En este blog se permite fumar, aunque recomiendo no hacerlo en agradecimiento a una excelente homeópata a la que debo mucho. Se prohibirá terminantemente el día en que desaparezcan las armas atómicas, las centrales nucleares y sus residuos, la contaminación, la desertización y la pederastia. ¡Ah!, se me olvidaba, también se pueden dejar comentarios.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Caza mayor


CAZA MAYOR

Aureliano Mostacilla Chapetón —don Aureliano, de acuerdo con las informaciones que aparecían constantemente en los medios de comunicación refiriendo sus múltiples actividades económicas, culturales y deportivas— era considerado por sus conciudadanos un prohombre, un verdadero prócer, un benefactor y un mecenas.

Además de ocupar las presidencias de los consejos de administración de una docena de importantes empresas, don Aureliano regía los destinos de tres federaciones de deportes olímpicos, de dos clubes de fútbol y de una sociedad de caza y pesca.

Don Aureliano era el modelo de hombre de bien que los padres intentaban inculcar a sus hijos.

Maduro, alto, distinguido, siempre sonriente y trajeado con elegancia, don Aureliano constituía el sueño permanente de las madres con hijas en edad de merecer.

Era un triunfador.

Nadie cuestionaba su hidalguía. Nadie ponía en duda sus palabras. Nadie le preguntó jamás cómo había logrado amasar su inmensa y desconocida —hasta para la Hacienda pública— fortuna personal.

¿A quién le importaban tales detalles?

El vulgo necesita mitos, becerros de oro a los que adorar, líderes a los que jalear desaforadamente tratando de seguir sus pasos hacia las venturosas metas que ellos —en apariencia— han alcanzado. Y tales personajes se dejan admirar y querer mientras siguen viviendo fuera del alcance de las leyes, que ellos mismos contribuyeron a promulgar, burlándose del estúpido candor de sus adoradores.

Los que se decían amigos suyos, buscando su riqueza y sus favores, podían llenar un estadio, pero sus verdaderos amigos se contaban con los dedos de una mano y sobraban dedos.

Estos escasos íntimos le conocían a la perfección.

Sabían de las recias y acrisoladas virtudes que adornaban su excelsa personalidad de hombre carismático y ejemplar: ¡ninguna!

Aureliano Mostacilla Chapetón únicamente respetaba a Aureliano Mostacilla Chapetón, y todas sus actividades, públicas o privadas, se encaminaban indefectiblemente a la consecución de su propio deleite, a través de tres diferentes y apasionantes vías, a saber y por este orden: aumento de sus riquezas, renovación de su parque de conquistas amorosas y práctica de la caza en cualquiera de sus variantes.

Precisamente, aquel día estaba pronunciando una interesantísima conferencia en un conocido teatro de la ciudad, sobre el tema "Los cazadores como principales conservadores de la fauna y del medio ambiente".

Don Aureliano pertenecía a ese tipo de hombres, muy peligrosos, que convierte sus recién nacidas mentiras en inmediatos dogmas de fe, y a lo largo de la disertación se había ido acalorando, hasta llegar a una elocuencia que para sí hubiera querido San Pedro en sus arengas a los primeros mártires del cristianismo.

—¿Quién, mejor que un cazador, conoce los hábitos de los animales de nuestra rica y variada fauna nacional? ¿Quién, sino el cazador, que paga religiosamente sus impuestos y cánones, tiene derecho a disfrutar de ese bien que la naturaleza pone a nuestro alcance para que gocemos con el ejercicio de tan noble y elegante deporte, cual es el de la caza? ¿No es el hombre, amigos míos, el rey de la creación? ¿Para qué está la naturaleza, si no es para que aprovechemos cuanto nos ofrece? ¿Por qué existen los animales, irracionales y estúpidos, si no para que el hombre, señor y dueño de todos ellos, disfrute y se realice con plenitud arrebatándoles, con esfuerzo y tenacidad, sus pequeñas e inútiles vidas en aras de la gloria que puede proporcionar el honorable deporte de la caza?

