Queridos todos, permitidme que os ofrezca otro de mis espeluznantes relatos, en la confianza absoluta de que será de vuestro agrado. Bien sé que estoy lejos de Saramago, Follet o Hemingway, pero no se me puede negar una cierta buena voluntad en mis humildes trabajos.
Creo yo.
Pues con mi buena voluntad y la vuestra unidas, disfrutemos lo que queda del fin de semana.
Hasta la próxima.
LA CRUDA REALIDAD
En el mundo de los negocios, en las más altas
esferas económicas, allí donde se concebían, gestaban y parían —con
incuestionable éxito— las más osadas operaciones de ingeniería financiera, le
conocían familiarmente como El Águila.
Nadie podía recordar cuándo había ganado su primer millón de dólares. Nadie era
capaz de cuantificar, con una cierta aproximación, su fortuna actual; ni las
empresas en ruinas que comprara por cuatro cuartos y, después de lavadas,
peinadas y maquilladas, otorgara al mejor postor, con beneficios incalculables;
ni las mujeres que habían sucumbido a su encanto personal y a sus regalos.
Era un triunfador, reconocido, admirado y
deseado en los ambientes más selectos. Ninguna fiesta podía ser considerada como
tal si no contaba con su presencia y, en contrapartida, aquéllos que no
recibían invitación para participar en las suyas pensaban seriamente en la
posibilidad del suicidio.
Sonrió complacido en el mullido y confortable
refugio del inmenso lecho adoselado, rozando suavemente con las puntas de los
dedos de su mano diestra la curvatura, tibia y suavísima, de la turgente nalga
femenina. Su esposa —su cuarta esposa— dormía boca abajo, desmadejada y
desnuda, apenas cubierta por los pliegues levísimos de la sedosa sábana, sin
duda agotada por la larga noche de placer que habían degustado en compañía de
Judith y de Samantha, buenas amigas de la familia y habituales copartícipes en
sus juegos de cama. Porque sus gustos, a la hora de amar, eran tan exigentes y
exquisitos como durante el resto de sus actividades cotidianas. Por el momento,
estaba contento con su joven, bella y fogosa compañera, que satisfacía todos
sus deseos sin discusión. ¿La amaba? Eso carecía de importancia. ¿Qué es el
amor? Al fin, don Juan Tenorio tenía toda la razón del mundo al decir aquello
de ...uno para enamorarlas, otro para
conseguirlas, otro para abandonarlas, dos para sustituirlas y una hora para
olvidarlas. De cualquier forma, las mujeres nunca fueron problema para él.
Sus tres queridas divorciadas vivían en suntuosas mansiones y gozaban de unas
rentas que colmaban con creces todos sus deseos. ¡El dinero obraba milagros,
je, je...!
Se levantó y cruzó desnudo el inmenso
dormitorio. James, su ayuda de cámara, le había preparado como siempre el baño
de sales y burbujas a veintisiete grados y medio. Se sumergió en la bañera
semicircular, disfrutando la tibia y relajante caricia del agua, mientras las
esferillas oxigenadas golpeaban con insistencia todas las partes de su cuerpo,
proporcionándole un masaje vivificante y continuo. Cuando salió del agua,
James, silencioso y eficiente, le envolvió en un amplio y blanco batín. El
desayuno estaba servido en la terraza, desde la que se contemplaba un
espléndido paisaje de jardines, bosques y colinas. Resultaba muy agradable
saber que todo lo que la vista podía abarcar era suyo, además de las cinco
suntuosas residencias, las doce villas y los treinta y cuatro lujosos
apartamentos que poseía a lo largo y ancho del planeta, entre otras bagatelas.
Tenía apetito aquella soleada mañana. James
le sirvió huevos escalfados y lomos de salmón al limón, con una copa de champán
francés. Le encantaba desayunar con una copa de champán. Finalizó con un café
largo, ligeramente cortado por unas gotas de leche.
Pasó después al vestidor, seguido por el fiel
criado, que escogió el atuendo deportivo más adecuado para la partida de golf
que su señor debía jugar aquella mañana con el senador Williams. El Rolls Royce esperaba ante la puerta
principal, con el motor en marcha. James introdujo la bolsa de cuero con los
palos de golf en el portamaletas y recibió instrucciones de comunicar a la
señora que el señor almorzaría en el Club, con el senador Williams, y que
estaría de regreso a las cinco, a tiempo para vestirse y dar los últimos toques
a la recepción prevista para aquella noche en honor de la delegación económica
de Canadá. James, según su costumbre, asintió en silencio, y no entró en la
mansión hasta que el automóvil se perdió en la primera curva, detrás de los
setos y del bosque de álamos, en dirección a la verja que rodeaba la propiedad.
