VIRGEN Y MÁRTIR
Margarita Calatrava Juncalillo fue una niña normal, preciosa y feliz hasta el día de su Primera Comunión. Después, siguió siendo preciosa aunque algo menos normal, a juicio de sus familiares y conocidos más próximos y, desde luego, nunca volvió a recuperar totalmente la felicidad que disfrutara en su niñez, pues se empeñó en consumir su tiempo y su energía en pos de un sueño quimérico que —como quedó al fin demostrado, al menos para sus esforzados colaboradores—, no lo era tanto.
Pero no adelantemos acontecimientos.
El papá de Margarita era ingeniero técnico industrial, rama eléctrica, desde mucho antes de ser el papá de Margarita, y le molestaba sobremanera que se refirieran a él como perito industrial porque —decía— eso no era lo correcto, ya que peritos eran los de las promociones anteriores a mil novecientos no sé cuántos, y él no era perito sino ingeniero, y no tiene importancia pero usted ya me entiende, ¿no?, y si durante la conversación se podía omitir el calificativo de técnico, mencionando únicamente la palabra ingeniero, pues miel sobre hojuelas, porque total es lo mismo y qué más da una palabra más o menos, ¿verdad, oiga?
El papá de Margarita prestaba sus servicios, como jefe de sección, en una gran fábrica del cinturón industrial de la ciudad, y tenía bajo su mando directo a cuarenta y siete operarios. Ellos eran los responsables de que todos los sistemas eléctricos funcionaran a la perfección. Como el papá de Margarita era un experto en la materia y, además, bastante prusiano con sus subordinados, pronto se hizo insustituible, granjeándose la consideración de sus superiores y, como directa consecuencia, unos emolumentos dignos de un rajá. Todavía soltero, con veintiocho años, ganaba casi el triple que cualquier operario normalmente bien pagado, por lo que se podía permitir el lujo continuado de alternar en los salones más selectos. Bien parecido, con sólido porvenir, alto y simpático —aunque un poco gilipollas—, era insistentemente solicitado, mimado y hasta perseguido por el elemento femenino —sobre todo por el más cursi y aburguesado—, revoloteando en medio de las damiselas como una abeja entre apetecibles y dispuestas florecillas, sin dejar de libar el dulce néctar de cuantas se ponían al alcance de su insaciable trompa, que no eran pocas.
Así conoció a la mamá de Margarita.
La mamá de Margarita era hija de un conocido y respetado médico local y de una dama de intachable y acendrada familia; de una de esas familias en cuyo seno se producen desmanes y tropelías como en cualquier otra, pero se sepultan a machamartillo cueste lo que cueste porque nuestro honor es lo primero y qué iba a decir de nosotros esa gentuza; de una de esas familias como las que contribuyeron al enriquecimiento de los ginecólogos londinenses cuando en España no se sabía si la píldora anticonceptiva era real o una invención de algún autor de ciencia-ficción
La mamá de Margarita había sido educada en la tradición más conservadora, dentro de su hogar y en el colegio de las Reverendas Hermanas Misioneras De
Así que una cálida noche de agosto, mientras
Se conocían de antiguo, así que cuando él preguntó amablemente, bien entrada la madrugada y después de danzar muy acaramelados durante varias horas, si quería que la llevase a casa en su coche, aceptó complacida.
Pero qué pena una noche como ésta, con esa Luna, y qué agradable temperatura no apetece meterse en casa, y me cuesta tanto separarme de ti ahora, y no seas tonto que mañana nos veremos de nuevo, y sí pero este momento será irrepetible, y me gustaría tanto hablarte de amor al oído junto al lago mientras
Sobre los mullidos, confortables y extendidos asientos del automóvil último modelo aparcado junto a las tranquilas y discretas aguas del lago, envueltos en el rumoroso perfume de los sauces, aquella noche de Luna llena los papás de Margarita se desbocaron absolutamente libres de inhibiciones en un apasionado juego amoroso que parecía no tener final, y al amanecer Margarita ya era una realidad.
