EL FILÓSOFO DE VÍA ESTRECHA
Cristóbal Trespaderne Jaramillo no era nada. Bueno, era una persona normal, dando por supuesto que los habitantes de este zarandeado planeta puedan ser calificados de esa forma. Pertenecía al grupo de los sin fama, sin dinero y sin poder. A la mayoría silenciosa. Temblaba cuando llegaba la época de presentar la declaración de la renta en las oficinas de
Utilizaba una pequeña parte de las dos horas restantes —media hora, minuto más o menos— en alimentarse, y el resto —causa de su perdición— en leer, en pensar, en filosofar y en escribir, sobre todo poesía. Era una poesía triste y melancólica, con ramalazos incontrolados de odio y de furor hacia el mundo en general, y hacia su propia e inconmensurable desgracia en particular. Era el tipo de poesía que escribiría un perro apaleado al que los años y los golpes hubieran arrancado uñas y dientes.
Habría regalado su alma al diablo por ser escritor, pero era consciente de que, dentro del inacabable conglomerado de sus sueños y deseos imposibles, aquél era, precisamente, el más irrealizable. Intuía que el escritor debe ser capaz de resurgir de sus propias cenizas; de reverdecer, como yerba de primavera desde la tierra carbonizada por el fuego solar; de sobreponerse a sus propios dolores y miserias para verterlos, convenientemente transformados, en agua vivificadora de espíritus sedientos. Y él, sencillamente, no podía hacerlo. Ni era capaz de superar sus propias y subjetivas limitaciones, ni su forma de vida contribuía en modo alguno a excitar sus afanes creativos. Prefería compadecerse de sí mismo y pergeñar poemas con versos y más versos, sin preocuparse de ritmo o rima pero, eso sí, despotricando contra todo y contra todos. Era su válvula de escape.
A pesar de todo, era capaz de pensar.
Y, en consecuencia, de cuestionar.
En el desprecio que sentía por sí mismo y por su innata cobardía, se enraizaba profundamente el que sentía por el resto de la sociedad. Ese sentimiento constituía su escudo y su defensa contra la vulgaridad del día a día. Era lo único que le diferenciaba de los demás, de la masa; su propia señal de identidad en medio del grandioso rebaño de descerebrados borregos. ¡Estaba convencido de que era una mierda! ¡Pero él lo sabía! Los demás, que vociferaban en los campos de fútbol, o vitoreaban a grupúsculos musicales inclasificables, o clamaban en defensa de ideas políticas ajenas, o babeaban sobre las rojas alfombras de terciopelo tendidas para acoger el majestuoso desfile de la nobleza, no lo sabían.
¡Esa era su gran diferencia!
Y estaba orgulloso de ella.
De vez en cuando, sus sentimientos, sus frustraciones, sus desdenes, quedaban condensados y materializados en frases axiomáticas que anotaba cuidadosamente en un cuaderno de hojas cuadriculadas. Aquellos pensamientos escritos eran la expresión de su particular filosofía. Gracias a ellos se consideraba un filósofo. De vía estrecha, bien, pero filósofo al fin. Prefería autoclasificarse como de vía estrecha antes de que lo hicieran los demás, por si algún día —por esas vueltas tan extrañas que da la vida— sus Pensamientos durante el Afeitado —así los denominaba— salían a la luz pública. No era muy probable que sucediera, pero nunca se sabe. Al fin, ¿quién era Cristóbal Trespaderne Jaramillo frente a insignes personajes, universales pensadores, como Kant, Schopenhauer o Engels?
A nadie leía sus poemas. Con nadie compartía sus Pensamientos.
Pero un buen día, ojeando el diario, encontró un anuncio que le interesó sobremanera: "¿Quieres formar parte de un grupo de creación artística y literaria? Acude a la reunión preliminar que se celebrará en la cafetería Los Galgos el próximo viernes, a las siete de la tarde."
Si algo necesita un filósofo poeta es dar a conocer su obra e intercambiar puntos de vista con otros intelectuales.
Así que se presentó en la reunión a la hora fijada.
Unas cuarenta personas de ambos sexos, de toda edad y condición, habían acudido a la llamada igual que él.
No conocía a nadie, pero en pocos minutos se rompió el hielo y empezaron a diseñar un plan de acción en el que destacaban numerosos proyectos culturales, desde publicación de poemas y relatos hasta representación de obras teatrales.
