Me complace someter hoy a vuestro criterio este relato escrito hace años, que creo mantiene -y mantendrá por mucho tiempo- el verdadero espíritu del ser humano. Ojalá que algún día la gente pueda preguntarse cómo fue posible que alguien concibiera tamaña gilipollez. Por el momento, creo que nadie se lo cuestionará. He ahí el problema.
“Tus acciones, así como
las acciones de
tus semejantes en general, te
parecen
importantes sólo porque has aprendido
a pensar que son importantes”
(Don Juan Matus a Carlos
Castaneda,
en “Una realidad aparte”)
El implacable despertador despertó
de su sueño rojizamente luminoso a las siete de la mañana, esparciendo
inmisericorde por el dormitorio los archiconocidos y machacones sones de una
cancioncilla de moda, de ésas que las tiendas de discos venden por cientos de
miles y que un mes más tarde están olvidadas, y, en consecuencia, Adán Bigworld
Munduhandi también despertó.
El
nuevo día penetraba en la habitación a lomos de los primeros rayos del sol de
junio, mientras los gorriones gorjeaban saludando a la mañana desde los árboles
del parque cercano.
Salió de entre las sábanas con
somnolienta desgana y se sentó en el borde de la cama, girando ligeramente
sobre sus posaderas para lograr que el pie derecho fuera el primero en tocar la
mullida alfombra (“es importantísimo levantarse con el pie derecho”, había oído
en algún sitio muchos años atrás) Su esposa, como todos los días, desparramó de
inmediato su redonda e inmensa anatomía para ocupar por completo la cálida
superficie que él acababa de abandonar (¡parece mentira lo que engorda la
propia esposa tras veinte años de matrimonio, y lo macizas y apetecibles que se
mantienen las ajenas…!)
Ya en el cuarto de baño, completó
una pequeña tabla de gimnasia, se duchó, se afeitó y se peinó. Medianamente
satisfecho con la imagen que le devolvía el espejo, retornó al dormitorio para
terminar de vestirse. Luego, pasó a la cocina y desayunó sus consabidas
magdalenas con mantequilla y su habitual taza de café con leche.
A las siete y media estuvo listo para
empezar la ardua jornada laboral.
Se despidió de su media naranja con
un casto beso en la frente, correspondido por la durmiente con un ronco gruñido
(cotidiano), y salió decidido a enfrentarse con los retos propios de su especie
y condición.
A bordo de su potente automóvil
despreció semáforos y pasos de peatones, cambió de carril sin encender
intermitentes, rebasó los límites de velocidad, compitió en todo momento por
ser el primero, puso en peligro su vida y las ajenas, insultó y fue insultado,
y llegó a su lugar de trabajo sin novedad pocos minutos antes de las ocho,
aparcando en la zona reservada para minusválidos que él mismo había ordenado
acotar.
A las ocho en punto (¡qué tetas
tiene Mari Pili y qué culo Graciela…!) se enfrascó por completo en el
cumplimiento del deber. Cientos de importantes asuntos requerían su inmediata
atención.
Lo primero que hizo fue revisar el
cierre del día anterior y comprobar que cuadraba al céntimo. El mecanismo de
relojería de la caja fuerte funcionó sin problemas, y todo quedó listo para
atender a los clientes en sus reintegros e ingresos. Satisfecho, izó una a una
con el polipasto las pesadas planchas de acero y las fue introduciendo en la
prensa para transformarlas en compactas carrocerías, que pasaron después al horno
de pintura y más tarde al secadero y a la línea de montaje. Luego, en la
cadena, comprobó seis mil tornillos y revisó dos mil soldaduras, enjugándose de
vez en cuando el sudor con la sucia manga de su mono de trabajo. Se enfadó
mucho cuando el responsable de transporte internacional le dijo que tardarían
un par de horas en cargarle, y más aún cuando llegó al supuesto destino y le
informaron de que aquel material debía ser entregado en una factoría situada a
doscientos kilómetros de distancia.
Así que, malhumorado y rencoroso,
ordenó la limpieza de fondos del buque sin preocuparle lo más mínimo las
consecuencias, atento únicamente a no ser detectado por los guardacostas.