Tres meses después, en la sobremesa de una comida familiar precipitadamente organizada por los abuelos maternos de Margarita, y compartida con los padres de Margarita y con los abuelos paternos de Margarita, se dispusieron todos y cada uno de los detalles de la boda, porque boda, lo que se dice boda, hay boda, ¿eh?, y por todo lo alto, y no quiero ni oír hablar de abortos ni cosas por el estilo, supongo que ustedes estarán de acuerdo, porque está en juego el prestigio y el respeto de nuestras familias, y ya no es momento de arrepentimientos sino de hacer frente a la situación de la manera más digna y decente, y la boda de nuestros hijos es la solución, además ellos son buenos chicos y se ve que se quieren, y si no se quieren ahora ya aprenderán a quererse que todavía son jóvenes, para eso estamos los padres, para enseñarles qué es lo mejor para ellos, y cuántos matrimonios de nuestros tiempos fueron acordados entre padres y fíjense después qué buenos resultados dieron, ¿no?
La boda resultó impresionante: traje blanco de satén preñado de encajes y bordados, con cola de cinco metros y velo de tul de la misma longitud; pajes a mogollón; uniforme del cuerpo de Ingenieros Técnicos Industriales con sable y todo; damas de honor como por un tubo; chaqués; chisteras; seis curas; altar mayor floreado hasta la cúpula; danzarines en el atrio y banquete con menú de a dos mil duros —de los de entonces— para trescientos comensales que comieron de todo —y no sólo sales— con la saludable voracidad de jóvenes leones al terminar la sequía serengatiana.
Transcurridos cinco meses desde el viaje de novios —un crucero por el Mediterráneo generosamente financiado por ambos consuegros—, en una espléndida y rutilante mañana del florido mes de mayo nació Margarita. Inmediatamente, decenas de ramos de flores cubrieron su cuna y la cama de su mamá, y a ella la vistieron de rosa de arriba abajo —como mandan los cánones— incluyendo el faldón, los patucos, las sabanitas, las mantitas y el lacito con que a duras penas consiguió su abuela trenzar un churi agrupando los siete pelos que había traído al mundo.
Su infancia tuvo un desarrollo tan normal como estaba previsto de antemano.
Se puso tibia de mamar en los senos maternos, porque a los niños lo que mejor les va es la leche de la madre, usted ya sabe, y cuando te duela uno le das del otro, y si te duelen los dos pues te aguantas que para eso eres madre y haberlo pensando antes, y no se os ocurra cogerla en brazos aunque llore porque después se acostumbran y no callan en todo el día, pero déjamela un poquito que soy su abuela, y, bueno, si llora por la noche pues os levantáis y os fastidiáis como hemos hecho todos, faltaría más.
A los tres años ingresó —mejor dicho, fue ingresada como sujeto paciente— en una guardería infantil de prosapia, de las denominadas kindergarten, o algo así, donde enseñan a los niños a completar rompecabezas —ellos les dicen puzzles, fíjese usted qué cosa— en inglés mediante el pago de una tarifa seis veces superior a la de cualquier guardería normal, aunque, por supuesto, codeándose, peleándose y haciéndose pis y caca con los retoños de lo más selecto y granado de la sociedad local.
Su primito Marcelino, por cierto, también había sido alumno de este centro docente, y quizás ésta fuera una de las principales razones que impulsaron a sus padres a la hora de inscribirla.
—No podemos ser menos que ellos, ¿sabes?
—De acuerdo, mujer; lo que tú digas.
En determinado momento, Marcelino, con sus cuatro añitos recién cumplidos, sembró la indignación entre sus progenitores y demás parientes cercanos, pues, al plantearse como tema de conversación de los mayores la manera habitual de nombrar a los niños en clase —por el nombre o por el apellido—, le preguntaron:
—Y a ti, ¿cómo te llaman en el colegio, nene?
—A mí me llaman Gubai —respondió Marcelinito, con infantil contundencia.
Excusado es decir que sus padres estaban redactando la correspondiente y severa nota de protesta para hacerla llegar a la dirección del centro, cuando, por fortuna, el asunto se solventó por sí mismo. Seguramente no se habría producido tan desagradable malentendido si la mamá de Marcelinito hubiera prestado más atención a la salida de su hijo que a los suculentos cotilleos con el grupo de comadres que esperaba, como ella, junto a la verja de la guardería. Por eso, una tarde en que se hallaba ligeramente indispuesta —¡Tengo una terrible jaqueca y, además, no me han dado hora en la peluquería…!—, fue el papá de Marcelino quien se acercó a recogerle. Así pudo observar cómo, en la puerta, una de las profesoras despedía con cariño a todos los niños, uno por uno, diciendo:
—¡Adiós; good bye…! ¡Adiós; good bye…! ¡Adiós; good bye…!