En este punto del brillante y apasionado discurso, un jovenzuelo imberbe y delgaducho, que vestía una camiseta con el distintivo de "Greenpeace", se puso de pie sobre la butaca y gritó:

—¡¿Cómo demonios pretende usted hacernos creer que matar inocentes animales, sin necesidad alguna y con todas las ventajas a favor del matador, es un deporte?! ¡Sólo es cazador honorable el que mata justamente lo que necesita para su alimento y el de su familia! ¡Y ése es el único que no puede cazar, porque las leyes y las armas de los hombres "civilizados" le han arrebatado todas las piezas!

Don Aureliano se quedó sin respiración durante unos momentos. Su rostro adquirió un tono rojizo que las intensas luces del estrado se encargaron de realzar, pero consiguió recuperarse a tiempo. Todos los asistentes, menos uno, eran acérrimos defensores de la caza. Aquel pobre desgraciado no sabía dónde se había metido.

Con tono falsamente comedido y conciliador, dijo:

—Soy un hombre abierto al diálogo, como todos los que aman las artes cinegéticas, pero no admito imposiciones de nadie. Por favor, ¿podría alguien sacar de la sala a ese provocador?

Tres docenas de manos aferraron al osado joven que, como un buen torero en tarde de triunfo, abandonó el teatro por la puerta grande, yendo a aterrizar, de forma más o menos afortunada, contra las duras baldosas de la acera. Dicen que todavía se le puede ver, arrodillado ante la imagen de Santa Rita en una iglesia cercana, dando gracias por haber salido indemne de tan complicada situación.

Don Aureliano fue muy aplaudido por sus correligionarios, y se dirigió al amplio recibidor del teatro, rodeado por una multitud entusiasmada que no cesaba de palmearle la espalda y de estrecharle las manos, y que se desperdigó rápidamente en torno a las bien surtidas mesas —provistas por don Aureliano— en las que se ofrecía un suculento y gratuito tentempié.

Un conocido le presentó a don Diomedes N'Bata M'Kumba, adinerado comerciante keniata en viaje de negocios, especializado en el tráfico de marfil, de pieles y de animales exóticos, "con excelentes relaciones en aquel país africano".

El señor N'Bata era un gigante negro como un tizón, que exhibía permanentemente una sonrisa de oreja a oreja, en una longitud, estimada a simple vista, de unos treinta centímetros, y cuya voz resonaba como el trueno de una tormenta seca en las llanuras del Serenguetti —no sé si se escribe así, pero qué más da—. Chapurraba infernalmente español e inglés, completando sus frases con abundante gesticulación y sonoras risotadas. Lo que sus interlocutores no podían comprender, lo imaginaban.

Entre copa y copa de excelente caldo riojano, don Aureliano le dijo:

—Pues tengo yo ganas de cazar algún elefante, ya ves tú...

—¡Ah!, elefante, sí. Mucho grande. Mucho bonita caza de elefante. Yo haber cazado con tribu. Yo joven guerrero. Cazar con lanza. Ahora, caza fácil, con rifle, pero no elefantes.

—¿Cómo? ¿Que no quedan elefantes?

—Quedar pocos. Muy protegidos. Tú querer elefante, pagar mucho.

—¿Cuánto? ¿Cuánto dinero me costaría cazar un buen macho?

—¡Mucho, mucho caro, amigo!

—Vale, pero dime una cantidad aproximada. Me sobra el dinero, ¿sabes? No me importa el precio, pero me gustaría tener una idea...

—Sólo poder cazar en reserva de tribu Balumba. Tribu controlar reserva. Pocos elefantes. Tú cazar elefante, tú pagar un huevo...

Y el señor N'Bata prorrumpió en una de sus estrepitosas carcajadas.

Se despidieron con un apretón de manos para atender otros temas de conversación en los corrillos cercanos, y ya no volvieron a encontrarse.

Pero la idea de viajar a Kenia para cazar un elefante estaba firmemente asentada en la mente de don Aureliano.

