—Abuelo, ¿los civilizados son malos?
Sentado sobre una roca, en un claro del inmenso bosque de hayas y robles cuyas hojas se mecían impulsadas por el suave viento de la tarde veraniega, el anciano delgado y alto, de piel curtida por la intemperie, larga cabellera blanca y pobladas cejas del mismo color sobre ojos negros, vivos y penetrantes, sacudió con suavidad la cabeza, mientras esbozaba una sonrisa divertida y comprensiva.
—He vivido mucho, Carlitos, y si algo he aprendido, a lo largo de todo ese tiempo, es que no se puede calificar a las personas con una sencilla palabra. ¿Recuerdas, de tus clases de Lenguaje, aquel refrán que dice "Por una vez que maté un perro..."
El jovencito moreno, de cabellos negros y ensortijados, le interrumpió con un gesto de suficiencia:
—"... me llamaron mataperros", lo recuerdo, sí. Pero, entonces, ¿cómo los definirías tú?
El anciano acarició pensativo los rizos de su nieto, meditando la respuesta más adecuada. Alrededor, estorninos, jilgueros y petirrojos perseguían entre la enramada a un cuclillo solitario, sorprendido en el intento de depositar sus huevos en nido ajeno. El agua del cercano y límpido arroyo entonaba su canto de cristal húmedo, serpenteando entre la yerba y la piedra como un transparente e infinito reptil benefactor. De las profundidades del bosque llegaba el rítmico tableteo de los incansables picatroncos.
—La raza humana siempre tuvo, entre sus muchos defectos, el de intentar definirlo todo. Ya ves, ahora ellos son los civilizados y nosotros los salvajes. ¿De qué sirve definir? ¿Te lo has preguntado alguna vez?
—La verdad es que no.
—La experiencia me dice que, en la mayoría de los casos, la definición sólo sirve para aceptar y defender una parte del todo, rechazando y combatiendo al resto.
—No entiendo.
—Intentaré explicártelo con claridad, Carlos, pero antes déjame decirte que, para mí, los civilizados son muy parecidos a nosotros. De hecho, son nuestros hermanos. La única, pero enorme, diferencia, que nos separó para siempre hace muchísimos años, se encuentra en nuestra contrapuesta concepción de lo que debe ser la existencia del hombre, como individuo inteligente, libre e inmortal. Hace siglos, por ejemplo, los hombres del continente europeo cruzaron el océano y cayeron sobre las tierras desconocidas, para ellos, de América. Pero allí vivían otras gentes que poseían diferentes culturas, en algunos casos muy desarrolladas. El hecho histórico quedó definido como La conquista de América, y los habitantes legítimos de aquellos lejanos países fueron conocidos como salvajes indios infieles. La propia índole de la definición dejaba bien a las claras cuales deberían ser los pasos a seguir, de acuerdo con la exclusión automática del resto de la totalidad, es decir, de todo lo que no fuera la civilización europea y sus intereses. Así, las culturas autóctonas fueron borradas del mapa, y pasaron muchos siglos antes de que alguien cuestionara tales actuaciones. De la misma manera, las naciones indias que habitaban América del Norte fueron exterminadas, tres siglos después, por los hombres blancos llegados desde el resto del mundo, que se constituyeron y definieron como auténticos norteamericanos, mientras los otros eran conceptuados como diablos rojos y cosas por el estilo. ¿Comprendes lo que quiero decirte?
—Más o menos.
—Si no me entiendes es porque no me he explicado bien. Tú sabes que dentro de tres años, cuando cumplas los quince, recibirás
—Sí, abuelo.
—Hasta entonces habrás vivido protegido por todos los miembros del clan, recibiendo los conocimientos necesarios para llegar a ser tú mismo, en equilibrio constante con los demás y con
—Te lo prometo. Seré una verdadera tumba.
—De acuerdo, pues. Escucha: los hombres civilizados establecieron un sistema político al que denominaron democracia, que significaba gobierno del pueblo para el pueblo. Había, por supuesto, otras formas de gobierno, pero ésta era la menos mala de todas.