De esta manera casual se resolvió el enigma de Marcelinito-Gubai.
Cuando Margarita contaba cinco años, sus papás, siguiendo como hijos obedientes y bien criados los doctos y experimentados consejos de sus bienintencionados progenitores —los abuelos de Margarita—, la matricularon en el colegio de las Reverendas Madres Esclavas Adoratrices Del Espacio Intercostal Del Señor Que Destrozó
—¡El primero, amar a Dios sobre todas las cosas…!
—¡El segundo, no jurar Su Santo Nombre en vano…!
—¡El tercero, santificar las fiestas…!
—¡El cuarto, honrar padre y madre…!
—¡El quinto, no matar…!
—¡El sexto, tralaralá…!
Cierta joven y emprendedora profesora de Ciencias Naturales —seglar, claro está— cometió el desgraciado, inadvertido e imperdonable error de mencionar la palabra útero durante una de las clases, y se vio forzada a ofrecer determinadas explicaciones al alumnado, explicaciones que, en un extraordinario efecto boomerang, recorrieron velozmente todos los hogares de las impúberes oyentes, retornaron al colegio en forma de múltiples y airadas misivas, finiquitaron su contrato de trabajo y la pusieron de patitas en la calle, parece mentira que en un colegio de religiosas y pagando lo que pagamos nuestras hijas tengan que oír esas cochinadas…
Cumplidos los siete años, el padre Cosme empezó a prepararlas —a ella y a todas sus compañeras de curso— para hacer
El padre Cosme era regordete, bajito, medio calvo, y tenía una barba muy cerrada y mal afeitada que raspaba como la lija. Era muy cariñoso y solía llamarlas a su lado durante las lecciones preparatorias para que respondieran allí a sus preguntas sobre Jesús,
Todas quedaron muy tristes cuando, incomprensiblemente, el padre Cosme fue sustituido por el padre Juan Ramón, que era muy alto, muy delgado, muy viejo y muy cascarrabias. El padre Juan Ramón se limitó a hablar sobre todo lo relativo a Jesús, María, San José, los Apóstoles, los Mandamientos de
El ceremonial de
Margarita, embutida en un lujoso traje blanco recubierto de gasas, lazos, bordados y pedrería —el más caro que sus padres habían podido encontrar, y similar al que utilizan las niñas zaireñas en celebraciones similares, como todos sabemos—, quedó profundamente impresionada por las autoritarias y admonitorias palabras de Su Eminencia Ilustrísima y Reverendísima el señor Obispo —que, por cierto, venían a corroborar y completar las enseñanzas recibidas de su madre, de su abuela y del padre Juan Ramón—, y se juró que nunca cedería ante el malvado empuje del pecado, entendiendo por pecado, claro está, todo lo relativo a la cuestión sexual, bastante imprecisa para ella, por otra parte.
Finalizado el acto litúrgico, la muchedumbre de invitados —ochenta y cuatro— se trasladó a un céntrico y afamado restaurante, donde llegó lo verdaderamente bueno. Después de que una nube de solícitos camareros repartiera toda suerte de exquisitos manjares y reconfortantes bebidas entre los asistentes al ágape —notablemente voraces, por cierto—, y distribuyera la tarta de seis pisos con muñequita vestida de Primera Comunión en la parte superior, previamente trozada con un sable, adornando cada pedazo con dos bolas de helado, Margarita fue protocolariamente cumplimentada por sus familiares y amigos, que le hicieron entrega de los procedentes y abundantes regalos tal como correspondía a un menú de quince mil pesetas, por lo menos. De esta forma, recibió nueve relojes digitales y tres analógicos, doce medallas de oro con cadena, cinco pulseras, ocho álbumes de Mi Primera Comunión con pluma estilográfica de acreditada marca incluida, seis cámaras fotográficas, una enciclopedia en CD-ROM y muchos miles de pesetas en metálico. En su casa esperaba, todavía embalado, un magnífico ordenador personal regalo de papá y mamá.
Como decía su madre, fue una fiesta preciosa, se me saltaban las lágrimas de tanta emoción; si vieras con qué profunda devoción y con qué recogimiento recibió al Señor; y, chica, qué banquete, qué bien estuvo todo; claro que nos hemos gastado, entre unas cosas y otras, casi el millón y medio, pero un día es un día, y para qué queremos el dinero, y, mira, a nosotros nadie nos hace a menos…
Pero la semilla del desastre no sólo estaba sembrada, sino que había arraigado profundamente en el espíritu fértil de la joven.
