Aviso al respetable: Todos los hechos, situaciones y personajes descritos en la presente narración son absolutamente imaginarios, y no tienen relación con otros similares que usted pudiera recordar. (Creo…)
Corría el mes de Febrero del año del Señor 4.100 d.C. Martes. Poco antes del almuerzo. Don Augusto Peñalba Mejillón, Director General de Transportes Terrestres, Aéreos y Espaciales —máximo responsable, en consecuencia, de
Don Augusto emitió un gruñido y agitó la cabeza varias veces en inequívoco signo de aprobación: la propuesta para el Consejo de Ministros estaba, definitivamente, terminada. Su inmediato superior —el señor ministro— le había dado carta blanca y prometido todo su apoyo con tal de que rebajes drásticamente la cifra de tres mil doscientos muertos de la última Semana Santa. El nuevo Director General —el anterior había dimitido a consecuencia, precisamente, de ese dato— prometió hacer todo lo que esté en mi mano, con el fin de mejorar la situación y erradicar la siniestrabilidad.
Y lo había hecho. ¡Nada de campañas publicitarias! ¡Nada de Volver depende de ti! ¡Nada de incrementar los efectivos policiales y los detectores! ¡Nada de Póntelo; pónselo…! El toro estaba agarrado por los cuernos. Y bien agarrado, ¡cojones…! ¡Se van a enterar éstos de quién es Augusto Peñalba…! Mil ochocientos ciudadanos habían perdido la vida en accidentes de magnetocarretera, y el resto en vuelo atmosférico o interplanetario, sobre todo en
El proyecto de ley que don Augusto acababa de preparar contenía varias modificaciones al Código de Circulación y Vuelo, pero la principal venía expresada en el capítulo 3º, párrafo 12: Ningún vehículo terrestre podrá rebasar la velocidad de
Don Augusto repasó detalladamente el documento final y, satisfecho, lo entregó a su secretaria para que lo hiciera llegar al señor ministro de inmediato. Quince minutos después el videoteléfono se iluminó, y el rostro preocupado de su jefe apareció en pantalla:
—Augusto, ¡macho!, ¿qué has hecho? ¿Quieres que se nos echen encima todos los fabricantes de vehículos, los talleres de reparación, los tanatorios, las distribuidoras de combustibles y el público en general?
—¡Coño!, ministro, tú me pediste reducir el número de muertos. Con ese plan, te garantizo un sesenta por ciento menos, como mínimo.
—Vale, vale, yo lo voy a presentar, pero mucho me temo que nace muerto. Aunque estoy de acuerdo contigo y haré lo que pueda, ¿eh? De momento, y hasta el Consejo de Ministros, lo mantendremos absolutamente en secreto. No quiero filtraciones. ¿De acuerdo?
—Completamente. Gracias por tu comprensión.
El plan de don Augusto no llegó al Consejo. Fue sustituido, tres semanas después, por el anuncio de que se incrementarían notablemente los detectores y las dotaciones policiales, y por una campaña en prensa, radio y cosmovisión cuyo eslogan era: Tú eres la seguridad en persona. ¡Demuéstralo!
Durante esos veintiún largos días, don Augusto consiguió recuperar a su mujer y a sus dos hijos, secuestrados por una misteriosa y desconocida organización que se evaporó sin dejar rastro, fue testigo en vivo y en directo de cómo su magnetomóvil último modelo y su confortabilísimo estratocóptero saltaban por los aires hechos migas, y tuvo que cambiar de casa, porque su chalet fue destruido inexplicablemente por un meteorito indetectado, que algunos dijeron haber visto caer desde una aeronave negra y sin identificación.
¡Cosas que pasan…!
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