cara al cielo estrellado, desnuda de cuerpo
y alma, sintió sed, hambre y frío, pero también un infinito gozo en el corazón
y una gratitud sin límites hacia Gertrud y hacia ese Dios, omnipotente y
desconocido, que tanto habían hecho por ella.
Pero, ahora, ¿cuándo amanecería? La noche seguía siendo
profunda y oscura, y no se atisbaba el más pequeño resplandor de la futura e
inevitable aurora.
Y, ¿quién la rescataría?
Suspiró, completamente agotada, y sin apenas darse
cuenta cayó en un profundo sueño, acunada por los invencibles pero comprensivos
brazos del océano; abandonada a su suerte y a su soledad.
No tuvo conciencia del tiempo transcurrido, pero
despertó sobrecogida por un ensordecedor estruendo. Abrió los ojos y el sol,
casi en el cénit, penetró a raudales por sus pupilas, cegándola momentáneamente.
¡Algo enorme se cernía sobre la balsa!
Entornó los párpados, para ver mejor, y la emoción
atenazó su garganta.
¡Un helicóptero! ¡Era un helicóptero!
Se incorporó a medias y, haciendo visera con la
mano, miró en derredor.
¡Barcos! ¡Había barcos de guerra por todas partes!
Quedó paralizada por la sorpresa y por la inmensa
alegría que sentía, pero reaccionó cuando una voz, en un inglés americano de
buen mascador de chicle, le preguntó:
—¿Se encuentra bien, señorita?
Era un buceador procedente, sin duda, del
helicóptero, que acababa de subir a la balsa.
—¡Oh!, sí; muy bien, gracias. ¡Ahora me encuentro
estupendamente!
El marino sonrió, recogiendo el arnés que colgaba de
un cable sobre sus cabezas. No hizo ningún comentario sobre la desnudez de
Susanita.
—Me alegro —dijo—. Permita que la sujete. Vamos a
subirla a bordo del helicóptero para llevarla a nuestro portaviones.
Con evidente profesionalidad, el hombre pasó el
arnés bajo los brazos de la chica, e hizo una seña. Arriba, a pocos metros de
altura, el operador del cabrestante oprimió el oportuno "on" y en
pocos segundos Susanita completó su particular ascensión a los cielos. Mientras
izaban al buzo, un amable tripulante, cubierto por el ceñido mono de vuelo y
protegido con un enorme casco provisto de auriculares, la envolvió en una suave
y cálida manta y le ofreció un vaso de humeante café, que agradeció de todo
corazón. Minutos más tarde el aparato se inmovilizaba sobre la cubierta del
portaviones. Susanita era profana en cuestiones aeronáuticas, por eso no prestó
atención a los "Eagle" y a los "Tomcat" estacionados a su
alrededor mientras dos jóvenes y eficientes sanitarios la conducían a la
enfermería del buque. El médico de a bordo la examinó a conciencia, para
dictaminar, con un gesto de satisfacción:
—Está usted perfectamente, señorita. No tiene nada
que no se pueda eliminar con una buena comida y un prolongado descanso.
El mismo doctor le entregó una camisa y un pantalón,
que le venían grandes, así como unas cómodas zapatillas deportivas y, a continuación,
un marinero la acompañó hasta el comedor de oficiales.
Estaba engullendo el segundo plato de un excelente
estofado, cuando entró en la sala un oficial de elevada graduación —el marinero
que la acompañaba se puso en pie como si tuviera un muelle en la rabadilla—.
Era un hombre alto y corpulento, de abundante cabello blanco peinado hacia
atrás y rostro tostado por el sol y las brisas marinas.
—Buenos días, señorita. Bien venida a bordo. Soy el
capitán de navío James Sanderson, de la Marina de los Estados Unidos, comandante de este
portaviones.
Susanita tragó apresuradamente el bocado que tenía
en la boca, y se puso en pie para estrechar la mano que el oficial le tendía.
—Muchas gracias por todo, comandante —dijo—. Sólo
puedo decir que no sé de dónde han salido ustedes, pero benditos sean.
—Por favor, siéntese y siga con su almuerzo —dijo el
marino, acomodándose en una silla frente a ella—. Si he de ser sincero, tampoco
yo estoy muy seguro de lo que ha sucedido. De hecho, hacía años que no navegaba
estas aguas. Sin embargo ayer recibimos la orden de patrullar esta zona del
Pacífico porque, según informes de la
NASA, un satélite militar de enorme valor estratégico había
salido de su órbita e iba a precipitarse al mar hoy y en estas coordenadas.
Pero lo más asombroso es que, poco antes de que usted subiera a bordo, me han
ordenado arrumbar a la base pues el dichoso artefacto, inexplicablemente, ha
recuperado la trayectoria original y seguirá en órbita durante años. ¡En fin!
Cosas que pasan. Ahora, mientras compartimos una taza de café y un cigarrillo,
cuénteme su historia.
Susanita narró al comandante Sanderson todo lo
sucedido, omitiendo, por supuesto, la intervención mágica —si así podía
llamarse— de La
Herbolaria. Puso especial cuidado en justificar su
supervivencia por un lanzamiento a baja altura y la buena suerte. El oficial,
lógicamente, no poseía otros elementos de juicio, y dio por buenas las
explicaciones de la muchacha.
—Ha tenido usted mucha suerte, señorita Cicujano
—comentó, levantándose para reintegrarse a sus obligaciones. Y añadió,
apretando los dientes—: ¡Valiente cuadrilla de cabrones!
Tres días más tarde, Susanita estaba en su casa,
sana y salva.
Mientras marcaba un número telefónico sentía como si
hubiese vivido una relampagueante y estremecedora pesadilla; como si hubiera
estado fuera de su ambiente, de su hogar, de sus amigos, durante miles de años.
Alguien descolgó, al otro lado de la línea.
—Dígame.
—¿Es usted, profesor Carrasquilla?
—Yo mismo —afirmó la cascada voz. Susanita lo imaginó
con su inseparable pipa ente los labios—. ¿Quién es ahí?
—Soy Susana Cicujano, doctor.
—¡Susana! ¡Hija mía! Te hacía por esos mundos de
Dios. ¿Cuándo has vuelto?
—Tengo que contarle una larga historia, profesor,
pero ya tendremos tiempo de hablar uno de estos días. Le he llamado,
únicamente, para informarle de que voy a cambiar mi tesis doctoral.
—Caramba, caramba...
—Lo he meditado detenidamente, don Segismundo. Voy a
desarrollar el siguiente tema: "Los sistemas políticos en el
comportamiento social. Demoledor impacto de democracias y dictaduras en las
relaciones sociales del individuo." ¿Está usted de acuerdo?
—Por supuesto; por supuesto...
—Pues hasta la vista, profesor. Pasaré por su
despacho lo antes posible.
Y colgó.
Se repantigó en el sofá y, después de deleitarse
saboreando un sorbito de excelente coñac, dijo en voz alta:
—Descansemos en paz, Caperucita. ¡Nos lo hemos
ganado!
No ha de morir Caperucita. Me quedé de una pieza, que bien escribes amigo. No pude parar de leerlo nunca. Realmente ahora entiendo que a veces te aburramos amigo. Eres un escritor chato. Felicitaciones.
ResponderEliminarGracias, Lyliam; si supieras lo contento que me has dejado, je, je. Un cordial saludote.
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