Poco tardó Margarita en dominar su ordenador, que, por supuesto, incluía todo el software y el hardware necesarios para examinar, procesar y ampliar la enciclopedia que le habían regalado, titulada El misterio de los OVNI: de las “foo-fighters” al Síndrome de DIANA.
A través de millones de bits, de pantallazo en pantallazo, el veneno electrónico fue penetrando hasta el último rincón de su cerebro, sin que nadie pudiera hacer algo por evitarlo, entre otras razones porque nadie le prestaba la menor atención, mira qué tranquila está la niña jugando con el ordenador, déjala que mientras está ahí no molesta, además es muy instructivo.
Por otro lado, el manejo de las cámaras fotográficas despertó también su curiosidad hacia el mundo de la fotografía en general, y, como ciertamente poseía inteligencia y tenacidad, cuando ingresó en
Margarita habría preferido estudiar Ciencias de
Los papás de Margarita no habían tenido más descendencia —dentro de dos añitos vamos por el niño; amor, no estoy preparada; mejor lo dejamos para más adelante, mujer, a ver si podemos disfrutar de otra temporada en Baqueira; es que luego es un verdadero problema recuperar la figura; ya somos mayores para levantarnos tantas veces por la noche; si pareceríamos sus abuelos, en vez de sus padres; y lo bien que estamos ahora, ¿no?— por lo que ella, como hija única, hacía lo que le venía en gana siempre que no causara demasiadas molestias. Y ponía exquisita atención para no causarlas.
La única preocupación que demostraba su madre respecto a ella siempre se refería a idéntico problema:
—Ten mucho cuidado con los hombres, Margarita, que son todos iguales: les das la mano y te cogen el brazo. Que nadie pueda echarte en cara jamás acto deshonroso alguno, y, desde luego, si te quedas embarazada por tu culpa… ¡no tengas la desvergüenza de volver a poner los pies en esta casa!
—Bien, mamá.
Su padre se limitaba a darle dinero y a ponderar distraído sus calificaciones académicas y su belleza, volviendo de inmediato al fondo de las páginas deportivas.
En aquel tiempo Margarita hizo muy buenas migas con Armando Fabio —Dios los cría y ellos se juntan—, un lechuguino pisaverde y abúlico, guapo hasta la saciedad y tonto del culo para arriba y del culo para abajo, alto, delgado, rubio y romántico empedernido, miembro de una de las familias más adineradas de los contornos y compañero de Facultad, que en público y en privado bebía los vientos por ella.
—Margarita, ¡tienes que ser mía…! —jadeaba Armando Fabio a la sombra de una acacia, intentando introducir sus vista por el escote prometedor de la chica porque sabía, por experiencia, que era inútil intentar meter las manos.
—Seré tuya, Armando Fabio, ya lo sabes, pero únicamente después de que el sacerdote nos declare marido y mujer. Mientras tanto, deja de hacer y decir tonterías, ¿quieres?
—Lo que tú digas, Margarita —babeaba Armando Fabio.
—Así me gusta, que te comportes como un hombre —aprobaba Margarita, que creía mantener una relación amorosa seria, de acuerdo con las enseñanzas recibidas, sin apercibirse de que el bueno de Armando Fabio la excitaba tanto como la contemplación de un bocadillo de mortadela.
—¿Cuándo nos casaremos, Margarita?
—Cuando acabemos la carrera, Armando Fabio, y sólo entonces. No pretenderás que decepcionemos a nuestros padres, que tantas ilusiones han depositado en nosotros, ¿verdad?
—Lo que tú digas, Margarita.
—Muy bien. Me gustas tanto porque siempre estamos de acuerdo. Ahora, dejémonos de bobadas y vamos a lo que importa. Quiero comentar contigo un asunto muy serio que requiere la máxima atención.
—Tú dirás, Margarita.
—Vamos a crear, organizar y coordinar un grupo para la investigación del Fenómeno OVNI.
—Y eso, ¿qué es?
—¿No has oído hablar de los platillos volantes, de luces misteriosas en la noche, de extraterrestres y todas esas cosas?
—¡Ah!, eso… —Armando Fabio no parecía demasiado interesado.