El incipiente grupo creativo acordó, por unanimidad, reunirse todos los viernes para continuar avanzando hacia metas comunes.
Y así lo hicieron.
Pasaron varios meses y Cristóbal era casi feliz. A pesar de que no congeniaba con algunos de sus compañeros, había encontrado muchas almas gemelas con las que compartir inquietudes y poemas, y esperaba con impaciencia la llegada del viernes para escuchar los trabajos ajenos y leer los propios. Hasta creía percibir un cierto halo de admiración en torno suyo, lo que le proporcionaba una agradable sensación de orgulloso bienestar.
Dentro del grupo coexistían todas las tendencias artísticas, desde poetas y novelistas hasta bailarines y coreógrafos, pasando por pintores, guionistas y animadores de calle.
Cierto día, uno de los miembros más inquietos, muy relacionado con los ambientes culturales de la ciudad, abrió la reunión con una noticia que les pareció fantástica:
—El Concejal de Festejos me ha preguntado si podríamos montar una representación para las fiestas del barrio. Le he dicho que sí.
—¡Bien! —gritaron todos.
—Quiere que sea algo diferente; algo que llegue al público. No la función de teatro habitual, con tres actos y telón.
—¡Estamos a las puertas de la gloria! —exclamó uno.
—¡La fama nos reclama! —proclamó una morenita muy graciosa.
—¡Gracias, Musas, por haber escuchado nuestras súplicas! —oró un tercero.
—¿Qué es lo que vamos a hacer? —preguntó Cristóbal, obligándoles a poner los pies en el suelo.
A partir de aquel instante la actividad fue frenética. Carecían de instalaciones y de dinero, pero les sobraban ideas. En poco más de dos horas consiguieron establecer un programa de actuaciones más que satisfactorio. Danzas, recitales y música constituían el grueso del espectáculo. Fulgencio, un chaval delgadito y muy despierto, que estudiaba en
—Sólo me preocupa una cuestión —dijo Fulgencio. Y, ante la mirada inquisitiva de sus compañeros, prosiguió—: La representación no se hará en un teatro, como sabéis, sino en el auditorio del parque, al aire libre. Por tanto, no habrá telón. Me gustaría hacer algo para entretener al público entre cuadro y cuadro, mientras los actores se cambian de ropa o preparan los instrumentos. Algo que dé solución de continuidad al espectáculo.
—Puedo salir yo y leer mis Pensamientos filosóficos —intervino Cristóbal—. Algunos son muy divertidos.
—¿No nos apedrearán? —observó una pelirroja pecosa de largas trenzas.
—¡Joder!, no creo —replicó Cristóbal—. Uno es humilde pero tiene su pizca de calidad.
—Nada, nada; está hecho —dijo Fulgencio—. Es lo más adecuado. Pero selecciona los mejores, ¿eh? ¡Que te conozco!
—Todos mis Pensamientos durante el Afeitado son ardientes dardos lanzados al corazón de la muchedumbre —afirmó, entre jocoso y soberbio, Cristóbal, el filósofo de vía estrecha.
—A ver si se van a quemar —dijo un chungo.
Comenzaron los ensayos el viernes siguiente y, poco a poco, la obrita fue tomando forma y ellos ánimos. Hasta que quedaron francamente satisfechos.
Así llegó la noche del debut.
El auditorio público era un semicírculo de hormigón con doce filas de asientos formando escalera y un pequeño escenario cerrando el perímetro. Cristóbal estimó su capacidad en unas seiscientas personas, y estaba casi lleno. De lejos, llegaban los sonidos de las atracciones de feria, instaladas en el barrio para divertimento de chicos y grandes, pero no resultaban molestos. La noche, veraniega, cálida y estrellada, les era totalmente propicia.
A las once en punto, como estaba anunciado, el propio Fulgencio, el guionista, subió al escenario para hacer la presentación, siendo acogido por una gran salva de aplausos que agradeció con una graciosa reverencia.
—¡Señoras y señores; amigos todos: El grupo de creación artística Casco Viejo tiene el honor de presentar ante ustedes su espectáculo Inspiración y Armonía! ¡Esperamos que resulte de su agrado! ¡Muchas gracias por su asistencia!
Atronador aplauso mezclado con silbidos de ánimo.
El primer número fue una danza autóctona, ejecutada por seis chicas del grupo, que se movieron ágilmente por el escenario a los sones de flautas y tamboriles.