Jugó doce hoyos con el senador y le dejó
ganar. Era un vejete de aspecto despistado y venerable, que podía ser tomado a
primera vista por el clásico abuelo de las películas sentimentales. Pero le
conocía bien. Williams era presidente de la Comisión de Urbanismo e Industria, frío como el
acero, inteligente muy por encima de lo normal, con una memoria equivalente a
la de tres manadas de elefantes y amante, a ultranza, de la Ley del Talión. Quien tuviera
a Williams por enemigo podía darse por perdido. Él no le temía. Además de
congeniar plenamente, estaban en el mismo barco. Williams era su brazo político
y él constituía la principal fuente de financiación de las campañas del
senador. Una perfecta simbiosis. Cuando caminaban hacia el restaurante del Club
de Golf, el senador le dijo que era un pillastre por dejarse ganar fallando
aquel golpe tan claro. Juró y perjuró que había fallado por no elegir el palo
adecuado, y ambos quedaron satisfechos. Durante el almuerzo —cóctel de marisco
del golfo de México, lubina braseada, langosta mediterránea a las finas yerbas,
regado todo con vinos blancos del Rin, por decisión del senador— charlaron
sobre asuntos triviales, pero aprovecharon la sobremesa para departir,
saboreando dos inmejorables Cohibas y
sendas copas de Curvoisier, sobre
algunos asuntillos pendientes que resolvieron con presteza. Al fin, sólo se
trataba de unos pocos cientos de miles de dólares. Se despidieron, como buenos
amigos que eran, poco antes de las cuatro, y retornó a la mansión familiar.
Nada más llegar, y antes, incluso, de saludar
a su esposa, revisó personalmente los entoldados instalados en los jardines,
delante del soberbio edificio de tres plantas y cincuenta y dos habitaciones que
era su residencia oficial, así como la piscina olímpica, la cubierta y la
climatizada. Sabía, por experiencia, que después de unas cuantas copas la gente
tenía tendencia a convertirse en Mark Spitz, terminando la velada en
improvisados concursos de natación, con ropa o sin ella, que cristalizaban a
veces en descomunales orgías. Todo ello, por supuesto, sin perder la compostura
y en el más absoluto de los secretos a voces. Informó al imperturbable y
omnipresente James —que se apresuró a cumplir las órdenes— de los detalles a
mejorar, y subió a sus habitaciones, entre saludos de camareros, doncellas y
limpiadoras.
Su esposa, embutida en un escotado y ceñido
vestido de noche rojo con bordados negros, recubierto de pedrería, parecía
brillar con luz propia mientras la doncella colgaba de sus pequeñas orejas los
enormes pendientes de diamantes y zafiros, a juego con la gargantilla y la
pulsera de cinco vueltas. Se besaron en los labios, comentando después,
brevemente, las escasas incidencias del día, y pasó al vestidor, donde ya
esperaba el inevitable James para ayudarle en la elección de camisa, frac y
zapatos.
Los primeros invitados llegaron,
puntualmente, a las siete y media: el cónsul de Francia y su despampanante
esposa. A partir de ese momento, y hasta las ocho, fueron recibiendo y
saludando a las cuatrocientas cincuenta personas que compartirían mesa y mantel
en los resplandecientes comedores, sobre cuyas mesas de roble de California,
perfectamente cubiertas por finas mantelerías de lino blanco, se alineaban las
vajillas de Sèvres, las cristalerías de Bohemia y las cuberterías de repujada
plata española. Una legión de impecables camareros pululaba entre los elegantes
caballeros y las engalanadas damas, portando bandejas con copas y canapés,
mientras el murmullo de las conversaciones iba aumentando paulatinamente. En el
exterior, la quietud de la glorieta empedrada se había convertido en un enorme
garaje, en el que competían, en brillo y tamaño, los Rolls Royce, los Mercedes,
los Porsche, los Cadillac, los Jaguar y
los Bentley.
Durante la cena, opípara y fastuosa,
amenizada por una orquesta de cámara que interpretó obras de Rachmaninov,
Dvorak y Debussy, conforme se calentaba el ambiente su temperatura también fue
subiendo, sobre todo después de intercambiar miradas con algunas preciosas y
desinhibidas damas, prometedoras de inmensos e insospechados placeres. Sugirió
prontamente a su esposa la posibilidad de invitarlas a compartir su lecho
aquella noche, y ella sonrió aceptando complacida. La velada no había hecho más
que empezar…
—¡Manolo! ¡Me cago en la puta! ¿Quieres hacer
el puñetero favor de dar la vuelta a esa tortilla? ¿No ves que se va a quemar y
que yo estoy dando el biberón al niño...? No sé qué pudo ver mi hija en ti,
desgraciado… Todo el día escribiendo chorradas, mientras ella se desloma para
ganar cuatro cuartos…
—¡Ya voy, joder!
El escritor, de mala gana, se levantó de la
desvencijada silla y se acercó a la cocina de butano, donde la tortilla de
patatas humeaba sobre la llama azulada. Colocó un plato de duralex encima de la sartén, volteando el contenido con dudosa
habilidad, mientras pensaba en que estaba hasta los cojones de su cuñada, de su
mujer, de su hijo y de aquella pocilga donde vivían todos juntos.
Pero, sobre todo, de aquella vieja chismosa y
maledicente que era su suegra.
¡Vieja bruja! ¡Algún día tendría que matarla!
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