—Eso, sí. Yo seré la presidenta y tú el vicepresidente. Tengo los estatutos redactados y en orden. En cuanto completemos la junta directiva, podremos constituir legalmente el grupo para dar comienzo a nuestras actividades.
—Lo que tú digas, Margarita. Y, ¿quién más se unirá a nosotros? Y, ¿cuáles serán las actividades?
Margarita cabeceaba lentamente con comprensiva paciencia:
—Cuidado que eres bobo, hijo. Pondré un anuncio en el periódico universitario y otro en el tablón de la cafetería, y luego haremos una selección entre los candidatos. Organizaremos charlas informativas, participaremos en debates, investigaremos los casos que se produzcan en la región y haremos salidas nocturnas para intentar establecer contacto con posibles visitantes de otros mundos. Eso es todo, en líneas generales. ¿Qué te parece?
—Mientras estemos juntos, lo que tú digas, Margarita.
Dos semanas más tarde, los cuatro miembros fundadores del Grupo para
Margarita tomó la palabra, con la autoridad que le confería su recién estrenado cargo de presidenta:
—Como sabréis por las informaciones de prensa y televisión, se está produciendo una verdadera oleada de avistamientos a lo largo y ancho del país. Antes de que Enrique introduzca en el ordenador los datos que tenemos a nuestra disposición, y de que, en consecuencia, estemos en posición de establecer hipótesis de trabajo razonables, he estudiado uno por uno todos los casos y los he situado sobre el mapa, comparando posiciones y rumbos en busca de posibles ortotenias y tratando de establecer paralelismos con la línea BAVIC. ¿Me seguís? —Los otros dijeron que sí, pero Margarita tenía serias dudas sobre la capacidad de Armando Fabio en aquélla y en otras disciplinas. No obstante, dio por buena la respuesta y continuó con su exposición—: Pues bien, creo poder asegurar, después de mi exhaustivo estudio de la situación, que durante la noche del próximo viernes los OVNI sobrevolarán la zona del monte Picazo. Mi plan consiste en desplazarnos hasta allí e intentar el contacto con ellos, o, al menos, fotografiarlos. ¿Qué os parece?
—Chachi —dijo Armando Fabio.
—Bueno, así tomaremos el aire —concedió Enrique.
—¡Nada de tomar el aire! —exclamó Paco, que era el más entusiasmado—. ¡Vamos a trabajar en serio, que el asunto lo merece! He diseñado un detector de variaciones de campo magnético que es una maravilla. Puede sernos de gran utilidad, porque nos avisará de la presencia de cualquier objeto metálico que se desplace a nuestro alrededor en un radio de cinco kilómetros.
—¡Fabuloso! —exclamó Margarita, entusiasmada.
—Además —siguió Paco—, tengo una batería de focos halógenos que se puede sincronizar con los disparadores de las cámaras fotográficas. Podremos ver y tomar fotos a cualquier objeto en quinientos metros a la redonda. ¡Nos haremos ricos!
—Yo ya soy rico —explicó tímidamente Armando Fabio.
—Bueno, pues nosotros nos haremos ricos y tú famoso, ¿vale?
La cara de Armando Fabio se iluminó con una sonrisa de felicidad.
—¿Saldré en Hola, en Lecturas y en Crónicas Marcianas? —preguntó, alborozado.
—Pues claro que sí, tonto —le acarició la mano Margarita.
—¡Qué bien!
Acordaron meticulosamente todos los detalles de la operación, y, tal como estaba previsto, el viernes, a las cinco de la tarde en punto, Margarita aparcó su magnífico y reluciente 4x4 —regalo de cumpleaños de sus papás— delante del domicilio de Paco, y entre todos cargaron el material luminotécnico, las baterías, los cables y el detector.
Hora y media más tarde llegaban al Picazo por un pedregoso camino que accedía directamente a la cumbre, y que no ofreció dificultad alguna al poderoso todo-terreno.
Antes de la puesta de sol todo el equipo se encontraba en disposición de funcionar, revisado y probado hasta la saciedad.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Paco, mientras los últimos rayos del astro rey desaparecían tras las lejanas montañas.
—Esperar acontecimientos —replicó Margarita—. Vigila el aparato y avísanos a la menor señal.
—Tranquila. Está funcionando a la perfección. Si detecta algo emitirá un pitido ensordecedor.
—No me gusta estar en el campo por la noche —se quejó Armando Fabio.