Se retiraron entre grandes aplausos y entonces, disfrazado con una enorme barba negra, unos anteojos de alambre y un sombrero hongo, Cristóbal realizó su primera aparición en escena. Con voz exageradamente gutural, recitó:
—Prefiero los amores que matan, a los que dejan parapléjico y descerebrado.
Y al público le encantó.
Aplaudieron y silbaron a rabiar, hasta que una poetisa ocupó el escenario para recitar una encendida oda, que glosaba la entrega de los amantes y el dolor de la ausencia en una noche de luna llena.
Después, Cristóbal retornó, triunfante:
—Educación es ese cúmulo de exquisitos modales que exhibimos cuando nuestro interlocutor es más fuerte que nosotros.
Unos se lo tomaban a chirigota y otros en serio, pero todos jalearon su intervención.
Tras un sugerente y emotivo número de expresión corporal, ejecutado por Marixa, Anabel y Marga, Cristóbal enfatizó:
—¿A qué viene tanto escándalo?: ¿qué es una prostituta, sino una profesional que nació con sus herramientas de trabajo pegadas al cuerpo?
Se había metido al público en el bolsillo. Cuando bajó del escenario, sus compañeros le palmearon la espalda, haciendo comentarios elogiosos.
Uno de los más jóvenes miembros del grupo recitó, con calor y apasionamiento, el monólogo de Hamlet, príncipe de Dinamarca, y su interpretación fue muy bien recibida por el respetable, pero era evidente que el personal ya no tenía ojos y oídos más que para el tipo de la barba y del sombrero hongo. Le ovacionaban apenas ponía el pie sobre el escenario.
Y Cristóbal, henchido de satisfacción, siguió desgranando, entre actuación y actuación, sus personales Pensamientos durante el Afeitado:
—Cuando la masa es obediente y servicial recibe el apelativo genérico de "patriotas"; cuando actúa fuera de control, exigiendo sus derechos, se la denomina "populacho".
—Todo hombre es libertador y carcelero de sí mismo.
—Si la muerte es el final del camino, ¿a qué preocuparse en afanes y deseos vanos?; si no lo es, ¿a qué preocuparse en vanos afanes y deseos?
—Decir que todos los hombres nacen iguales es una estupidez; impedir que sean verdaderamente iguales, es un crimen.
—Es absolutamente imprescindible que vuestra mente esté siempre ocupada. Si así no fuera, podríais llegar a pensar.
—Cuando a la calle no quiere salir el gato, o abrasa el sol o hay frío para rato.
Grandes risotadas.
—Aquella señorita ligaba menos que una monja de clausura dentro de un armario.
El público se desternillaba.
—Servidor liga menos que Jeremías Johnson en una ventisca.
Se tronchaban.
Le pareció que era demasiada broma y retomó la línea seria.
—No intentes erigirte en líder de
—¡Es un filósofo barato! —decía uno del público.
—¡De vía estrecha! —ratificaba otro.
—¡Es un genio! —contraponía un tercero.
—¡Es un tío cojonudo! —elogiaba un cuarto.
Después de la interpretación a la guitarra de un fragmento de Noches en los Jardines de España, Cristóbal recitó:
—Los habitantes de Africa tienen muchos problemas pero, gracias a Dios, el de la obesidad no está entre ellos.
Como colofón, todos los miembros del grupo interpretaron a coro una conocida canción popular, pero el público, entusiasmado, quería más.
—¡El del bombín! ¡Que salga el del bombín!
Chillaban, silbaban, pataleaban y no parecían tener intención de abandonar el auditorio, así que el presentador, sonriendo de oreja a oreja, anunció:
—¡Con todos ustedes, y como final de nuestro espectáculo, Cristóbal Trespaderne…!
Cristóbal, creyendo que se marchaban a casa, se había quitado la barba, las gafas y el sombrero, y subió al escenario algo trémulo con sus folios en la mano.
Fue recibido con una ovación de antología.
Una vez hecho el silencio, leyó, con voz perfectamente entonada:
—No pienses; no protestes; no cuestiones; no dudes: el Estado es tu padre y
—¡Otro…; otro…; otro...!
—En los países totalitarios no hay libertad de expresión; no está permitido decir lo que se piensa. En los democráticos, todas las personas pueden decir lo que piensan, pero nadie les hace ni puto caso.
—¡Otra…; otra…; otra...!
