Como supongo que algunos de vosotros sabréis leer, y, además, no tendréis nada que hacer durante este fin de semana, aquí os dejo uno de mis relatos para que paséis el rato lo mejor posible.
No hace falta que me lo agradezcáis; con enviarme un cheque por 500 euros (cantidad mínima), me doy por satisfecho.
NOTA: No autorizado para menores de 18 años. Estáis avisados.
VIOLACIÓN FRUSTRADA Y VOLUNTARIA ENTREGA DE JUSTINA C.
Su nombre completo era Justina Caleruega Valmoral, pero he preferido poner sólo Justina C. en el título porque queda como más sugerente y misterioso, ¿no?
Bueno, pues a lo que iba...
Justina era una mujer de Concha y Sierra; un monumento con faldas y un milagro ambulante. A su paso, los mudos prorrumpían en aullidos lobunos, y los octogenarios tetrapléjicos saltaban de sus sillas de ruedas como los comandos desde la lancha de desembarco, y corrían tras ella poseídos por ardores casi olvidados en la noche de los tiempos.
Alta, morena, de larga y sedosa melena negra, pechos desafiantes y rotundos, rojos labios gordezuelos y espectaculares caderas, Justina era, además, una mujer de carácter.
—Yo, a buenas, lo que sea, ¿eh?, pero a mala hostia no me gana ni mi padre. ¡Que conste!
¡Vaya si constaba!
Había llegado a la gran ciudad desde un pueblo del sur, con la idea de labrarse un porvenir honrado en la industrial local y, a pesar de su escasa cultura —justo sabía leer, escribir y las cuatro reglas, aunque la división se le daba bastante mal—, gracias a su inmenso tesón pronto consiguió un puesto de simple obrera en una fábrica de baterías de cocina y similares, pomposamente denominada Manufacturas Metálicas y de Aluminio para Hogar y Hostelería, S.A. (MMAHHSA), aunque todo el mundo la conocía como Porcelanas. Inicialmente, la plantilla estaba compuesta por cuarenta y dos personas, incluidos jefe de personal y gerente, pero poco a poco la empresa fue creciendo y ahora, después de quince años de servicio ininterrumpido, a sus treinta de edad, Justina era flamante encargada de la sección de esmaltado final, con treinta y seis chicas a su cargo y un jornal que le permitía vivir como una reina en compañía de su marido, Desiderio Benjamilla Chiquirrín.
Y eso que Justina, tras cuatro años de matrimonio, empezaba a estar hasta el mismísimo gorro de Desiderio.
Le había conocido en una sala de fiestas, alto, guapo, limpio e impecable, y un poco por lo sola que se encontraba y otro poco porque Desiderio era un mozo apetecible, que se presentó como perito industrial, rama electrónica, las cosas fueron a más, hasta acabar en el altar. Luego resultó que Desiderio era un simple oficial de tercera, pero esa sería otra historia.
Durante los primeros meses la relación fue viento en popa; a veces, quizás, con demasiado viento. Porque Justina era una mujer de trapío, ardiente como un volcán, y Desiderio la satisfizo siempre, en todo lugar y con creces. Hasta que empezó a comportarse de forma extraña. Unas veces quería atarla a la cabecera de la cama; otras, azotarla con una fusta; algunas, quemarle los pezones con cera derretida. Un día intentó taladrar sus labios mayores con una anilla "para estar seguro de que eres sólo mía".
—Hasta aquí hemos llegado, macho —le dijo ella, saltando de la cama en pelota picada—. Si no eres capaz de joder como un hombre —Justina era bastante bruta—, búscate por ahí una que sea tan animal como tú.
—Pero, mujer, si es que en la variación está el gusto...
—Pues para variar puedes empezar por quemarte tú el pijo, chaval.
Desde entonces solían mantener relaciones más o menos cada quince días y en la postura del misionero, para salir del paso y sin permitirse ninguna otra variación sobre el tema.