—¿No existían los clanes?
—Los clanes fueron anteriores, igual que las tribus, pero no me interrumpas, por favor.
—Perdona.
—Pues bien, el sistema democrático estaba basado en dos pilares principales: los partidos políticos y los representantes parlamentarios. Los partidos políticos eran grupos de personas que se unían en una misma ideología, para la defensa de determinados intereses calificados como universales que, casi siempre, solían resultar particulares. Cualquier partido político se definía a sí mismo como el más adecuado para salvaguardar los valores de la comunidad, despreciando y escarneciendo a los demás. Todos los ciudadanos debían elegir, cada pocos años, a sus representantes en el Parlamento. Éste era el órgano que promulgaba las leyes y normas por las que se regía la comunidad. ¿Vas entendiendo?
—Sí, abuelo.
—Como es lógico, los trescientos o cuatrocientos representantes electos pertenecían a diferentes grupos políticos y, en consecuencia, cuando se reunían para formar el Parlamento, ¿qué crees que pasaba?
—No lo sé.
—Pues que, en lugar de actuar en conjunto, como verdaderos agentes de la voluntad popular, admitiendo o desechando proposiciones por la calidad de éstas, defendían exclusivamente sus propias ideologías. De esa manera, por ejemplo, el Partido de los Trabajadores rechazaba las propuestas del Partido del Pueblo, aunque fueran mejores que las suyas; el Partido de
Una amplia sonrisa iluminó el moreno rostro del muchacho.
—He comprendido, abuelo —dijo—. Puedes estar tranquilo.
—Me alegro, porque no puedo ser más explícito. Después de tu Primera Excomunión tendremos mucho tiempo para hablar de estos temas, y de otros no menos interesantes.
El sol comenzaba a declinar, pero todavía quedaban varias horas de luz y ambos se encontraban a gusto, protegidos de la canícula por el frescor del bosque montañés.
—Abuelo, ¿puedes contarme algo sobre
El anciano movió la cabeza dubitativamente.
—¡Ay!, Carlitos, hijo —suspiró, con comprensiva paciencia—, bien sé, porque yo también lo fui, que los jóvenes sois un insaciable pozo de curiosidad, pero debes comprender que ese asunto forma parte del último período de tu formación, y sólo accederás a él después de tu Primera Excomunión. La ley del clan tiene que ser respetada en conciencia, pues ha sido aceptada por todos los miembros. Nada ni nadie me prohibe que te hable del pasado, próximo o lejano, excepto mi propio yo. Desde que el hombre es hombre,
—Claro que sí, abuelo, y estoy de acuerdo con ellas. Pero antes has admitido que me consideras un joven maduro...
—Así es.
—¿Confías, pues, en mi capacidad intelectual y moral?
—Por supuesto. Los salvajes no establecemos categorías ni diferencias entre nosotros, pero yo estoy hecho a la antigua usanza, y creo que, además de ser mi nieto, eres un elemento comunitario excelente.
—Entonces háblame sobre
El abuelo sonrió complacido, acomodándose sobre la roca que le servía de asiento. Carlitos comprendió que iba a aceptar su proposición.
—Ahora sí que deberás prometerme absoluto secreto. Voy a procurar ser aséptico, pero, de cualquier forma, ni una sola de mis palabras llegará hasta tus compañeros de promoción, mucho menos a los más pequeños. ¿De acuerdo?
El muchacho levantó su mano derecha y la puso sobre su pecho, a la altura del corazón.
—Lo juro por
—Está bien. Espero no estar haciendo algo malo.
—¡Abuelo, por favor…! Sabes que puedes estar tranquilo, porque haces lo correcto.
—Está bien. ¡Sea! Sí, Carlos; yo conocí
—¿Por qué se llamó así?
El abuelo se encogió de hombros.
—Bueno, de alguna forma había que hacerlo.
