EL METEORITO
Anacleto Columbrete Pajarón era un águila de los negocios inmobiliarios.
Había conseguido sus primeros millones, hacía muchos años, vendiendo por su cuenta la casa del pueblo que perteneciera a sus padres, y que éstos -¡benditos!- dejaran como herencia para él y sus tres hermanos menores. Por supuesto, los tres hermanos de Anacleto no vieron un duro, pero le recordaron todos los días, y no precisamente en sus oraciones. A partir de este momento su carrera fue -y nunca mejor dicho, como se verá- meteórica. Empezó construyendo media docena de chalets en la sierra, cerca de la capital, con materiales de tercera categoría y sobre unos desolados terrenos por los que pagó la mitad de una miseria, y triplicó su capital en un año. Poco después, él mismo era incapaz de evaluar con exactitud su inmensa fortuna. Ahora se codeaba con los altos cargos del ministerio y todo el mundo le decía don Anacleto.
Pero su única diversión era ganar más dinero para poder ganar más dinero.
Por eso, desde que descubrió aquellos terrenos a orillas del río Pirracas, al pie de la estación de esquí de Valdeltortazo y muy cerca de la muy noble y leal villa de Saltaparapetos del Archiduque, su mente no había descansado ni un segundo. ¡Aquello era una verdadera mina de oro! Diez hectáreas de suelo prácticamente llano, con agua abundante, preciosas vistas, acceso directo a las pistas de la estación invernal y a treinta kilómetros de la gran ciudad. ¡Imposible pedir más!
Anacleto sabía distribuir el dinero entre los funcionarios de los organismos oficiales y disponía de contactos a todos los niveles. Unos miles de duros correctamente desembolsados le proporcionaron toda la información básica que precisaba. El terreno en cuestión pertenecía al ayuntamiento de Saltaparapetos y estaba calificado como rústico, lo que no constituía impedimento alguno porque Anacleto conocía con precisión qué resortes pulsar en el momento oportuno.
El problema surgió cuando envió a sus testaferros con la misión de sondear al ilustrísimo señor alcalde de la localidad. Aunque la villa no tenía demasiado interés —según les dijo el alcalde— por aquella zona deshabitada, equidistante unos doce kilómetros de Saltaparapetos y de Valdeltortazo, resultaba que otras dos empresas se habían hecho presentes en la pugna antes que ellos, por lo que el ilustrísimo señor alcalde —que de tonto no tenía un pelo— había decidido sacar a pública subasta el terreno —"para que la oposición no pueda decir nada, ya saben ustedes"— bajo el tipo de licitación de cien millones de pesetas.
Anacleto montó en cólera. Pero, ¿qué se habían creído esos paletos? ¡Ni que hubiese petróleo!
Ciertamente, esperaba obtener a medio plazo unos beneficios superiores a los mil quinientos millones de pesetas, pero no estaba dispuesto a "comulgar con ruedas de molino", como él decía.
Meditaba días después en la cómoda soledad de su inmenso despacho, contemplando distraído un programa de televisión mientras fumaba un habano —especialmente importado para él— y saboreaba una copa de coñac procedente de sus propias bodegas en Francia, cuando las imágenes del aparato despertaron su atención.
—¡Coño —exclamó, sorprendido—, si es Vicentico!
Vicentico era, en realidad, el profesor doctor don Vicente Gambusinos Columbrete, director del observatorio astrofísico de Menospichones y primo carnal de Anacleto. Lo de Vicentico venía de cuando corrían a pedradas en el pueblo, de chicos, a las gallinas y a los cerdos del tío Indalecio. Luego Vicentico fue a la universidad, estuvo cinco años en los Estados Unidos y se convirtió en la autoridad científica que era. Ambos mantenían una muy cordial relación.
El profesor Gambusinos explicó, con gran lujo de detalles, todo lo relacionado con los meteoritos, esas piedras más o menos grandes que vuelan por el espacio interplanetario y que en ocasiones impactan contra
Anacleto vio el cielo abierto. La enorme idea, el plan magistral, avanzó a lo largo y ancho de su cerebro mercantil como el gas en el interior del globo. El programa era en diferido, por lo que supuso que Vicentico se encontraría en su despacho del observatorio, allí en las Islas Agraciadas. Descolgó el teléfono y marcó el correspondiente número. Instantes después, la telefonista del centro científico le ponía en comunicación con don Vicente.
—¡Vicentico, que soy yo, Anacleto…! ¿Cómo estás, macho?
—…/…
—Me alegro, ¡coño! Sí, yo también estoy perfectamente. Te extrañará mi llamada, ¿no?
—…/…
—No, tranquilo, que no ocurre nada grave. Es que te he visto por la "tele", que, por cierto, pareces un actor profesional, ¿eh?, y quiero proponerte un negocio.
—…/…
—Sí, en relación con el programa y con tu trabajo. Pero mejor no comentarlo por teléfono. ¿Podemos reunirnos en la cafetería del hotel "Cinco Mares", ahí, en Las Palmeras, pasado mañana?
—…/…
—¡Perfecto! Llegaré en el avión de mañana noche, así que podemos quedar al día siguiente, a las nueve y media, para desayunar juntos. ¿Te parece bien?
