En este blog se permite fumar, aunque recomiendo no hacerlo en agradecimiento a una excelente homeópata a la que debo mucho. Se prohibirá terminantemente el día en que desaparezcan las armas atómicas, las centrales nucleares y sus residuos, la contaminación, la desertización y la pederastia. ¡Ah!, se me olvidaba, también se pueden dejar comentarios.

martes, 17 de noviembre de 2009

Cenar fuera de casa

CENAR FUERA DE CASA


Eso de que la familia se vaya de vacaciones y te deje solo en casa tiene enormes ventajas —según algunos—, pero también serios inconvenientes. Las aparentes ventajas han originado la urbanística y ya mítica leyenda de los "Rodríguez" que, a mi juicio, presenta cierta similitud con la de Don Juan, en el sentido de que hay en ambas más contenido de fantasía que de realidad. Desde mi punto de vista y de acuerdo con mi experiencia personal, claro está. Porque soy uno de esos tipos para los que siempre ha resultado más difícil ligar que para sir Edmund Hillary conquistar la cima del Everest. Puedo jactarme, con toda justicia, de que este cuerpo serrano y sabrosón ha puesto al borde de la locura a muchas mujeres... incapaces de soportarme un segundo más. Cada uno es como es, qué caramba, y Dios en la de todos. Los inconvenientes, en cambio, son obvios: uno tiene que aliñarse, como buenamente puede, su comida; hacer la cama, recoger la habitación y cuidar el canario y los gatos; limpiar primorosamente el menaje y los ceniceros; regar las plantas y hasta dar un toquecillo de plancha a alguna camisa rebelde. Y todo ello ha de hacerse con el máximo esmero, porque si no, a la vuelta, te tachan de inútil, de astroso y de adán, y te espetan lindezas como eso de "no se te puede dejar solo" ó "¿qué sería de vosotros sin las pobres mujeres?" Después de estos breves comentarios, que considero imprescindibles para que el lector se aproxime con espíritu benevolente a mi estado de ánimo en aquellas fechas, pasemos al meollo del asunto.
Aquella lluviosa noche norteña de finales de setiembre había cenado en casa de mis padrinos. Nos teníamos mucho cariño y, sabiendo que yo estaba libre de cualquier compromiso, insistieron para que pasásemos juntos una velada que resultó, como estaba previsto, en extremo agradable. Por lo general, mis refacciones nocturnas son bastante ligeras, pero mi tía —excelente cocinera— nos agasajó con un yantar digno de un jeque, así que me sentía como el lobo del cuento, aquél al que llenaron el vientre de piedras después de extraerle los cabritillos que acababa de engullir. Había dejado el coche en el garaje —para hacer ejercicio, ya se sabe— y ahora me veía obligado a caminar rumbo a mi apartamento a las tres de la madrugada y bajo una fría lluvia, que producía un triste repiqueteo al golpear sobre el solitario asfalto. Me abroché bien la gabardina, subiéndome el cuello para protegerme lo mejor posible, y eché a andar con paso rápido. Nunca me han gustado las gorras ni los sombreros, y el agua, al empaparme la cabeza y escurrirse entre mis cabellos, contribuyó a despabilarme, eliminando la somnolencia que se apoderase de mí tras la copiosa cena y los cigarros y copas de la prolongada sobremesa.
Caminé por las calles de la ciudad. Los semáforos intermitentes herían el húmedo pavimento con sus luces, produciéndole hematomas de ida y vuelta.
Soy bastante despistado, la verdad. Más de una vez mis amigos han tenido que saltarme prácticamente encima para que les reconociera. No me fijo en detalles cuando voy a lo mío, lo admito. Sin embargo, al pasar por delante del edificio que albergaba nuestra sociedad recreativo-gastronómica miré inconscientemente hacia el primer piso. El local debía encontrarse vacío a aquellas horas, pero algunos socios sospechábamos que ciertos elementos particularmente desaprensivos organizaban formidables juergas nocturnas, abusando de la confianza depositada en ellos y desprestigiando a la entidad, que en modo alguno había sido concebida para semejantes fines. Por eso miré... ¡Rayos! ¿Qué era aquello? Me detuve, observando con mayor atención. Creía haber visto un resplandor dentro del piso, como si alguien estuviera usando una linterna para alumbrarse... ¡Era cierto! ¡Allí estaba de nuevo la misteriosa lucecita…! No había duda: en el local se movía gente que quería pasar desapercibida, ya que las luces del inmueble permanecían apagadas.
Yo, la verdad, estaba calado hasta los huesos —¡maldita nochecita!— y tenía ganas de irme a dormir, pero me indignó el hecho de que unos señores hicieran de su capa un sayo impunemente y cometiesen toda clase de tropelías amparándose en la nocturnidad y el anonimato, a costa del presupuesto social y saltándose a la torera cualquier norma de convivencia. Decidí subir y echarles a la calle a bofetadas, si fuera necesario. Aquellos tipejos no se iban a reír más de nosotros, que pagábamos religiosamente las cuotas y respetábamos los estatutos, ¡carajo!