—¡Un huevo! Un elefante cuesta un huevo. ¿Qué entenderá ese salvaje por un huevo? Estos jodidos extranjeros, que lo único que aprenden de nuestro idioma son las palabrotas... Con el nivel de vida de su país, seguro que no supera el millón de pesetas —se repetía, una y otra vez, el —en potencia— gran cazador blanco.

Y finalmente se decidió.

El señor N'Bata le había dejado su tarjeta de visita, en la que, por supuesto, se incluían los números de telefax, de teléfono y la clave E-mail, así que ordenó a Mari Puri, su secretaria, el inmediato envío de un fax a Nairobi en los siguientes términos: "Querido Diomedes: Estoy firmemente decidido a organizar un safari que me permita realizar la ilusión de mi vida, cazar un elefante. ¿Puedes ponerme en contacto con alguna empresa que se dedique a estas actividades? No importa el precio. Espero tus noticias con impaciencia. Tu amigo, Aureliano."

La respuesta no se hizo esperar. Pocas horas después, para satisfacción de don Aureliano, el telefax vomitó lentamente el mensaje africano: "Querido Aureliano: No problema safari. Yo organizar todo, pero yo repetir caza de elefante costar un huevo. Si tú dispuesto a pagar, ser asunto tuyo. Favor confirmar fecha llegada Nairobi y número de vuelo. Diomedes N'Bata."

A partir de aquel momento, don Aureliano se dedicó casi exclusivamente a ultimar los preparativos para el viaje. Así, se vacunó contra un montón de enfermedades tropicales, de acuerdo con las instrucciones de la O.M.S.; cumplimentó todos los trámites burocráticos en la embajada correspondiente y, lo más importante, adquirió dos fenomenales rifles de caza —a pesar de que su armero era tan grande como el de la Maestranza de Artillería— a los que hacía tiempo tenía echado el ojo: un Sako finlandés, modelo Hunter L61R Magnum, calibre .416, y un Winchester calibre .375, de fabricación norteamericana, por si le fallaba el primero y porque le salió de la faltriquera.

Una luminosa mañana de julio, después de informar al señor N'Bata de su inminente llegada y de comprobar que no dejaba ningún asunto importante sin solucionar, abordó feliz y esperanzado el "747" que le llevaría a Nairobi, con escala en El Cairo.

El vuelo transcurrió sin incidentes, y, pocas horas después, cuando el sol se acercaba al horizonte, se encontró apretujado entre los inmensos brazos del señor N'Bata, en la sala de espera del aeropuerto keniano.

—Tú hombre de palabra —dijo el africano, con su tremendo vozarrón y su horrible dicción—. Yo nunca creer tú venir.

—Pues aquí me tienes. Que no se diga que Aureliano Mostacilla no tuvo cojones para cazar un puñetero elefante.

—Tú valiente. Gran corazón. Yo no comprender, pero admirar enorme voluntad.

—¡Hombre!, tampoco hay que exagerar, Diomedes. Bueno, y qué: ¿está todo listo para la expedición?

—Todo preparado. A las seis de la mañana yo recogerte en hotel y partir hacia territorio balumba. ¿Tú buenos rifles?

—De los mejores, macho. Por eso no tienes que preocuparte.

—¿Saber disparar?

—Donde pongo el ojo, pongo la bala.

—No entender...

—Que sí, hombre, que sí. Soy un cazador de primera fila. First range hunter, ¿okey?

—Okey; okey…

Cenaron juntos en el restaurante del hotel, tomaron una copa y se retiraron a descansar. La noche de Nairobi prometía delicias a mansalva, pero no era posible explorarla por el momento. Lo primero era lo primero, y el safari requería cuerpos descansados y mentes despiertas.

Los trinos y arrullos de centenares de aves, que saludaban al nuevo día desde los árboles cercanos, le despertaron con las primeras luces del alba.

Desayunó; vistió su traje de cazador —sombrero y pañuelo al cuello incluidos—; recogió los rifles y los cartuchos, y bajó puntualmente.