—Estamos en el mes de agosto de dos mil cuatrocientos veinte, abuelo. ¿Qué ha sucedido durante todo ese tiempo?
—Tranquilo, Carlos; tranquilo. Vamos por partes, que el asunto es de por sí bastante complejo, sin necesidad de que me atosigues.
—Disculpa, abuelo. Sólo una pregunta. Después no volveré a interrumpirte.
—Venga.
—¿El Hombre apareció sobre
—No, ¡caray! ¡Qué cosas tienes!
—¿Entonces?
—No soy profesor de Historia, pero intentaré explicarme de la mejor manera posible. No olvides que, en muy poco tiempo, podrás estudiar todo el proceso en los Archivos Históricos. El Hombre, tal como lo conocemos, debió de aparecer hace cuatro millones y medio de años, pero hay evidencias de seres vivos, más o menos humanoides, que se remontan a dieciocho millones de años.
—Pero
—No lo sabemos. Nadie lo sabe, a ciencia cierta. Quizás nunca podamos averiguarlo, al menos en esta dimensión existencial. Pero es algo que, en el fondo, carece de interés. Lo que importa es nuestra propia evolución personal, no la de la especie.
—Estoy de acuerdo.
—El cómputo temporal que nos sitúa en el dos mil cuatrocientos veinte comienza con el nacimiento de un Gran Maestro, cuyo nombre fue Jesucristo. Aunque desconoces todavía el significado de la palabra religión, sabes de la presencia de los Maestros entre nosotros cuando es necesario, ¿no es así?
—Sí, claro. Pero, ¿qué es religión?
El anciano se pasó la mano por la barba.
—¡Condenado muchacho! —exclamó—. Sabía que me ibas a complicar la vida.
—Venga, abuelo. ¿Tan difícil es?
Con un suspiro, el viejo reanudó su exposición, tratando de aclarar y centrar sus ideas mientras hablaba.
—Los civilizados de todos los tiempos tenían extrañas ideas, propias o imbuidas por sus dirigentes. De hecho, cada vez que un Gran Maestro aparecía entre ellos, para guiarles por el camino del espíritu, en vez de seguir sus enseñanzas al pie de la letra, en beneficio de sí mismos y del prójimo, lo que hacían era cargarse o ignorar al Maestro, y luego anotar sus pretendidas enseñanzas en grandes libros, escritos por autores más o menos fiables, que se convertían en los Libros de
—Parece una tontería, ¿no?
—Y tú, hace cuatrocientos veinte años, serías un blasfemo, y cuatro siglos antes habrías acabado en la hoguera, ardiendo como el tronco de un pino.
Carlitos miraba a su abuelo con ojos desorbitados.
—¿Quemaban a la gente?
—Sí, señor. Por no respetar la palabra de Dios.
—Pero, ¿no me has dicho que los libros estaban escritos por hombres?
—Así es. Pero se pretendía que los hagiógrafos, es decir, los autores de los libros considerados sagrados, estaban inspirados por Dios.
—Pero
—Tú lo sabes, y yo lo sé. Pero los civilizados ni siquiera lo pensaban. De esa forma, el conjunto de normas, preceptos, mandamientos y liturgias, que variaba dependiendo de países y de razas, y que todos defendían pero muy pocos respetaban, recibía el apelativo de religión.
—Entonces existirían muchas religiones diferentes...
—¡Uy!, imagínate. Pero ése no era el problema. El meollo de la cuestión es que, en nombre de su religión, unos hombres masacraban y sojuzgaban a otros y, de la misma manera, interpretando los libros, pretendidamente sagrados, como les venía en gana, justificaban los gobernantes y los líderes religiosos las atrocidades más inicuas, y privaban de derechos fundamentales, en nombre de Dios, a sus conciudadanos, siempre que lo consideraban conveniente para sus propios planes.
—¿Los civilizados siguen teniendo religión?
—No lo sé. Cuando me decidí a romper con ellos, desde luego la tenían, pero cada vez se encontraban más alejados del conocimiento de
—¿Qué es un teólogo, abuelo?
