OLVIDO FATAL
El gerente, rechoncho y de aspecto bonachón, y su jefa de contabilidad, morena, menudita, simpática y muy eficiente, suspiraron al unísono francamente satisfechos.
Por fin, el balance estaba cerrado y cuadraba a la perfección.
—Bueno, creo que por hoy hemos terminado —dijo el hombre, encendiendo un cigarrillo.
—Menos mal —respondió su contable—. Ha sido un día agotador. A pesar de lo intempestivo de la hora, en cuanto llegue a casa voy a darme una buena ducha, y creo que me iré a la cama sin cenar.
Recogieron entre los dos el pequeño despacho, centro neurálgico del importante almacén distribuidor de productos de limpieza para el hogar y la industria, amontonando papelotes, cerrando carpetas y cubriendo con sus fundas plásticas ordenadores y calculadoras.
En la calle, profusamente iluminada por farolas fluorescentes, los viandantes eran escasos.
La mujer extrajo de su bolso un manojo de llaves y cerró la puerta del almacén, que retumbó metálicamente al golpear contra el marco.
—Hasta mañana, Mari Carmen —se despidió el gerente desde el interior de su automóvil, con el motor en marcha.
—Adiós, Samuel; que descanse. Hasta mañana.
El hombre parecía algo indeciso mientras ella caminaba calle abajo con paso grácil. Luego puso en movimiento el vehículo, alcanzando a la chica enseguida:
—Mari Carmen, ¿quiere que la lleve a casa?
—No; muchas gracias, Samuel. Hoy no. Iré paseando para despejarme un poco, aprovechando esta noche tan preciosa.
—Como quiera, pero a estas horas... En fin... —Hizo un gesto de despedida con la mano izquierda y aceleró, perdiéndose en el primer cruce.
Ella prefería realmente caminar, dejándose acariciar por la suave brisa nocturna. La Luna llena en el cielo, arropada por algunos nubarrones aborregados, parecía rodar entre las estrellas.
Avanzaba por la acera solitaria sumida en sus pensamientos, acompañada por aquel leve vientecillo que olía a yerba recién segada.
¡Nunca lo hubiese creído! Ni siquiera se le ocurrió pensarlo. Había sido tan feliz con él. Pero, ¿por qué, Señor; por qué? Ni unas miserables palabras de disculpa o despedida. La había dejado de un día para otro sin motivo aparente; sin explicaciones.
—Pero, entonces, ¿por qué insistió tanto para que saliéramos juntos? —y se dio cuenta de que estaba hablando sola.
Los hombres —pensó— son odiosos y crueles. No merece la pena sufrir por ellos. Mucho menos ofrecerles, siquiera, un ápice de amor.
Había llorado mucho, pero ahora sólo quería y necesitaba olvidar cuanto antes aquella dolorosa relación sentimental.
Los muros impasibles de los grandes edificios recogieron el sonido de sus suaves pasos, enviándolo quién sabe a qué recónditos e insospechados lugares del universo.
Ella no oía nada.
Y tampoco prestaba atención a lo que sus ojos veían.
Caminaba mecánicamente, inmersa en un torbellino de contradictorios pensamientos.
El parecía bueno, honrado, leal. Jamás discutieron por motivo alguno. Se querían. Bueno, por lo visto sólo ella le quería. Pero ni una explicación, ni un simple adiós. Estaba desconcertada. ¿Que pretendió José? ¿Aprovecharse de ella? Pues no lo consiguió, aunque tampoco pusiera —forzoso era reconocerlo— demasiado interés. ¡Valiente sinvergüenza! Sin duda era de los que preferían esperar un poco para asegurar el tiro.
Un lejano reloj hizo rodar sobre los tejados el sonido de dos campanadas.
Sí que se había hecho tarde. La muchacha aceleró el paso.
De pronto recordó algo.
¡Había olvidado el encargo que aquel pájaro de García le había hecho a última hora! ¡Y lo necesitaba por la mañana!
¡Qué lata!
Adiós ducha y adiós cama por el momento. Además, sus padres y hermanos estarían intranquilos, aunque ya sabían que los finales de mes siempre eran iguales, y que Mari Carmen no cejaba hasta cuadrar el balance mensual al céntimo.
En la esquina vio una cabina telefónica.