El señor N'Bata esperaba a bordo de un "Land Rover", y desde otro vehículo similar, estacionado detrás, tres jóvenes de cabello ensortijado y piel como el ébano le contemplaban sonrientes.

—¿Tú bien descansado? —saludó el hombretón.

—Muy bien, Diomedes; gracias. ¿Quiénes son ésos? —y señaló a los ocupantes del segundo todoterreno.

—Ojeador y porteadores. Buena gente. Buenos muchachos. Ser de confianza. Conocer bien territorios de caza de los balumbas.

—Vale, vale; perfecto —aprobó Aureliano, saludando con la mano a los tres muchachos, que correspondieron efusivamente mostrando sus despampanantes dentaduras.

Los vehículos se pusieron en movimiento, cruzando las modernas avenidas de la ciudad, en las que el demencial tráfico de todo tipo de artilugios con ruedas comenzaba a ser problemático, y enfilaron en dirección a los suburbios de la parte oeste. Poco a poco, los edificios futuristas, los lujosos hoteles y apartamentos y los centros comerciales fueron dando paso a pequeñas casas, cada vez más modestas, que acabaron convirtiéndose en chozas de paja y luego en carretera solitaria y polvorienta.

—¿Puedo saber hacia dónde nos dirigimos? —preguntó Aureliano, tratando de no engullir la tierra keniata, levantada en torbellinos por la velocidad del automóvil.

—Tú no conocer. Yo saber.

—¡Joder!, ya sé que no conozco el país, pero, al menos, podrías indicarme el rumbo, para que me haga una idea.

—Nosotros cruzar valle de Rift, hasta región de Mara. Territorio balumba entre Mara e Ikoma, cerca lago Victoria. Doscientos kilómetros viaje.

—¡Ah!, pues no está tan lejos, caramba. En cuatro horas podemos estar allí, si todas las carreteras son como ésta.

Pero no era así.

Media hora después abandonaron la irregular y poco transitada ruta para tomar algo parecido a un camino, por el que, dando botes y profiriendo maldiciones en varios idiomas, cruzaron llanuras agostadas, profundas y espesas selvas, pedregosos eriales y pequeñas aldeas, cuyos moradores acogían su paso con vítores y carreras infantiles.

Sólo se detuvieron para comer un bocado, reemprendiendo la marcha a continuación.

Don Aureliano consultó su reloj mientras atravesaban una zona boscosa, animada desde las ramas por los aullidos de invisibles primates, y sobrevolada en todas direcciones por millares de aves multicolores.

Eran las cinco y veinte minutos.

—Estar llegando —dijo el señor N'Bata, que había observado su gesto.

Justo al salir del bosque, sobre una llanura cubierta de yerba, apareció una gran empalizada, en cuyo interior eran visibles numerosas chozas cilíndricas. Al fondo, las aguas azules y majestuosas del lago Victoria.

—Poblado tribu Balumba —indicó el keniano—. Ellos controlar territorio. Buena gente. Mucho amigos de N'Bata. Jefe M'Bembe hacer gran recibimiento.

—¿Cómo saben que venimos?

—Yo informar. Ellos muy contentos. Admirar cazador blanco valiente gran corazón.

El recibimiento, en efecto, fue apoteósico.

Dos filas de guerreros debidamente pintados y emplumados, armados de lanzas y azagayas, les esperaban a las puertas de la empalizada, y acompañaron a los vehículos hasta el centro del poblado, golpeando con habilidoso ritmo sus escudos de piel de antílope. Allí, el jefe M'Bembe, rodeado por su séquito y el resto de los pobladores, les dio la bienvenida oficial.

Don Aureliano estaba encantado.

No había imaginado que los salvajes africanos fueran tan hospitalarios y amables.

Como invitados de honor, sentados junto al jefe, presenciaron las correspondientes danzas guerreras y saborearon una copiosa cena, regada con una especie de aguardiente blancuzco y espeso, muy tonificante.