—No te preocupes, que no te dejaremos solo —tranquilizó Margarita.
—Si tienes miedo, entra en el coche y ponte a escuchar música —dijo Enrique.
—¿Puedo?
—Claro que sí —concedió Margarita—, pero cuando tengas mucho miedo. Todavía no, que me vas a dejar sin batería y a ver cómo arrancamos luego para volver a casa.
—Bueno, pero enseguida me meto, ¿eh?
Paco daba los últimos retoques a la instalación mascullando palabras ininteligibles.
—¿Se puede saber qué murmuras? —le preguntó Margarita.
—Que no sé cómo has podido nombrar vicepresidente a ese atontado, la verdad.
—Porque es un buen muchacho, y, además, porque somos novios formales y nos queremos.
—¡Ah!, perdona —recogió velas Paco—. Eso es otra cosa. ¿Hace mucho que os acostáis?
El rostro de Margarita tomó el color del ocaso, y no era un reflejo sino luz propia generada por la ira:
—Pero, ¿por quién me has tomado, so cerdo? Soy virgen y a mucha honra, y me acostaré con Armando Fabio cuando seamos marido y mujer, nunca antes.
—¿Qué ocurre, Margarita? —preguntó Armando Fabio, extrañado por la inopinada alteración de su amada.
—Nada importante. Estaba puntualizando unas cuestiones con Paco.
—¡Ah!, bueno.
Paco se abstuvo de expresar los pensamientos que le venían a la cabeza, y, conteniendo a duras penas un ataque de risa, se alejó so pretexto de anclar convenientemente uno de los focos.
Las aguas volvieron a su cauce en pocos minutos, y, mientras comían unos bocadillos y tomaban unos sorbos de café, se hizo noche cerrada.
Margarita había montado dos cámaras en paralelo, con objetivos f28 y f70 enfocados a infinito con abertura de diafragma 4 y velocidad 1/250, confiando en la luminosidad de los focos de Paco, y mantenía colgada de su cuello una tercera, equipada con un f70-300 por si los OVNI aparecían demasiado lejos.
La noche estaba despejada y las estrellas brillaban en toda su magnífica esplendidez en un cielo sin Luna.
A pesar de ser verano, el ligero viento nocturno de la cumbre resultó lo suficientemente fresco como para que tuvieran que buscar refugio en el interior del automóvil, lo que tranquilizó sobremanera a Armando Fabio.
Charlaban con gran animación sobre el desarrollo del proyecto ufológico, cuando, a las dos y doce minutos de la madrugada, un estrepitoso pitido quebró de forma fulminante la quietud nocturna haciéndoles brincar en los asientos.
—¡Coño, el detector…! —gritó Paco, saltando velozmente al exterior.
Los otros le siguieron al momento, con excepción de Armando Fabio, que se quedó dentro del coche cerrando previsoramente ventanillas y seguros.
Paco, Margarita y Enrique comprobaron el detector alumbrándose con sus linternas, y vieron que el indicador de intensidad de campo señalaba la mitad del cuadrante, pero seguía ascendiendo poco a poco.
—¡Lo que sea, está cerca y viene hacia nosotros…! —anunció Enrique, muy excitado.
—¡Así es! —corroboró Paco.
—Puede que se trate de un avión comercial en maniobra de aproximación al aeropuerto —adujo Margarita.
—Imposible —negó Paco—. La variación de campo que originan los aviones no sería detectada por mi aparato. ¡Esto es otra cosa…!
—¡Eh! ¡Mirad eso…! —gritó Enrique.
El Picazo era la cumbre más elevada de un macizo montañoso al que se llegaba con facilidad por la ladera sur —el camino que ellos habían utilizado—, de muy suave pendiente, pero cortado en vertical por la parte norte, con paredes agrestes que incidían casi en perpendicular sobre el profundo valle, ochocientos metros más abajo.
El reborde montañoso aparecía ahora iluminado por una extraña tonalidad rojiza que aumentaba paulatinamente de intensidad, y que parecía ascender desde el fondo del cortado rocoso.
Era lo que había llamado la atención de Enrique.
—¡Todos preparados! —ordenó Margarita, con el controlador de los equipos en la mano—. Sea lo que fuere, está ascendiendo y aparecerá delante de nosotros en cuestión de segundos…
No se equivocaba.