Crucé la calle a paso ligero y penetré en el oscuro portal. Sacudí la gabardina, y el agua que llevaba encima, al escurrir, formó un pequeño embalse en el que mis pies eran dos islas negras, paralelas y alargadas. Los saqué del agua y ascendí por la escalera, sintiendo cómo el ramalazo de furia crecía en mi interior hasta casi iluminar en rojo paredes, escalones y pasamanos. Por supuesto, yo también tenía llave, así que abrí la puerta sigilosamente y me sumergí en las profundidades de la casi impenetrable oscuridad, donde quedé convertido en una sombra más entre las sombras.
Cerré, con igual cuidado. ¿Dónde estarían aquellos tiparracos? Eché un vistazo a mi alrededor, sin observar nada anormal. Bueno, ni anormal ni normal, porque no distinguía cosa alguna a medio palmo de mis narices. De pronto, percibí debajo de una de las puertas, a mi derecha, un haz de luz. Me acerqué de puntillas, teniendo muy buena suerte de que el suelo, de antigua tarima, no crujiese.
Aunque no soy mayordomo, sé utilizar bastante bien orificios, rendijas y observatorios similares. Así que pegué mi ojo al de la cerradura, como está mandado... Inicialmente no aprecié síntomas de orgías ni actividades por el estilo. Desde el improvisado mirador controlaba los movimientos de la persona que estaba dentro. También podía ver la totalidad del mobiliario —que ya conocía— consistente en una mesa de despacho, un armario-biblioteca, un sillón y cuatro sillas forradas en piel. Lo habitual, vamos... Sin embargo, me sorprendió comprobar que el misterioso noctámbulo era nuestra secretaria, una chica muy mona, sencilla y servicial que en aquellos momentos debiera encontrarse durmiendo plácidamente o bailando en una discoteca, pero no, desde luego, en la oficina de la sociedad y con las luces apagadas.
¿Qué hacía allí?
Estaba a punto de incorporarme para abrir la puerta y preguntárselo directamente, cuando efectuó una serie de extrañas maniobras que me pusieron en guardia contra lo inesperado y desconocido.
Oprimió una especie de telemando que yo no había visto antes, y la superficie de la mesa se deslizó en sentido longitudinal, dejando al descubierto una base metálica perforada por multitud de pequeños orificios. En ambos extremos del rectángulo, justo en la parte central, dos agujeros más grandes —de unos diez centímetros de diámetro— sirvieron para que la muchacha fijara verticalmente una especie de mástiles de un metro de altura, que quedaron paralelos apuntando al techo de la sala. Ambos postes estaban agujereados también, pero únicamente en las semisuperficies enfrentadas. Finalizado el extraño montaje, la secretaria abrió el armario y algo, que a primera vista me pareció una emisora de radio de gran tamaño, apareció dentro del mueble. Multitud de interruptores, esferas y marcadores luminosos incrementaron mi ya desmesurado interés. Desde luego, no era una emisora corriente. Después de varios años practicando la radioafición, con indicativo oficial EA2AQQ, estaba bien seguro de ello. Mi estupefacción se disparó. ¿Qué diantre se traía entre manos aquel bombón? ¿Sería una espía comunista? ¡Pero si ya no quedaban comunistas! Aquel pensamiento me hizo sonreír, pero la sonrisa se borró bruscamente de mis labios. En la oscuridad del pasillo, chorreando agua, mi curiosidad alcanzaba niveles máximos.
Abandoné, por el momento, la idea de entrar. No tenía nada claro qué iba a suceder allí, pero una vocecilla interior me avisaba de que "aquello" era algo mucho más sofisticado que una vulgar agencia de espionaje. Por eso seguí con el ojo pegado a la cerradura. La secretaria tomó asiento ante el aparato y comenzó a hablar, mientras manipulaba con eficiente celeridad diferentes elementos que supuse de control, aunque maldita la idea que tenía yo sobre su utilidad. Lo mismo que cualquier persona de cultura media soy capaz de distinguir los idiomas de uso habitual, como inglés, francés, alemán, ruso... Pero aquella muchacha normal y corriente, que acababa de convertirse para mí en una desconocida y enigmática mujer, no hablaba ninguno de ellos. ¡Seguro que no!
Al finalizar cada frase, dos lucecitas destellaban frente a ella. Tomaba notas en un cuaderno, y volvía a hablar. Esto se repitió varias veces. De improviso, se encendió una luz verde a su izquierda, en el cuadro de mandos de la "emisora".