—Alguien que estudia a Dios.
—¿Se puede estudiar a Dios?
—Dímelo tú, Carlitos.
El joven quedó pensativo durante unos momentos. El agua del riachuelo parecía burlarse, llorando su risa en pequeñas gotitas que saltaban sobre las piedras emergentes del poco profundo lecho.
—Somos una infinitésima parte de su emanación. El Universo entero es una mínima parte del Todo. ¿Cómo podríamos estudiar a Dios?
El abuelo reía abiertamente, divertido y complacido con la natural perspicacia del joven.
—¿Empleando grandes dosis de soberbia, quizás, para autoproclamarnos los seres más inteligentes, o los únicos seres inteligentes, de
—Ningún hombre sensato podría defender esa idea, abuelo.
—¡Eso es lo que tú crees, bendito mío! Los Archivos Históricos te convencerán de lo contrario. Tiempo al tiempo. Pero volvamos a
—Tienes razón; volvamos. Pero antes, dime, ¿cómo vivían los civilizados de finales del siglo veinte, por ejemplo? ¿Qué hacían durante un día normal?
—¡Me estás metiendo en un berenjenal, Carlitos! La culpa es mía, por seguirte la corriente.
—Venga, abuelo, que no es para tanto.
—No es para tanto...; no es para tanto... —refunfuñó el viejo, cambiando de posición para mayor comodidad, porque la superficie de la roca no constituía, precisamente, el más confortable de los asientos.
—Al fin y al cabo, sólo es una conversación privada entre dos hombres —remachó el clavo Carlitos.
—¿Dónde está el otro? —preguntó su abuelo, fingiendo sorpresa.
—El otro eres tú, abuelo.
Esta vez el viejo no pudo reprimir una estrepitosa carcajada, replicada airadamente por los graznidos de una bandada de cuervos, que les sobrevolaba alejándose hacia poniente.
—¡Demonio de chico! —exclamó, satisfecho en lo más profundo de su ser por la inteligencia del muchacho, añadiendo—: Bueno, como ya te he dicho, su concepción de la existencia y la nuestra están en franca oposición. Los civilizados, por ejemplo, pensaban una cosa, decían otra y hacían una tercera. Se calificaban a sí mismos como homo sapiens, hombre sabio, pero su comportamiento desmentía cada día, cada hora, tal denominación. Los animales matan para sobrevivir, pero ellos mataban a los animales sin necesidad, so pretexto de practicar el noble y ancestral deporte de la caza. ¡Como si la caza fuese un deporte!
—La caza y la pesca son necesarias para alimentarnos, cuando no disponemos de otros recursos —dijo el muchacho—. Ningún ser vivo debe ser sacrificado inútilmente.
—Pero ellos acabaron con centenares de especies. Esquilmaron los mares, los cielos y la tierra. Tenían enormes granjas, en las que criaban todo tipo de animales destinados al sacrificio, suficientes para cubrir las necesidades alimentarias de toda la población, pero exterminaban a los animales salvajes por puro placer. Talaban y quemaban bosques enteros, guiados por sucios afanes de lucro, propiciando así la desertización de grandes zonas del planeta. Construían gigantescas industrias, cuyos residuos, sólidos, líquidos y gaseosos, contaminaban tierras, aguas y cielos. Sus automóviles envenenaban la atmósfera con los gases procedentes de la combustión de hidrocarburos, utilizados como fuente de energía. Sus buques derramaban miles y miles de toneladas de petróleo en el mar. Las fugas de sus centrales nucleares, sobre todo en la primera mitad del siglo veintiuno, llevaron la muerte a cientos de miles de personas, pero no podían cerrarlas, según ellos, hasta no disponer de una fuente alternativa de energía. Los residuos de tales instalaciones fueron un problema añadido, que nuestros descendientes tendrán que resolver, porque aún sigue latente, como escondida amenaza que puede caer sobre todos en cualquier momento.
—Pero, ¿por qué hacían esas cosas?