Momentos después, una enorme masa luminosa, de forma lenticular y deslumbrante coloración rojiza, emergía frente a ellos procedente de las profundidades del valle. No articularon palabra, y ni siquiera escucharon los histéricos aullidos que Armando Fabio profería dentro del todo-terreno.
Dominando sus emociones y con gran presencia de ánimo, Margarita oprimió el conmutador del sistema.
Un torrente de potentísima luz blanca cayó sobre el objeto volante, mientras las cámaras disparaban automáticamente.
Pero Margarita, como resultó evidente, no había contado con los imponderables.
Ése fue su gran error.
Ése fue el error que la llevó a la perdición.
Cabe presumir que los tripulantes del OVNI se quedaron tan espantados como los osados ufólogos, y, o bien porque el baranda de a bordo considerase que aquello era un ataque en toda regla, o bien porque el artillero de servicio fuera un novato capullo o un negado de tomo y lomo, el caso fue que del artefacto alienígena surgió un fulgurante rayo de luz verde que impactó de lleno sobre Margarita, fulminándola sin darle tiempo a decir ni pío. Luego, en milésimas de segundo, la nave salió despedida hacia el firmamento y se transformó en una estrella más.
Transcurrieron algunos silenciosos y perplejos minutos hasta que Armando Fabio se atrevió por fin a abrir la portezuela, acercarse a los dos espantados investigadores y preguntar balbuciente:
—¿Dónde está Margarita?
Sin responder, enfocaron sus linternas sobre un montoncito de ceniza de forma cónica, que resaltaba en la blancura de la roca.
—Ahí tienes lo que ha quedado de ella, macho… —dijo lacónicamente Enrique.
Armando Fabio, con los ojos desorbitados y llorosos, se arrojó al suelo y estrechó entre sus brazos el montón de cenizas mientras gimoteaba:
—¡Dios mío, Margarita; Dios mío…! ¿Por qué has tenido que entregarte al martirio antes de entregarte a mí? ¡Todo el mundo sabrá que has sido la primera mártir en la arriesgada búsqueda del contacto con inteligencias extraterrestres…!
—La primera… ¡virgen y mártir! —enfatizó Paco, encendiendo un cigarrillo con mano temblorosa.
—Hemos perdido a nuestra presidenta, pero las fotografías honrarán eternamente su memoria —profetizó Enrique con emoción, añadiendo—: Su muerte no habrá sido baldía.
Con las primeras luces del alba retornaron al lugar de los hechos, acompañados por un par de patrullas de
Explicaron trescientas veces lo sucedido a los beneméritos agentes, se sometieron por triplicado a la prueba de alcoholemia, y, finalmente, asistieron al levantamiento del cadáver en presencia del señor Juez de Guardia. Luego, acompañaron a Margarita hasta el Instituto Anatómico-Forense, donde el facultativo de servicio no quería hacerse cargo de los restos mortales porque decía:
—Pero, ¿cómo vamos a hacerle la autopsia, eh? ¿Puede alguien explicarme cómo diantre vamos a hacerle la autopsia…?
Los papás de Margarita convocaron una rueda de Prensa a la que asistieron tres periodistas despistados que no tenían nada mejor que hacer, y explicaron con pelos y señales los detalles concernientes a la triste pérdida, mostrando las fotografías de un óvalo rojo sobre fondo negro, que, según ellos, era la nave extraterrestre que había desintegrado a su hija.
A la salida, los papás de Margarita se enzarzaron en una interminable discusión —tú tienes la culpa de todo por no vigilar a tu hija; eso es cosa de las madres, que sois todas iguales; si no le hubieras dado tantas alas; la responsabilidad es de tu familia, por regalarle tanta cámara fotográfica el día de su Primera Comunión; pues tu hermano le compró la enciclopedia sobre los OVNI; ¡tu familia!; ¡la tuya!—, mientras los tres periodistas se alejaban bastante aburridos calle arriba, con intención de tomar unas cervecitas en un bar cercano.
Al día siguiente los diarios publicaban en páginas locales un suelto apenas visible, adornado con una pequeña y borrosa fotografía de algo parecido a un óvalo blancuzco, dando cuenta someramente del fallecimiento de Margarita.
Tres días después —en primera página los medios escritos y en espacios de máxima audiencia los otros—, prensa, radio y televisión hacían pública la siguiente nota oficial:
Pocos días más tarde, el vicepresidente del Grupo para
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