La velada se prolongó hasta bien entrada la noche, en torno a una gran hoguera cuyos leños se fueron consumiendo poco a poco, y en medio de una intensa conversación, de la que don Aureliano apenas se enteró.

Sin embargo, el aguardiente le había puesto pletórico.

Por eso, cuando le introdujeron en una confortable choza, con el suelo cubierto por decenas de pieles amontonadas en forma de lecho, y se encontró con las dos preciosas jóvenes que le contemplaban —completamente desnudas— con ojos apasionados, se sintió como en el séptimo cielo.

—¿Qué significa esto? —acertó a preguntar.

—Ser regalo para cazador blanco. Ceremonia muy importante. Prueba de que cazador ser verdadero hombre —explicó N'Bata.

—¡Ah!, pues qué bien… Es justo lo que necesitaba. Estoy deseando demostrarlo, muñecas.

Cerró la cortina de la choza y se puso a la faena.

Fuera, entre las sombras, los tambores resonaban rítmicamente.

Despertó con la primera claridad del nuevo día, abrazado a las dos mujeres. Ellas se levantaron presurosas profiriendo alborozados grititos, y corrieron hacia el exterior. Don Aureliano, en pelota picada, fue detrás con idea de prolongar un poco más la sesión, pero se dio de bruces con toda la tribu, que esperaba en silencio junto a la choza, bajo la presidencia del jefe M'Bembe y del señor N'Bata.

Se cubrió las partes nobles con ambas manos, pero la gente no le prestaba atención. Los balumbas escuchaban a una de las muchachas, que hablaba con voz cantarina y rápida. Su exposición debió de ser satisfactoria, porque el gentío prorrumpió en aplausos, y todos los rostros, incluidos los del jefe y el señor N'Bata, mostraron enormes sonrisas.

—Mujer decir tú verdadero hombre —explicó N'Bata, palmeando la espalda del cazador—. Todos contentos. Ahora poder firmar contrato con jefe M'Bembe.

—¿Contrato? ¿Qué contrato?

—Contrato tú cazar elefante, tú pagar a tribu.

—¡Ah!, de acuerdo. Pero antes me gustaría vestirme. No me parece apropiado firmar documentos en pelota.

—No importar. Documento preparado. Sólo faltar tu firma.

—Venga. Pues si hay que firmar, se firma.

El jefe de los balumbas se adelantó con gesto majestuoso y entregó a don Aureliano un trozo de piel de cebra, sobre el que aparecía escrito un extenso mensaje en un lenguaje ininteligible. Luego, con no menos protocolo, le alargó un trozo de carboncillo recién sacado de los restos de la hoguera.

—Tú firmar —dijo el señor N'Bata.

—Pero, ¿qué demonios pone aquí? No entiendo ni jota.

—¿Tú desconfiar de amigo Diomedes?

—¡Que no, hombre; que no es eso…! Pero me gustaría saber, al menos, a qué me comprometo.

—Yo decir en España. Ahora ser lo mismo. Tú cazar elefante y pagar a tribu. Ser todo.

—Pero, bueno, ¿cuánto he de pagar?

—Yo decir elefante muy caro. Costar un huevo. Yo decir en España. Tú saber y aceptar. ¿Ahora no dispuesto a pagar?

El señor N'Bata y toda la tribu parecían impacientes, así que estampó su firma al pie del manuscrito.

—Bueno, supongo que llegaremos a un acuerdo. Me importa un bledo la cantidad de dinero que quieran cobrarme. He traído conmigo dólares suficientes, el talonario de cheques y hasta la "Visa-Oro", o sea que ya nos arreglaremos. No pienso discutir.

Todos los miembros de la tribu jalearon estrepitosamente el acto de la firma, dispersándose luego entre murmullos de aprobación.

—Todo estar okey —dijo el señor N'Bata—. Poder cazar elefante cuando tú querer.

—¡Estupendo! Saldremos enseguida. Dame el tiempo justo para vestirme.