—…/…
—Vale, chaval. Pues hasta la vista. ¡"Chao", majete!
Aquella noche casi no pudo conciliar el sueño. Su mujer se preocupó, pero él, con cajas destempladas —como siempre—, la mandó a freír espárragos. ¡Tenía asuntos demasiado importantes en la cabeza como para apreciar la solicitud de aquella histérica!
A primera hora de la mañana se presentó en el despacho y ordenó a su secretaria que reservase un pasaje para Las Palmeras, en primera clase, en el vuelo de las 16,30. El vuelo estaba completo, pero una rápida gestión con el director de la compañía aérea solucionó el problema de inmediato: "Coño, Anacleto, si alguien tiene que quedarse en tierra no vas a ser tú, hombre."
A las 20,00, hora insular, estaba cómodamente instalado en una suntuosa habitación del hotel "Cinco Mares". Decidió que no tenía ganas de salir, así que pidió al camarero el catálogo extraoficial —reservado para Muy Importantes Clientes (M.I.C.)— de damas de compañía, y seleccionó a una morenaza de ojos verdes y tetas como botijos, que parecía muy prometedora. El acierto de la elección se confirmó con creces cuando llegó la bella, apenas un cuarto de hora después. Cenaron ostras, caviar y langosta, y bebieron "Veuve Clicquot" hasta que se les salió por las orejas. Después retozaron como cervatillos juguetones por la inmensidad del aposento —en pelotas, claro—, se echaron cuatro polvos y se durmieron como benditos.
A las 9,30, puntualmente, Anacleto tomó asiento en la cafetería. En aquel mismo instante hacía su entrada, por la puerta giratoria, don Vicente Gambusinos Columbrete, conocido y respetado a todas luces por el servicio, ya que un reverente camarero le abrió paso hasta la mesa que ocupaba Anacleto.
—¡Anacleto! ¡A mis brazos!
—¡Vicentico, chaval! ¡Qué caro eres de ver!
Se abrazaron, palmeándose las espaldas, y tomaron asiento.
Durante el desayuno se limitaron a comentar asuntos triviales, pero, finalmente, mientras tomaban la última taza de café, don Vicente dijo:
—Bueno, ¿qué es ese asunto tan urgente del que querías hablarme?
Anacleto echó una mirada alrededor, comprobando que nadie podía escuchar la conversación, y dijo, bajando el tono de voz:
—¿Quieres embolsarte diez millones de pesetas?
—¿A quién tengo que matar? —preguntó humorísticamente don Vicente, aunque evidenciando sorpresa.
—A nadie, no seas bobo. Necesito que filtres a los medios de comunicación una noticia no del todo exacta.
—¿Qué noticia? —enarcó las cejas don Vicente.
Anacleto extendió sobre la mesa un mapa de
—Que aquí, exactamente en este lugar, a unos doce kilómetros de Saltaparapetos del Archiduque, puede caer el famoso meteorito del que hablaste en televisión.
—¡Te has vuelto loco! ¿Cómo voy a propagar tamaña gilipollez? Eso supondría mi suicidio como hombre de ciencia.
—Tú y yo, cada uno a nuestro modo, Vicentico, somos hombres inteligentes y prácticos. Estoy seguro de que por diez millones o, mejor aún, por quince, un científico de tu talla puede encontrar la solución adecuada a este pequeño problema.
—Pero, ¿para qué necesitas tú...?
Anacleto levantó la mano imperativamente.
—¡Alto ahí! Eso no te importa. Lo único que puedo decirte es que para mí se trata de un asunto de vital importancia relacionado con mis negocios. Para que veas su trascendencia, elevo mi oferta hasta veinte millones. Es mi última palabra.
Don Vicente permaneció pensativo durante algunos instantes.
—¿Cuándo me entregarías el dinero?
Anacleto sonrió satisfecho. En realidad había pensado que tendría que trabajar más para lograr convencerle.
—¿Cuándo publicarás la información?
—Tengo que estudiar el asunto, pero creo que puedo enfocarlo, sin mentir excesivamente, sobre el alto riesgo de que algún fragmento del meteorito pudiera desviarse de su trayectoria e impactar en el área que me has indicado. Necesito realizar una serie de cálculos y hacer las modificaciones oportunas para que el resto de la comunidad científica no me crucifique. Creo que podré convocar la rueda de prensa para el próximo viernes. ¿Te va bien?
—De perlas. Pero de difusión nacional, ¿eh? Asegúrate.
—Descuida. Soy una figura de renombre mundial, aunque no te lo creas.
—No, si estoy convencido de ello, Vicentico, lo que pasa es que has sido siempre tan tímido...
—Bueno, ¿qué me dices del dinero?
Anacleto sacó un talonario de cheques de un conocido Banco internacional, rellenó uno de los documentos, lo arrancó y lo tendió a su primo.
—Aquí tienes. Nominativo y por veinte millones de pesetas. Observa que lleva fecha del martes que viene. Si tu conferencia de prensa no tiene lugar el viernes o no alcanza la difusión que necesito, el lunes ordenaré al Banco su anulación. ¿Comprendido?