—La esperanza es un íntimo sentimiento que nos lleva a creer que lo peor ha pasado y lo mejor está por llegar; el miedo es el sentimiento que se genera en nuestro interior cuando la perdemos al pensar que la muerte es el fin de todo; el buen humor es el resultado de considerar lo anterior como una sarta de estupideces.
—¡Mucho…; mucho…; mucho...!
—Desgraciadamente, los progresistas de hoy están condenados a ser los nostálgicos de mañana.
—¡Bravo! ¡Muy bien!
—Dadme un punto de apoyo y no sólo moveré el mundo, sino que lo haré rodar hasta el vertedero más próximo.
—¡Torero…; torero…; torero...!
—Me preocupo especialmente cuando un organismo oficial me pide calma y tranquilidad, y me aconseja que no me preocupe.
—¡Olé!
—El ejercicio de la política empieza con la adhesión personal a ideas o principios inquebrantables; prosigue con la defensa a ultranza del mejor proyecto, del líder indiscutible y de unas vulgares siglas, por este orden, y termina en una carrera desenfrenada por satisfacer los propios intereses. Todo ello, en el nombre y para bien del pueblo.
—¡Olé!
—Las ovejas que encabezan el rebaño no suelen ser las más inteligentes, sino las más codiciosas.
—¡Olé!
—¿Hay que cambiar al mundo para que viva el hombre, o hay que cambiar al hombre para que viva el mundo?
—¡Olé!
—No es cierto que la esperanza sea lo último que se pierde; lo último es el autobús.
Carcajada general, ovación y nuevos gritos de ánimo.
—Es posible que el hombre que entrega su propia vida en defensa de la libertad sea un estúpido idealista, pero el que es capaz de matar en nombre de esa libertad es un mentiroso asesino.
Un tipo corpulento, de mediana estatura y larga cabellera, vestido con pantalón vaquero y cazadora de cuero, saltó desde la tercera fila y se dirigió velozmente hacia el escenario. Gritaba como un poseso:
—¡Es el diablo! ¡Es el diablo!
Algunos callaron, sin comprender lo que sucedía. Otros jalearon la intervención.
El hombre de la cazadora de cuero estaba ya sobre el escenario.
—Perdone, pero aún no he terminado... —empezó a decir, amablemente, el satisfecho Cristóbal.
El hombre de la cazadora de cuero sacó una escopeta de cañones recortados, oculta hasta entonces debajo de la cazadora de cuero, y descargó los dos cartuchos sobre el desprevenido Cristóbal, que se partió por la mitad como segado por una invisible guadaña. Cayó sobre el escenario, chorreando sangre, mientras en su boca se mezclaba el dulzón sabor del rojo líquido vital con el de las mieles del efímero triunfo.
¿Efímero?
El hombre de la cazadora de cuero siguió gritando, en medio del escenario, mientras la gente huía aterrada:
—¡Era el diablo! ¡Era el diablo! ¡Muerte a las sectas! ¡Viva la libertad!
Cristóbal intentó articular unas últimas palabras de agradecimiento hacia su matador, con los estertores de su breve agonía. Quiso decirle que le había convertido en un verdadero filósofo, en un mártir de sus ideas; que ya no se sentía un filósofo de vía estrecha, sino un pensador capaz de conmover a las masas con su ideario. Pero sólo pudo expirar, arrojando una postrera bocanada de sangre.
En pocos minutos pasó del anonimato a la gloria, y de ésta a la posteridad.
¡Y es que la vida tiene cada cosa...!
Úndivé me valga!...
ResponderEliminarTe debo tres "leuros"!...
Como siempre, me encanta tu genio, tu ingenio, tu humor y esa ironía que, me hace sonreír con su trasfondo verídico...(Y, palabra de amor, que estos días lo preciso)
Abrazo enorme, mi querido y admirado amigo.
Siempre:
María.
María, que es un gustazo tenerte por aquí, como siempre. Espero que las cosas se vayan enderezando y puedas sonreír continuamente. Gracias mil.
ResponderEliminarHe leído con placer.
ResponderEliminarY les dejo a ti y a María un enorme abrazo.
María del Carmen.
He leído encantada.
ResponderEliminarLes dejo a ti y a María un enorme abrazo.
Mucha salud.
Gracias mil, María del Carmen. Una gran sorpresa y un verdadero placer verte por mis humildes líneas. Abrazotes.
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