Media hora más tarde, la pequeña comitiva formada por don Aureliano, el señor N'Bata, el ojeador, los dos porteadores y seis vigorosos guerreros balumbas, adjudicados gentilmente por el jefe M'Bembe para protección de los visitantes, se ponía en marcha.

El sol acababa de asomarse por encima de las lejanas montañas azules.

Caminaron en fila, precedidos por el ojeador que, como su propia denominación indica, ojeaba incansable el sendero a la búsqueda del prometedor rastro de los paquidermos.

Ascendieron colinas peladas; atravesaron umbríos valles; vadearon torrentes y se abrieron paso a machetazos entre lianas y bejucos, empapados en sudor y devorados por los insaciables mosquitos, hasta alcanzar una llanura en la que proliferaban baobabs y acacias. El ojeador se detuvo y murmuró unas breves palabras, señalando el suelo.

—Elefantes cerca —explicó, en un susurro, el señor N'Bata—. Haber mierda reciente.

—¿Cuántos?

—Pequeño rebaño. Diez o doce adultos. Algunas crías.

—¡Fenómeno! Pero, ¿qué hacemos aquí parados? Sigamos adelante, no vaya a ser que se nos escapen.

—Tú obedecer ojeador. Él saber.

Don Aureliano acató la orden, aunque le costaba trabajo mantener la serenidad. La tensión del inminente encuentro con los animales se mezclaba con la euforia que sentía, pensando en su glorioso retorno a la civilización, portando los bien ganados y merecidos trofeos.

Siguieron de nuevo al ojeador, caminando como si temieran despertar al vecino de abajo, y veinte minutos después avistaron a los elefantes, que pastaban en las cercanías de una pequeña charca rodeada de vegetación. El grupo era mayor de lo que habían supuesto, sin duda porque allí se agrupaban varias familias en busca del preciado líquido.

Dieron un rodeo para evitar ser venteados y, poco a poco, se situaron a unos ciento cincuenta metros de las confiadas bestias.

Don Aureliano fijó sus ojos admirados sobre un enorme macho, que masticaba con parsimonia, ajeno a lo que se le venía encima.

—¡Ése! —exclamó imperativamente— ¡Quiero ése! Fíjate qué colmillos. Seguro que miden más de dos metros.

—Ser tuyo —concedió N'Bata—. ¿Acertar blanco desde aquí?

—Pero, ¿qué dices? Eso para mí es pan comido. ¡Trae! ¡Dame el rifle, cojones!

El porteador, obediente, le tendió el potente Sako .416 equipado con mira telescópica de alta precisión, y don Aureliano, con gesto profesional, empujó el cerrojo introduciendo un cartucho en la recámara. Apoyó la culata del arma contra su hombro derecho, apuntó cuidadosamente e hizo fuego.

El animal se desplomó como fulminado por un rayo, mientras guerreros y porteadores celebraban con alegría el afortunado disparo.

Y en aquel mismo momento surgió otro macho, algo menor pero también de buen tamaño, de entre la fronda, y se detuvo contemplando a su compañero muerto como sorprendido de encontrarlo en aquella extraña posición.

Don Aureliano no lo pensó dos veces.

Volvió a cargar el rifle, se lo encaró y disparó sin encomendarse a Dios ni al Diablo.

De nuevo el blanco fue perfecto, y el segundo paquidermo se derrumbó a pocos metros de su congénere.

El resto de la manada salió huyendo en dirección contraria, barritando y haciendo temblar la tierra bajo sus patas.

Esta vez, los seis guerreros balumbas daban saltos de alegría.

El señor N'Bata, sorprendentemente, no dijo nada, pero se encogió de hombros mirándole de una forma muy rara.

Los guerreros cortaron los cuatro magníficos colmillos de los animales, así como varios enormes trozos de carne sangrante y jugosa, y entre ellos y los porteadores se distribuyeron la carga.

—Carne para fiesta esta noche —explicó sucintamente N'Bata.