Al poco, estaba en comunicación con su madre:
—Mamá, tardaré todavía un ratito… Estoy en una cabina... Sí, ya he salido de la oficina, pero tengo que volver otra vez... No, es que he olvidado un encargo urgente... Sí, no tardaré... ¿Qué?... ¿Que creías que estaría con el sinvergüenza de José?... No digas tonterías, mamá... Bueno, hasta lueguito... Adiós, mamá... Sí... Adiós.
Salió de la telecomunicadora urna y volvió sobre sus pasos, caminado ahora con premura.
No tardó mucho en llegar al almacén.
La llave penetró dócilmente en la cerradura y la puerta de chapa, pintada de amarillo, se abrió sin dificultad. Dentro, la oscuridad era total. La mujer sintió un ramalazo de miedo cuando atravesó los dos metros de tinieblas que la separaban del conmutador de la luz.
"Valor, Mari Carmen, que nadie va a comerte", se animó para sus adentros.
Por la rendija de la puerta entreabierta penetraba alguna luminosidad desde la calle, iluminando ligeramente el muro situado enfrente.
Extendió la mano hacia el invisible interruptor, y fue entonces cuando un escalofrío de pánico recorrió su cuerpo... ¡porque, a su alrededor, verdes y fosforescentes ojos inhumanos centelleaban amenazadores! Quiso gritar, pero una mano feroz selló su boca mientras la puerta se cerraba con seco golpe.
¡No había escapatoria!
Pataleó, jadeó, intentó zafarse con todas sus fuerzas, pero en vano: sus captores eran mucho más fuertes que ella.
La voz resonó roncamente en sus oídos, gutural, espantosa y, sin embargo, la reconoció al momento: ¡era José!
—No sabes cómo lo lamento, Mari Carmen; de verdad.
La luminiscencia de una pequeña linterna que alguno de sus captores encendió le permitió ver a todos los miembros del grupo. ¡El horror hizo que se estremeciera! Pudo contar hasta once ¿personas?, y entre ellas se encontraban Mari Vi, su hermana, e Ismael, su cuñado, y sus íntimos amigos Merche y Vidal... ¡Pero no eran los mismos de siempre! Sus ojos poseían un brillo endemoniadamente verde, y su piel brillaba, pulida y gris como el acero.
¡No eran humanos!
No pudo escuchar la voz de José, pero la percibió directamente dentro de su cerebro:
—Sí, Mari Carmen, somos eso que vuestros escritores de ciencia-ficción han denominado tantas y tantas veces "invasores". Os aterrorizan y os reís de ellos, pero ellos están aquí y ahora. Tú eras la clave para solucionar mi problema de abastecimiento inmediato a los miembros de mi grupo, mientras instalamos en lugar adecuado nuestra propia planta de producción. Teníamos que alimentarnos. ¿No sabes que nuestra nutrición se compone, fundamentalmente, de hidróxido de sodio? ¿Dónde conseguirlo más fácilmente que en tu siempre repleto almacén de lejía? Así que me gané tu confianza y, en un descuido tuyo, me apoderé de la llave e hice una copia sin que te dieras cuenta. El resto fue más sencillo todavía: estudié vuestros horarios, las entradas y salidas de mercancía, los movimientos del personal... Has tenido el privilegio de ser la primera novia de un extraterrestre. Eso sí: muy brevemente, por desgracia para tu salud. Sabes mucho más de lo que conviene a nuestros planes y, aunque dudo de que nadie te creyese, no podemos dejar nuestro destino en tus manos. La invasión a escala total está preparada, pero los terrestres se enterarán demasiado tarde para que puedan reaccionar. Lo siento mucho, querida...
Una carcajada demoníaca recorrió la oscuridad del almacén, rebotando en los muros de hormigón hasta desvanecerse por completo en un silencio de muerte.
Y Mari Carmen dejó de sentir.
Nadie pudo explicarse por qué una preciosa joven había puesto fin a su vida engullendo el contenido de cinco botellines de lejía superconcentrada.
Pero algún día... ¡comprenderán!
Vaya talento que tienes para los cuentos, realmente un sorpresivo final. Parece que el tema extraterrestres te atrapo hace muchos años, asi como tambien te atrapó la destinataria del cuento.
ResponderEliminarAbrazos a ti y atentos y cordiales saludos a tu sra. esposa
Tus dos suposiciones son acertadas, ¡je!, ¡je! Traspaso tus saludos a mi esposa, que los agradece. Un abrazo.
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