Justina estaba segura de que su marido obtenía fuera de casa lo que ella le había negado, pero no le importaba. Sabía que su relación se acercaba inexorablemente al final y prefería que las cosas vinieran por sí mismas. Eso sí, cada día daba gracias al Cielo por no haberse quedado embarazada de aquel imbécil.
Eran las nueve de la noche de un cálido viernes de julio. Justina controlaba con rigor el proceso a su cargo, comprobando que las piezas entraban a los hornos perfectamente barnizadas y pasaban a las secciones finales de control de calidad y envasado sin interrupciones. Se observaba, a pesar de que el trabajo no se detenía en ningún momento, un ambiente más distendido que en otras ocasiones. El fin de semana y la cercanía de las vacaciones de verano contribuían, sin duda, a crear un clima laboral relajado. La operación de barnizado era semiautomática, y algunas operarias, sin dejar de prestar atención a la producción, charlaban excitadamente. Justina, que se llevaba muy bien con sus subordinadas sin detrimento de su autoridad, se acercó al pequeño grupo.
—A ver, niñas, ¿qué pasa? Que se está alborotando el gallinero…
—¡Ay!, doña Justi —dijo una morenita pecosa, envuelta como todas en la preceptiva bata gris—, ¿no se ha enterado usted?
—¿De qué me tengo que enterar, hija mía?
—¡Que anda un violador suelto, doña Justi! —informó, con expresión asustada, una chica larguirucha.
—¿Un violador? ¡Pues sí que estamos buenas! Los violadores existen desde que existe el hombre. No me vais a decir que tenéis miedo, a estas alturas.
—Pero éste actúa por aquí, jefa; por la zona industrial —dijo la morenita—. El lunes de la semana pasada atacó a una chica de la fábrica de bicicletas, y el miércoles de ésta a Julita, una de embalajes, que está la pobre que no se tiene en pie todavía.
—Y, ¿qué le hizo?
—¡Imagínese usted!
—Dicen que se ha tirado ya a más de una docena —intervino una pelirroja de nariz respingona, que llevaba un llamativo pañuelo de lunares anudado sobre la frente, estilo Carmen Miranda—. Yo no me atrevo ni a abrir la puerta de casa.
—Vamos, vamos, que ya sois mayorcitas —tranquilizó Justina—. Supongo que la policía no tardará en echarle el guante pero, de todas formas, lo que tenéis que hacer es no andar solas por lugares poco frecuentados y de noche. Y recordad que la mejor solución es una buena patada en los cojones.
—Sí, eso se dice muy fácil —protestó la pelirroja.
—¡Ay!, hija, pues llegado el caso lo haces, o te violan. Tú misma. Y ahora, a trabajar, que hay que terminar esta partida.
A las diez en punto sonó un timbre y la cadena de producción se detuvo automáticamente. Todas las operarias abandonaron sus puestos, en medio de una monumental algarabía, y se dirigieron presurosas hacia los vestuarios.
Justina, consciente de su responsabilidad, efectuó las últimas revisiones, comprobando que la sección quedaba en perfectas condiciones para reiniciar el trabajo a las seis de la mañana del lunes. Desconectó una por una las máquinas y observó con atención termómetros y manómetros, niveles en depósitos, existencias de barnices y materiales de entrada y salida. Cuando se aseguró de que todo era correcto, oprimió el interruptor general y la nave quedó en penumbra, iluminada únicamente por las luces de emergencia.
Eran las diez y media.
Se dirigió al vestuario caminando sin prisa por el solitario pasillo. La fábrica estaba silenciosa. Al acercarse a las duchas pudo escuchar el inconfundible sonido del agua golpeando sobre la pileta de porcelana. ¡Siempre había alguna descuidada que se dejaba el grifo abierto!
Como habitualmente, sobre todo los fines de semana, era la última en salir.