Al atardecer llegaron al poblado balumba, y fueron recibidos en olor de multitud. De nuevo toda la tribu se agolpó para aclamar al héroe, al gran cazador blanco, y sonaron los tambores, y danzaron los guerreros, y las mujeres mostraron a sus pequeñuelos —de ojos inmensamente abiertos— quién era el autor de aquella hazaña.

Don Aureliano no cabía en sí de gozo. Se sentía el más grande de los superhombres. A su lado, Ernest Hemingway era un mísero exterminador de chinches.

Las danzas y la tamborrada se prolongaron hasta el anochecer, mientras varias mujeres asaban la carne aportada por los guerreros.

Cuando el refrigerio estuvo dispuesto, el jefe balumba invitó a sus visitantes a que ocuparan sendos lugares junto a él, N'Bata a la izquierda y don Aureliano a la derecha, frente a la hoguera ritual, y el resto de los pobladores tomó posiciones alrededor de ellos sin que cesara el general jolgorio.

Comieron y bebieron hasta hartarse, entre risotadas y cánticos, en un ambiente distendido y festivo.

De pronto, se hizo un silencio absoluto, y el brujo de la tribu, ataviado con el inevitable tocado de cuernos de búfalo, cubierto con su horripilante máscara ritual y haciendo sonar una calabaza seca rellena de piedrecillas a modo de maraca, se plantó ante ellos pronunciando un breve e incomprensible discurso, que fue acogido por el jefe M'Bembe con gestos de asentimiento.

—¿Qué dice este tío? —preguntó don Aureliano, con curiosidad.

—Decir jefe que espíritus de elefantes exigir pago. Ahora ser momento de pagar tu deuda.

—¡Ah!, conforme. Iré a buscar el talonario de cheques. Lo tengo en el "Land-Rover".

—Tú ser imbécil, ¿o qué? —dijo N'Bata

—¿Qué quieres decir?

El señor N'Bata no tuvo tiempo de responder.

Dos fornidos guerreros agarraron a don Aureliano sin contemplaciones y, precedidos por el hechicero que canturreaba una salmodia indescriptible, le condujeron hasta un poste estratégicamente situado a la vista de todo el poblado, atándole a él de pies y manos. Luego le sacaron pantalón y calzoncillo, y el hechicero, elevando el tono de su cántico en medio del más absoluto silencio, atrapó con su mano izquierda la bolsa testicular del inmovilizado y sorprendido cazador, exhibiendo un enorme y afilado cuchillo en la diestra, con el que rasgó limpiamente el escroto de don Aureliano. Efectuó una ligera presión y ambas gónadas salieron de su envoltorio, como dos rojizas aceitunas, siendo recogidas con sumo cuidado por el oficiante. Mientras una mujer cosía con hilo y aguja el sangrante orificio, aplicando luego sobre él una especie de ungüento blanquecino, el hechicero se dirigió al jefe M'Bembe y le entregó los testículos de don Aureliano después de hacer una profunda reverencia. El jefe, de pie ante su tribu, se los comió.

Un vocerío infernal celebró el final de la ceremonia.

Los guerreros desataron a don Aureliano, que todavía no había salido de su aterrado asombro, y le condujeron con enorme deferencia hasta su primitivo sitial, entre las aclamaciones de todos los miembros de la tribu Balumba.

—¡Eres un hijo de puta, Diomedes! —fueron sus primeras palabras.

El señor N'Bata abrió unos ojos como platos.

—¡Yo decir mil veces un elefante costar un huevo! —replicó, indignado—. ¡Tú matar dos elefantes, tú pagar dos huevos! ¡Todo okey!

Investigaciones posteriores llevadas a cabo por el Fondo Internacional para la Protección de la Vida Salvaje (W.W.F.), "Greenpeace" y otros diversos organismos, han venido a demostrar que la fauna se está recuperando de manera sorprendente en la zona de reserva de los balumbas, por lo que no se descarta extender este efectivo sistema de control autóctono a otros parques y reservas de todo el mundo.

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