Vertieron al mar unas veinte toneladas de una mezcla sucia y maloliente
compuesta de gas-oil, ácido clorhídrico, fosfato tricálcico y sosa, y enseguida
comprobaron divertidos cómo decenas de plateados peces, de todas las especies,
empezaban a flotar inmóviles y panza arriba en la verdosa superficie del mar.
Eso sí, las entrañas del navío quedaron como los chorros del oro.
Animado por esta experiencia, y
previo interesado y suculento compadreo con las autoridades locales, ordenó que
anclaran la enorme plataforma petrolífera frente a una de las playas más
limpias y hermosas de la costa occidental, y, con el fin de aprovechar al
máximo los recursos disponibles (“ya saben ustedes que este año la demanda de
energía superará en un cinco por ciento a la del anterior…”), construyó en el
extremo norte de la inmaculada playa una central nuclear capaz de generar
tropecientos mil megavatios-hora.
—Nos garantiza usted que la
seguridad está garantizada, ¿verdad? —dijeron los prebostes ligeramente
preocupados, aunque dispuestos a cooperar por el bien común después de
comprobar el notable incremento de sus cuentas corrientes.
—Por supuesto, amigos; por supuesto…
Todas las instalaciones cumplen las normas DIN 475657/13, ISO l3l3l3/l4l4 y UNE
2100XR32, y los parámetros de impacto ambiental han obtenido el visto bueno de
la Comunidad Económica Europea.
—¡Ah!, pues siendo así…
Fue una verdadera lástima que la
válvula principal dejara de funcionar cuando más necesaria era, y que, en
consecuencia, dos millones de litros de petróleo convirtieran la costa en un
lodazal nauseabundo y betunoso. Menos mal que los bañistas pudieron
desprenderse rápidamente de aquella segunda piel negra que acaban de adquirir,
gracias al benefactor impacto de las radiaciones alfa, beta y gamma (entre
otras) procedentes de la explosión del reactor nuclear de la cercana central,
que dejó sus huesos blancos como la nieve y sus almas listas para entrar
agradecidas en el Más Allá.
Pero
algunos pequeños contratiempos no podían ni debían paralizar la necesaria
actividad económica. Es imprescindible generar riqueza que genere nuevos
puestos de trabajo que generen más riqueza para que ésta genere más puestos de
trabajo. Adán se puso de nuevo manos a la obra y prosiguió la tala
indiscriminada de cuatro mil hectáreas de selva virgen en la Amazonía,
exterminando de paso a media docena de tribus indígenas, que tuvieron de este
modo su primer y último contacto con el hombre blanco, y contaminando y
destrozando los cauces naturales de unos cuantos ríos en busca y explotación
del codiciado e imprescindible oro.
Poco después ganó cinco millones de
dólares negociando valores en la bolsa de Nueva York, y estuvo a punto de
suicidarse cuando, por causa de un imprevisto movimiento especulativo, perdió
hasta las pestañas. No obstante se rehizo con prontitud, pues era hombre
extraordinariamente dotado para los negocios y netamente emprendedor, y
presentó su colección de lencería en la plataforma Manueles (televisado en
directo por las principales cadenas), obteniendo un notable éxito. Todas las
modelos, con sus cuerpecitos delgaduchos de andar cimbreante y extraño y tetas
gordezuelas, mostrando pezones y aréolas a través de los sugestivos sostenes, y
con aquellos culitos rollizos y respingones apenas maculados por los diminutos
tangas, fueron muy aplaudidas.
Acto seguido, autorizó la caza
masiva de ballenas a los japoneses —“sólo en cumplimiento de misiones
científicas”—, procedió al ensamblaje de la Estación Espacial Internacional
(I.S.S.) —un paso muy importante en la conquista del espacio y definitivo para
las próximas expediciones a Marte—, echó un vistazo a los confines del universo
conocido a través del telescopio espacial “Hubble”, quemó doscientas hectáreas
de bosques en Galicia con el fin de propiciar verdes pastos que satisficieran a
pastores y ganaderos en general, y emitió un informe psiquiátrico que permitía
la excarcelación de un peligroso narcotraficante.