Hacía mucho calor y estaba empapada en sudor, por lo que decidió darse una buena ducha. Disponía de todo el tiempo del mundo. Desiderio estaría por ahí, haciendo de las suyas, y todo su plan para la noche del viernes era cenar ligeramente, ver cualquier aburrido programa de televisión y dormir desazonada sin tener sueño.
A un par de metros de la puerta de las duchas comenzó a soltarse los botones de la bata, sin reparar en el hombre que la contemplaba divertido desde el vestuario masculino.
—¡Sigue, sigue, que estoy deseando ver el espectáculo! —animó el espectador.
Justina se sobresaltó, cerrando de inmediato su escote.
—¡Joder, Javier, qué susto me has dado! Creía que estaba sola y apareces como un fantasma.
—Yo también soy encargado, guapa, y tengo las mismas obligaciones que tú. Y también salgo tarde los viernes, ¿qué te crees?
Javier era un muchachote alto y fuerte, de pelo ensortijado y rubio, compañero y amigo de Justina desde hacía muchos años. Justina sabía sin lugar a dudas que el hombre bebía los vientos por ella y —en absoluto secreto— le correspondía, pero no estaba dispuesta bajo ningún concepto a mantener una aventura extraconyugal. Se trataba de una cuestión de principios.
—No digo nada, Javier, majo —dijo ella, sonriendo—. Son las ventajas e inconvenientes de ser encargados. ¿Ves?: salimos más tarde pero podemos ducharnos tranquilamente.
—Y hasta en la misma ducha —respondió él, avanzando unos pasos.
—¡Qué más quisieras! —rió Justina, corriendo hacia el interior de la zona femenina.
Desde el umbral, llegó la voz de Javier:
—Un día no me voy a poder aguantar y te voy a comer viva, de arriba a abajo.
—¡Ya será menos! —respondió divertida y ligeramente excitada, ya bajo el acariciante chorro de agua tibia.
—¡Voy a entrar y te voy a exprimir las tetas como si fueran dos limones!
—Inténtalo y toco la alarma. Pero, ¿por quién me has tomado? Y cuidado con esas palabras, ¡desgraciado!
—Perdona, mujer, pero si es que me tienes loco. Ya lo sabes.
—Pues a ver si te entra la cordura, que falta te hace. ¡Hale!, déjame en paz y hasta el lunes.
—¿Quieres que te lleve a casa?
—Prefiero ir dando un paseo. Estaré más segura.
—Como quieras.
Y Justina escuchó sus pasos alejándose por el pasillo hacia el exterior de la fábrica. Minutos más tarde percibió, también, el ruido del automóvil perdiéndose en la distancia.
Salió de la ducha; se secó, vistió, peinó y maquilló ligeramente, y se dirigió hacia la conserjería, paso obligado para alcanzar la calle.
—Hasta el lunes, Vicente —saludó al hombre de la gorra-plato, bajito y gordezuelo, que hacía guardia en el interior de la garita acristalada.
—Adiós, Justina.
Podía sentir los ojos del vigilante acariciando sus nalgas mientras caminaba calle abajo. ¡Baboso de mierda!
La zona industrial estaba bien iluminada, aunque el tráfico de vehículos era escaso y el de viandantes prácticamente nulo. No es que tuviera especiales deseos de llegar pronto a casa, pero tampoco le apetecía caminar a lo tonto, a pesar de que la noche veraniega invitaba a pasear. ¡Si hubiera estado bien acompañada, todavía...! Por eso decidió atajar siguiendo el trazado del ya desaparecido ferrocarril de vía estrecha, lo que le permitiría llegar a su domicilio en un cuarto de hora. La trinchera de la antigua vía férrea rodeaba la ciudad por el oeste, casi como un límite natural. En su mayor parte estaba bordeada por almacenes y pequeñas villas cuyas farolas proporcionaban una mínima iluminación, pero había una tramo de unos cinco minutos —Justina lo conocía a la perfección—, con solares y huertas a ambos lados, en el que la oscuridad era casi total. Era una ruta frecuentada por decenas de trabajadores a la entrada y salida de las fábricas, pero, claro, en aquellos momentos, a las once de la noche, no se veía un alma.