—Por dinero, hijo. Sólo por dinero.
—¿Qué es dinero?
El viejo metió su diestra en el bolsillo de su pantalón de algodón, y extrajo unas piezas metálicas, circulares, plateadas, brillantes, de diferentes tamaños, que mostró al chico. Éste las recogió, observándolas con atención.
—Eso es dinero —dijo el abuelo—. Son monedas. Euros de distintos valores. Era el dinero que se usó en Europa a partir del siglo veintiuno. Pertenecieron a uno de nuestros antepasados. También se fabricaban de papel. Quien más cantidad de ellos tenía, más podía comprar.
—¿Comprar? ¿Quieres decir que entregando estas piezas, este dinero, la gente te daba cosas?
—Exacto. Ése era el sistema.
—Y, ¿cómo se conseguía el dinero?
—Trabajando, generalmente a las órdenes de otros hombres, llamados empresarios o patrones.
—Bueno, el sistema no parece malo. En realidad, es como si te dieran un vale para comer a cambio de tu trabajo. Es más, me parece una manera muy cómoda de distribuir la riqueza entre todos, ¿no crees?
—¡Ahí le duele! —exclamó el viejo—. Acabas de poner el dedo en la llaga. ¿No te has preguntado ya por qué nosotros no utilizamos dinero?
—Tenemos cuanto necesitamos, ¿no?
—¡Bravo, Carlitos! He ahí la respuesta exacta. El problema está en que los civilizados siempre necesitaban más. Y aunque no fuera así, la publicidad se encargaba de convencerles de lo contrario. Nosotros, los salvajes, obtenemos de
—¿Por eso te hiciste salvaje, abuelo?
—El vaso de mi decisión fue colmándose gota a gota. Mi espíritu necesitaba equilibrio y conocimiento; beber en otras fuentes, en pocas palabras. Muchos otros sentían ya lo mismo, aunque yo lo ignorase entonces.
Un ictiófago martín pescador centelleó en azul sobre el móvil espejo del arroyo, y voló corriente abajo, en busca de mejores caladeros.
—Te escucho —dijo Carlitos, muy atento.
—Para que comprendas mejor, estableceré tres grandes grupos principales, que englobarían a todos los civilizados: jóvenes hasta treinta años de edad, en su mayoría estudiantes o desempleados; adultos, hasta los sesenta y cinco, y ancianos, por encima de esa edad. El paro, también llamado desempleo, era una de las lacras de la sociedad civilizada.
—¿Por qué?
—Porque todos necesitaban dinero para adquirir cosas y más cosas, y el dinero, como te he dicho, se conseguía trabajando, por cuenta propia o ajena. Todos los civilizados eran, por necesidad del sistema establecido, compradores y vendedores. Vendían sus productos o su trabajo, para poder comprar lo que otros producían. Cuando la gente no compraba lo suficiente, era necesario bajar la producción, y entonces ocurría que no había trabajo para todos. ¿Comprendes? Ellos lo llamaban la ley de la oferta y de la demanda.
—Parece cosa de locos...
—Parece exactamente lo que era. El civilizado normal, por llamarle de alguna manera, pertenecía al grupo segundo, al de los adultos y trabajaba, por lo general, en algo que no le gustaba. Un operario, por ejemplo, de una fábrica de automóviles, se levantaba a las cinco de la mañana, o antes, dependiendo de la distancia que tuviera que recorrer para llegar a su puesto de trabajo. A las seis comenzaba su rutinaria labor, comprobando soldaduras, montando lunas o fijando faros, parachoques o pilotos. Después de ocho horas de trabajo, a las dos de la tarde, quedaba libre para vivir su vida. Otros, por supuesto, hacían lo mismo, pero en turnos de dos de la tarde a diez de la noche, y de diez de la noche a seis de la mañana. Siempre igual. De lunes a viernes y, a veces, hasta sábados y domingos.