Almorzó en la cafetería de la
esquina, como siempre. El menú del día resultaba muy aceptable en su relación
calidad/precio y las raciones eran abundantes. Comió muy a gusto, porque ya es
sabido que el trabajo abre el apetito, igual que el campo, y retomó la labor a
primera hora de la tarde, después de saborear un café bien cargado (para estar
despejado) y rechazar la copa que le ofreció el servicial camarero (“el alcohol
y el tabaco son perjudiciales para la salud, ¿sabe usted”)
Poco después de las tres, lanzó, en
nombre de Alá, varios aviones cargados de explosivos sobre diferentes y
notables edificios de todo el mundo; proclamó la guerra santa contra los
infieles; excomulgó masivamente a eutanasistas y abortistas; condenó y decretó
el amor libre como origen de la perdición del hombre y supremo ejercicio de la
libertad individual, respectivamente; sembró de minas las principales
carreteras de una docena de países subdesarrollados, y, en nombre de la
democracia y de la libertad, ordenó a los B-52 el bombardeo masivo de
Afganistán y colocó bombas-lapa en los bajos de varios automóviles, cuyos
dueños resultaban notoriamente sospechosos de ser fascistas y reaccionarios. A
punto estaba de firmar el Protocolo de Kioto, en orden a mitigar el cambio
climático y salvaguardar el medio ambiente, cuando una llamada de más altas
instancias le hizo ver la necesidad de proponer un plan alternativo a
desarrollar en los próximos veinticinco años, con lo que se quitó de encima
tamaña preocupación y no firmó, a pesar de que la Antártida se estaba
fragmentando como el parabrisas de un coche después de recibir un martillazo y
el Polo Norte tuviese menos superficie que un helado de nata.
Durante la última parte de su jornada
de trabajo practicó cuarenta y ocho liposucciones, trescientos implantes de
mamas, doscientas mastectomías y dos ortodoncias; ofreció varias conferencias
sobre las terribles consecuencias de la anorexia y la bulimia, así como un
seminario sobre el hambre en el mundo; dirigió tres expediciones arqueológicas;
pintó un mural de cien por veinte al que tituló “El hombre alcanzando la
libertad”; hizo que una becaria le realizara la felación de las cinco y veinte;
proclamó la constitución de un orden nuevo basado en la globalización (¿); juró
que aquélla sería la madre de todas las batallas; organizó una completa red de
pederastas en Internet y dirigió personalmente la brigada policial que combatía
este tipo de delitos; maltrató a catorce mujeres y ordenó lapidar a tres de
ellas según las leyes del Corán; creó y
supervisó “El gran mengano”, “Confianza Cegata” y “Operación Éxito”
—participando, también, como concursante—, y finiquitó sus obligaciones
conduciendo el autobús de la línea 13.
Agotado, pero satisfecho, a las seis
en punto de la tarde retomó el camino hacia la confortable calma del hogar, con
el mismo ceremonial automovilístico que por la mañana. Su rolliza esposa le
estaba esperando en el saloncito, frente al televisor, con aquel rostro redondo
y resplandeciente rebosante de felicidad, el protocolario beso en los labios y
el botellín de cerveza sobre la mesita. Así permanecieron, el uno junto al
otro, comentando apasionadamente los múltiples e interesantes consejos
publicitarios que se les ofrecían, salpicados de forma inexplicable por
minúsculos fragmentos de anodinos programas. A eso de las nueve y media
despacharon una frugal cena (“no es nada sano acostarse con el estómago
lleno”), y a las once se metieron en la cama dichosos y realizados como todos
los días.
Ella se quedó dormida al instante.
Adán permaneció todavía despierto
durante algunos minutos, mientras el sueño iba venciéndole poco a poco, y cayó
en brazos de Morfeo con una sonrisa en los labios, feliz por haber completado
una jornada absolutamente trascendental e histórica.
Sin darse cuenta, un día más, de que
estaba más muerto que los dinosaurios...