Justina no sentía temor alguno.
Había recorrido el mismo camino miles de veces, sola y acompañada, sin incidentes dignos de mención. Hombre, sí, cierto día un borracho les gritó algunas burradas, pero la situación fue más motivo de risa que de pánico.
Vio cómo la Luna comenzaba a asomar sobre las montañas y se alegró. Aquella tenue luminosidad le facilitaría el esquivar las piedras de la zona oscura, que resultaban mortales de necesidad para unos tacones medianamente altos.
Sin embargo, cuando llegó al negro descampado pudo comprobar que su alegría carecía de fundamento, pues la luz del satélite, muy bajo aún sobre la línea del horizonte, resultaba invisible desde allí. Tendría que caminar con todo cuidado si no quería desnucarse, y así lo hizo. Sus ojos se adaptaron enseguida a la oscuridad, lo que le permitió relajarse un poco y avanzar con más rapidez sin dejar de extremar las precauciones. Sus propios pasos, el ladrido de un perro a lo lejos y el monótono canto de los grillos eran los únicos sonidos de la noche.
Siguió sendero adelante, concentrada en no tropezar.
Por eso no vio la sombra humana que se erguía entre unos matorrales y se abalanzaba sobre ella.
Una férrea mano cerró su boca mientras el frío y acerado filo de un cuchillo se apretaba contra su garganta.
—¡Obedece o te mato! —ordenó una voz ronca, que parecía surgir del mismo infierno.
El universo entero pasó como una exhalación por la mente de Justina. ¡Dios, era el violador! Casi se había burlado del miedo de las chicas, convencida de que esas cosas siempre les suceden a otras, y había ido a caer en sus garras como la más inocente de las víctimas. Se sintió desfallecer, sin fuerzas siquiera para llorar, completamente aterrada.
—¡Haz lo que te mande o te juro que mañana encontrarán aquí tus pedazos! —volvió a susurrar el invisible agresor, a la vez que incrementaba la presión del cuchillo sobre la garganta femenina.
Supo que no tenía escapatoria y por simple instinto de conservación movió la cabeza afirmativamente. El hombre, con rapidez —actuando como un verdadero profesional—, introdujo un pañuelo en su boca y después, sin miramientos, la tumbó sobre la yerba de la trinchera.
Justina, con los ojos desorbitados, apenas distinguió la figura vestida de negro y cubierta con un pasamontañas de igual color, mientras una mano codiciosa rasgaba su blusa, le arrancaba el sujetador y manoseaba sus pechos.
—¡Joder, tía, qué buena estás! —ronqueó la lujuriosa voz del violador—. Colabora y verás lo bien que lo pasamos. Esta será una noche inolvidable, te lo aseguro. Ahora, te vas a estar quietecita, ¿eh?, porque si haces un solo movimiento será el último, te lo juro.
Justina volvió a asentir con la cabeza.
El hombre se puso en pie y se bajó el pantalón y el calzoncillo con una mano, manteniendo el enorme cuchillo enfilado hacia la mujer. Después se arrodilló, levantó su falda y le arrancó la braga de un tirón.
—¡Vas a saber lo que es bueno, nena! —dijo, disponiéndose a suministrar la correspondiente enseñanza.
A pesar de la impenetrable oscuridad, Justina creyó percibir en su agresor cierto aire que le resultaba familiar, pero no pudo detenerse a meditar sobre el asunto. De pronto, una idea invadió su cerebro hasta entonces paralizado; una frase que había pronunciado en la fábrica apenas dos horas antes: "La mejor solución es una patada en los cojones." No estaba en posición de dar patadas, tumbada en el suelo y con el violador a punto de echarse sobre ella, pero sus manos estaban libres y sus ideas claras como el agua clara.