¡Y a partir de ese momento fui testigo directo del espectáculo más interesante y sobrecogedor que ojos humanos contemplaran jamás!
Levantándose del lugar que ocupaba frente al emisor-receptor, la secretaria oprimió un invisible —para mí— resorte de la mesa, y un panel de mandos, de unos veinte centímetros de lado, surgió del interior del mueble. Manejó con habilidad profesional los instrumentos de control y, mientras un suave zumbido inundaba el silencio, la luz de la habitación se hizo mucho más tenue. La chica siguió manipulando los diferentes elementos, con rapidez y seguridad, mientras yo vigilaba todos sus movimientos, dudando entre interrumpir sus actividades por la brava o llamar a la Policía. ¡Entonces comenzó el número fuerte de la función!
De los dos postes metálicos y de la base comenzaron a surgir velozmente millares de partículas luminosas, que se iban agrupando en un punto equidistante de los tres emisores. Enseguida desaparecía la luz y quedaba visible una masa, que crecía a ojos vista, alimentada por los corpúsculos que seguían llegando sin interrupción desde los puntos radiantes. ¡Hasta que apareció ante mis ojos desorbitados, perfecta, exacta, sin ningún defecto, una cabeza humana! Después se formaron el cuello y los hombros, y la figura de un ser semejante a un hombre fue creciendo poco a poco sobre la plataforma metálica.
¡Y lo comprendí todo!
Actué como impulsado por un muelle. Salí disparado hacia el cuadro de fusibles del piso, y cuando los tuve a mi alcance tiré de ellos con toda el alma arrancándolos por completo. En el mismo momento, un alarido infrahumano, terrorífico, indescriptible, que puso cubitos de hielo en mi sangre, resonó en la quietud de la noche. Me sobrepuse y busqué en el bar la potente linterna de que disponíamos para casos de emergencia, localizándola sin dificultad. Con ella en la mano, penetré en la sala.
La chica estaba arrodillada en el suelo ante lo que constituía la mitad de un hombre; ante un hombre inacabado, que no tenía antebrazos, manos ni piernas. Del final de su tronco, donde debiera haber estado la cintura, brotaba abundantemente la sangre. ¡Parecía haber sido cortado en dos por la guadaña de un segador que, además, se hubiera llevado como recuerdo la mitad inferior!
Lo primero que se me ocurrió, después de la dantesca visión, fue agarrar una silla y destrozar los extraños aparatos. Me cargué el equipo enterito. No quería que aquella escena pudiera repetirse. Después volví a colocar los fusibles, y la luz se rehizo. Regresé a la sala, donde nuestra secretaria, ya erguida, contemplaba mi obra con desesperación. El semicadáver —lo que es muerto, muerto, lo estaba por completo, claro—, en el suelo, había dejado de sangrar. Su rostro presentaba una expresión de dolor infinito que me dio lástima. Me senté sobre una de las sillas, aún nervioso. —Supongo que decir lo siento sobra, Ana, pero era mi deber —le dije, intentando mantenerme sereno. Me miró en silencio y continué, procurando expresar una tranquilidad que estaba lejos de sentir—: ¿Quieres explicármelo todo, por favor?
—Pregunta —respondió, con despectiva frialdad.
No me hice de rogar.
—No eres terrestre, ¿verdad?
—No. Procedo de un planeta que ni tan siquiera conocéis, a muchos años-luz de la Tierra.
Pese a que lo había sospechado desde el principio, la confirmación me dejó de piedra berroqueña. ¡No era para menos! Que vinieran ahora los de la NASA a contarme lo de la dificultad de que exista vida inteligente en el cosmos, o los del Proyecto SETI a decirme que no habían captado señales de radio procedentes del espacio exterior. ¡Toma castaña, Saldaña...!
—Esta pregunta te parecerá ridícula, por lo menos a mí me lo parece, porque es la que siempre se plantea en las películas y novelas de ciencia-ficción, pero en estos instantes no cabe otra: ¿Qué pretendíais? ¿Invadirnos, quizá?
—En cierto modo, así es. De acuerdo con vuestra mentalidad primitiva sí, desde luego. Pero el fin último de nuestra acción no es la eliminación de la raza humana. Nosotros, los habitantes de Gork, hemos puesto en marcha un plan que nos conducirá indefectiblemente a tomar el control de todas vuestras actividades, infiltrándonos en los más altos estamentos económicos, políticos y sociales, para evitar que vuestra locura colectiva os conduzca al desastre, desastre que podría extenderse a toda esta zona de la galaxia.
—Pero, ¿no te das cuenta de que esos fines, y aun los medios utilizados, atentan contra los más elementales derechos de libertad de cualquier ser inteligente? ¿De qué nos serviría vuestro control? El conocimiento es fruto único de la experiencia y hasta del error. El Hombre nunca admitiría, ni de grado ni por fuerza, esa intolerable intromisión.