—De todas formas, abuelo, disponían de las dos terceras partes del día para atender a las necesidades de su espíritu; para pintar, leer, escribir o disfrutar de
—Pero no lo hacían. Se quejaban de que no tenían tiempo para nada. Comían, dormían, trabajaban y perdían el tiempo mirando las tonterías que emitían por televisión. Eso sí: la mayoría de ellos era muy aficionada al deporte, sobre todo al fútbol.
—Nosotros también jugamos al fútbol, abuelo. A todos los chicos del clan nos encanta ese deporte. No me parece mal que los civilizados lo practicasen.
—Pero es que no lo practicaban, Carlitos. Cientos de miles de ellos, quizás millones, llenaban los estadios para ver jugar a dos equipos, y permanecían inmóviles delante de las pantallas de sus televisores para seguir los partidos, que eran retransmitidos profusamente. ¡Si hasta llegaban a matarse, en defensa de su equipo preferido!
—Eres un exagerado, abuelo.
—¡Te juro que es verdad, Carlitos! Los hinchas, que así se denominaban los seguidores de los equipos, se enfrentaban con los del equipo rival, con bengalas, con cuchillos, a pedradas, a bastonazos; a tiros, algunas veces.
—No.
—Los muchachos querían ser futbolistas. Un jugador de primera división llegaba a cobrar miles de millones. Las chicas suspiraban por ser modelos. Para lograrlo, muchas de ellas ponían en juego su salud, hasta llegar al borde de la muerte, con dietas adelgazantes que las dejaban en los puros huesos. A finales del siglo veinte pusieron de moda una enfermedad, prácticamente desconocida hasta entonces, denominada anorexia. No comían para conservar una figura estilizada y elegante, y algunas llegaban a ser verdaderos esqueletos andantes, pero cuando sus padres se daban cuenta de lo que ocurría, y pretendían alimentarlas correctamente, el remedio era dificilísimo, porque, o bien su sistema digestivo no admitía ya la comida, o bien ellas la hacían desaparecer en los desagües o en la basura, fingiendo que la habían consumido.
—Háblame de la televisión y las modelos, abuelo.
—La televisión, las modelos y otras cosillas están íntimamente unidas a
—¿Cómo?
—Resulta muy complejo resumir diez mil años de la historia de
—Es una ley universal.
—Que los civilizados jamás tuvieron en cuenta. En fin, la televisión resultó ser el principal medio de comunicación de masas. Tú ya has estudiado sus fundamentos técnicos. Sabes que se trata de una operación de emisión-recepción de imagen y sonido a través de ondas electromagnéticas.
—Así es.
—Pues bien, la televisión comenzó a utilizarse en los Estados Unidos de Norteamérica en la primera mitad del siglo veinte. El pretexto de los llamados medios de comunicación siempre fue el mismo: hacer llegar la información, veraz y puntualmente, a todos los ciudadanos. Pero, ¿qué ocurría en realidad? Veamos: si yo te digo que he visto un martín pescador volando sobre el arroyo, te estoy dando una noticia; te estoy informando de algo que ha sucedido, ¿no es así?
—Sí.
—¿Y si te digo que voy a salir a pasear hasta la orilla del arroyo, porque creo que podré ver un martín pescador? ¿O que es posible que el martín pescador vaya a anidar en el valle, al abrigo de los vientos del norte?
—Bueno, en el primer caso me harías una exposición de tus intenciones, y en el segundo estarías elaborando una mera hipótesis.
El abuelo sonrió de oreja a oreja, y contempló, embelesado, a su nieto.