El otro asintió con un gesto preocupado.
—Ahora tengo que irme —dijo, casi en un susurro— y te agradecería que a partir de este momento me olvides para siempre.
—Tampoco es para ponerse así, hombre, pero si es tu deseo...
—Es mi deseo.
—Vale, chico; pues hasta nunca.
Cuando don Vicente salió de la cafetería, Anacleto extrajo del bolsillo de su americana la minigrabadora que no había dejado de funcionar durante toda la conversación. Aquella pequeña cinta magnética le serviría, en su momento, para defenestrar a su primo en provecho propio.
La rueda de prensa fue todo un éxito. El director del observatorio astrofísico de Menospichones apareció en todos los canales de televisión nacionales —y en algunos extranjeros—, poniendo sobre aviso a los habitantes de las localidades cercanas a Saltaparapetos del Archiduque sobre la muy posible caída de algún fragmento del meteorito XYR/24/A/1998 a partir de los siguientes doce meses. El sábado, los diarios publicaban amplios reportajes sobre tan grave asunto en las primeras páginas, con grandes titulares y profusión de fotografías, mapas y diagramas.
El lunes, completamente satisfecho, Anacleto llamó al Banco y anuló el cheque entregado a don Vicente.
¡La operación estaba saliendo redonda!
Tres semanas más tarde los codiciados terrenos salieron a subasta, pero ningún licitador hizo acto de presencia en la sala. Debidamente informado, Anacleto se puso en contacto con el alcalde, ofreciéndole diez pesetas por metro cuadrado, "cantidad muy superior a la que ustedes podrían esperar recibir por un erial con peligro de catástrofe cósmica." Así lo entendió el alcalde, que firmó la cesión de los terrenos a cambio de un millón de pesetas, satisfecho pero extrañado por el interés que todavía mostraban aquellos señores de la capital, allá ellos.
Dos semanas después, un ejército de excavadoras, camiones pesados, mototraíllas y grúas invadió la peligrosa propiedad, elevando sobre ella, en pocos meses, un centenar de preciosos chalets con parcela, garaje y piscina, que recibió el nombre de "Urbanización El Porvenir".
Exactamente un año, dos meses y tres días desde el inicio de las obras, Anacleto recibió la llamada eufórica del arquitecto director:
—Don Anacleto, la urbanización está concluida.
—Voy ahora mismo, Manolo.
Media hora más tarde estrechaba las manos de arquitecto, aparejador y encargados, que no cesaban de elogiar lo bien que había salido todo y lo bonito que había quedado.
—Yo mismo compraría un chalet aquí, con los ojos cerrados, si no fuera por lo del meteorito —dijo el arquitecto.
Anacleto soltó una carcajada.
—Te aseguro que dentro de unos días no verás inconveniente alguno para hacerlo, Manolo —dijo, pensando en la cinta magnetofónica que descansaba en el fondo de su caja fuerte—. Ahora, reúne a todos los hombres e id al pueblo. Comed y bebed lo que queráis; yo invito. Que vayan hasta los guardas de seguridad. Luego me uniré a vosotros. Quiero disfrutar por unos momentos y en solitario el placer de ser dueño y señor de esta belleza.
En pocos minutos la urbanización quedó en silencio. Anacleto y el suave viento de la mañana soleada eran los únicos habitantes.
Se sentó en uno de los bancos que rodeaban la fuente situada en el centro geométrico de la urbanización, saboreando las mieles del triunfo.
Al día siguiente enviaría, de forma anónima y manipulada adecuadamente, la cinta grabada a todos los medios de comunicación. Le importaba un carajo que su primo se suicidase o se volviera loco. Estaba seguro de que antes de dos meses todos los chalets estarían vendidos. ¡Más de dos mil millones de beneficio!
Encendió un cigarrillo, expeliendo el humo con delectación.
Entonces percibió el tenue silbido, que se fue haciendo más y más penetrante.
Apenas tuvo tiempo de levantar los ojos al cielo y presenciar, en vivo y en directo, el impacto contra la fuente del enorme pedrusco, llegado desde los confines del espacio a más de setenta mil kilómetros por hora.
El Instituto Geofísico de Toledo detectó un seísmo, felizmente de muy escasa duración, de 6,8 grados en
Cuando las dotaciones de Protección Civil inspeccionaron la zona, sólo hallaron un cráter de cien metros de diámetro por quince de profundidad. Era como si una bomba volante hubiera estallado en el centro geométrico de "El Porvenir". Por supuesto, los lujosos y confortables chalets habían quedado reducidos a montoncitos, más o menos simétricos, de agrietados ladrillos.
La viuda de don Anacleto acudió al solemne funeral —que, desgraciadamente, no pudo ser de cuerpo presente— de riguroso luto, ataviada con la típica mantilla española y llevando en el bolso, también negro, un pasaje de primera clase para Río de Janeiro.
Y don Vicente Gambusinos Columbrete se forró, ofreciendo conferencias por todo el mundo sobre su procedimiento matemático de cálculo de trayectorias meteoríticas, con proyección de abundantes diapositivas sobre el impacto y sus catastróficas consecuencias.
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