—¡Bah! —su despectiva exclamación no me hizo mella.
—Estos aparatos servían para teletransportar a tus congéneres desde tu planeta a la Tierra...
—Sí. Es una de las diferentes opciones que utilizamos en nuestros viajes interestelares. Los cuerpos son desintegrados en nuestra base de Gork y, convertidos en átomos libres, enviados en pocos minutos a través del hiperespacio hasta la estación receptora, situada en cualquier lugar del universo, que los reagrupa nuevamente para conformar el cuerpo original con absoluta precisión. Tú, al cortar la energía eléctrica, has impedido la recepción de los átomos, dejando el cuerpo de Kakthol —señaló a su ex compañero— incompleto pero vivo. Imagina su sufrimiento hasta morir, seccionado por la mitad, con una parte de su cuerpo aquí y la otra flotando por siempre en el espacio interestelar. ¡Estarás satisfecho...!
—Lamento la muerte de ese individuo, pero no me arrepiento de lo hecho. Los hombres sabemos mucho de invasiones, porque nuestra Historia está repleta de ellas. Y si algo tenemos claro, es que no nos agradan. Podemos negociar, colaborar, parlamentar y dialogar, pero dejarnos invadir sin pelear... ¡jamás! Y menos por una raza que se cree superior a nosotros. He salvado muchas vidas, Ana, de ambos bandos, porque el Hombre no es un muñeco con el que cualquiera pueda jugar a su antojo. Sus recursos de abnegación y entrega en los momentos difíciles están muy por encima de tu pobre filosofía salvadora, y la confrontación habría resultado inevitable y sangrienta, tenlo por seguro. Por mi parte, he cumplido con mi deber y estoy tranquilo.
—Creo que lo comprendo —respondió la chica—. Yo, en tu lugar, habría hecho lo mismo.
—Agradezco tu comprensión —dije. Estaba seguro de que me odiaba infinitamente, pero en aquellos momentos sus sentimientos me importaban un comino y proseguí el interrogatorio—: ¿Cuántos agentes de tu mundo operan ya en la Tierra?
—Nunca te lo diré. Quizás, hasta tus mismos amigos sean de los nuestros. Tendría gracia, ¿eh? —¿Cuánto tiempo lleváis entre nosotros?
—No esperes más información. Jamás tendrás la seguridad absoluta de que tus jefes, tus gobernantes o tus amigos no son gorkianos infiltrados, y deberás permanecer constantemente alerta porque en cualquier lugar, en cualquier momento, Gork acabará contigo estés donde estés. No me tengo por hombre malo, pero estaba decidido a hacerle hablar como fuera. Me quité la gabardina y la americana, y arremangándome la camisa le dije:
—¡Vale!; pues me alegro; pues muy bien, pero si no me cuentas todo lo que sabes con pelos y señales, tú sí que las vas a pasar moradas, niña…
—¡Ni lo sueñes…! Has ganado esta baza, pero no dudes de que la partida continúa. y nada ni nadie podrá informarte de cuándo se jugará la siguiente mano. No puedo saber si nuestro plan obtendrá el éxito que merece; ignoro si nuestros agentes conseguirán apoderarse de tu planeta, pero sí estoy segura de que a mí nada podrás hacerme.
—¿No? Ahora lo verás —repuse, dirigiéndome amenazador hacia ella. Estaba dispuesto a darle tortazos hasta en el carné de identidad. La seguridad de mi querido planeta —que parecía ir superando, poco a poco, las amenazas de la energía atómica, del agujero en la capa de ozono, del cambio climatológico, de la contaminación y de la política de democracia y libertad global dictada por Washington— estaba en juego. No di dos pasos. Se llevó las manos al pecho y, rasgando su blusa, agarró con fuerza un aparato que colgaba de una cadena enroscada a su precioso cuello. Un deslumbrante fogonazo me cegó durante varios segundos. Cuando abrí los ojos, Ana había desaparecido. ¿Adónde fue? ¿Volverán? ¿Estamos preparados para enfrentarnos a un enemigo, imprevisible por desconocido, que nos acecha desde las profundidades estelares? ¿Es, realmente, esa amenaza un indescriptible peligro, o la posibilidad cierta de romper nuestras propias cadenas?
¡Puf!
Me dirigí al teléfono, descolgué y llamé a la Policía.
Un muerto, aunque sea extraterrestre, no se puede esconder así como así.
Instantes después pude oír el aullido de las sirenas que se aproximaban. ¡A ver cómo les explicaba yo a éstos tamaña historia…! Con razón nunca me ha gustado cenar fuera de casa. Bajé las escaleras a todo gas y me hundí en las tinieblas del cercano y solitario parque.
Eran las cuatro menos diez de la madrugada y tenía mucho sueño. Bostecé. Seguía lloviendo a raudales.

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