¡Así que se irguió a medias, atrapó con su diestra el escroto del sorprendido atacante y apretó, y apretó, y apretó hasta que le dolió la mano!
El hombre aprovechó los primeros tres segundos para aullar igual que un lobo encelado, y luego se desplomó como fulminado por el rayo de la ira divina.
Justina no perdió el tiempo, ni se detuvo a comprobar los desperfectos causados: salió corriendo y no paró hasta llegar al recibidor de su apartamento. Jadeaba; estaba agotada, despeinada y magullada; no tenía sostén, braga ni zapatos y su blusa colgaba en jirones, pero sentía en su interior una inmensa satisfacción: ¡había escapado de las garras del hijo de puta y le había dado su merecido!
Fue tranquilizándose paulatinamente y terminó sonriendo, feliz, de oreja a oreja. ¡Valiente cabrón! ¡Seguro que le había quitado las ganas para una temporada!
Tomó un relajante baño envuelta en sales aromáticas y después se sirvió una generosa copa de coñac. Estaba saboreándola cuando sonó el teléfono.
—¿Dígame?
—¡Justina! ¡Ay, hija mía, qué desgracia más terrible! —sollozó, al otro lado de la línea, su suegra, la madre de Desiderio.
—Cálmese, María, por favor, y dígame qué es lo que ocurre.
—¡Es Desiderio, hija! ¡Está muy mal! Por lo visto, le ha atacado un perro cerca de la antigua vía del ferrocarril y le ha destrozado... sus partes. Ha ingresado en la Residencia Sanitaria y ahora los doctores están operando para salvar lo que se pueda. ¡Ven pronto, hija! ¡No tardes! ¡Ay, qué desgracia más grande!
Y colgó.
Justina se quedó de piedra, teléfono en mano.
¡Con razón le resultaba familiar el individuo! ¡La madre que lo había parido!
Marcó con decisión el 091.
—Policía al habla. Dígame.
—El violador que buscan está siendo operado en estos momentos en la Residencia Sanitaria. Dice que un perro le ha mordido los huevos, pero he sido yo, que se los he aplastado porque me ha querido forzar.
—¿Quién es usted? Identifíquese, por favor.
—Que usted lo pase bien —replicó Justina, cortando la comunicación.
A continuación fue al dormitorio, escogió el juego de lencería más atrevido —color vino de Burdeos, por cierto— y ajustó las dos minúsculas prendas sobre su cuerpo, contemplando el devastador efecto en el gran espejo del armario. Sonrió complacida. Completó su mínimo atuendo con la negligé a juego y se dirigió de nuevo hacia el teléfono. Lo descolgó y marcó. La llamada se repitió tres veces, y Justina pensó que su plan iba a fracasar.
Pero no fue así. Alguien, al otro lado, había cogido el aparato.
—¿Quién es? —preguntó una voz varonil.
—¿Eres Javier?
—Sí.
—Soy Justina.
—¡Justina! ¡Qué sorpresa! ¿Qué puedo hacer por ti?
—Tengo dos cosas que podrás disfrutar si vienes a mi casa antes de veinte minutos.
—¿Qué cosas?
—Una botella de champán francés muy fría y una mujer estupenda y ardiente.
—¡Me sobran quince minutos! —gritó Javier, colgando sin despedirse.
Aquella cálida noche Justina ascendió desde las profundidades del horror hasta las más inconcebibles cúspides de la gloria.
Y, además, varias veces...
Un estupendo relato la verdad.
ResponderEliminarSigues conmocionandome cada vez que escribes.
Me gustó mucho sobre todo la fuerza de Justina en una situación tan crítica.
Espero que sigas deleitandonos con escritos así.
Un beso, adiós.
Celebro mucho que el relato haya sido de tu agrado, Liiiiin. Por supuesto (como casi toda la Literatura), está basado en hechos reales. Un abrazo.
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