—Me reconforta dialogar contigo, Carlos, porque comprendes todo a la primera. Te juro que posees mucho más conocimiento que los hombres de treinta y cuarenta años de mi época. Pues bien, los medios de comunicación, prensa, radio y televisión, surgieron para informar a las gentes, pero, desde el principio, todos ellos estuvieron en manos de grupos poderosos, de personas con mucho dinero, que los utilizaron para su propio beneficio, manipulando a la opinión pública en función de sus intereses. Lo que para unos era blanco, para los otros era negro; lo que aquí era bueno, allí era malo; esta noticia no tenía difusión por tal medio, pero aquel otro la consideraba fundamental. La comunicación entre los hombres civilizados era difícil de por sí. De hecho, no existía. Los vecinos ni se saludaban al cruzarse por la calle. No era raro que alguien muriese, en plena vía pública sin que persona alguna le prestara la menor atención. Y, desde luego, los famosos medios de comunicación contribuyeron al mayor aislamiento de los seres humanos. La gente no se reunía para cambiar impresiones; no compartía situaciones ni pensamientos; no actuaba pensando en la solidaridad ni el bienestar de todos. Los medios de comunicación lograron que el hombre se olvidara de sí mismo, de sus propios problemas, para preocuparse sólo de aquello que los periódicos, la radio o la televisión consideraban prioritario. Los famosos no lo eran por su inimitables obras de arte, o por sus esfuerzos en pro de la confraternidad de la raza humana, sino porque los medios de comunicación, sobre todo la televisión, exhibían su imagen día y noche. De esta manera, personajillos del tres al cuarto, porque eran guapos, o cantaban más o menos bien, o metían goles, eran considerados como semidioses y adorados por todo el mundo, mientras hombres y mujeres que luchaban cada día por erradicar la injusticia y la miseria apenas eran tenidos en cuenta. Los medios de comunicación, como en el ejemplo que te he puesto del martín pescador, dejaron de transmitir la noticia, se olvidaron de la realidad, para convertirse ellos mismos en noticia y generar su propia y distorsionada realidad. La televisión fue, a mi juicio, el principal desencadenante de
—¿Por qué?
—Sencillamente, por su gran poder de propagación. Hasta los más humildes, aunque no tuvieran ni cama donde dormir, poseían un receptor de televisión. En los tiempos antiguos, por ejemplo, cuando un rey quería formar un ejército, o cobrar más impuestos, o simplemente comunicar cualquier noticia a sus súbditos, tenía que enviar emisarios a todos los confines de su reino, con lo que el proceso podía durar semanas o meses. Con la televisión, los gobernantes entraban en las casas de sus gobernados al momento, en cuanto lo deseaban. Los ciudadanos podían comprar o no los diarios y revistas, y escuchar más o menos los programas de radio, pero todos, indefectiblemente, quedaban atrapados por la magia de la televisión. Y los poderosos lo sabían. Por eso empleaban sus cuantiosas fortunas para, amparándose en las leyes que ellos mismos dictaban, instalar sus potentes emisoras, con las que dominar la voluntad popular. Ellos otorgaban y negaban las frecuencias, las licencias, las autorizaciones, los permisos. Sólo ellos podían emitir. Si alguien, con suficientes conocimientos técnicos, instalaba un modesto equipo, con idea de hacer llegar a sus convecinos una mínima programación alternativa, ellos, con la ley en la mano, lo impedían. En fin, la televisión nació con el pretexto de llevar la cultura y la información a todos los hogares del planeta, y se convirtió en el verdadero elemento de control de la opinión pública, de las masas. La gente dejó de leer libros; se olvidó de pensar; perdió su capacidad crítica. La televisión hipnotizaba, literalmente. Los niños, en particular, perdían varias horas al día viendo programas denominados infantiles que, en realidad, resultaban perniciosos, deformadores y violentos. Los mayores tragaban la misma medicina. En general, los espacios de programación podían dividirse en tres grandes bloques: informativos, recreativos y publicitarios. Los informativos constituían, según ellos, el componente principal, el fundamento de la comunicación. En realidad, resultaban aburridos y carentes de profundidad, pero muy útiles para difundir los postulados y la ideología del grupo que estaba detrás. Los programas recreativos, destinados a la diversión de los ciudadanos, eran chabacanos, burdos, bastos, groseros, rastreros y ramplones, repletos de falsa comicidad y plenos de situaciones vulgares, ridículas o violentas. El público que asistía al rodaje de determinados espacios, en el estudio, era obligado a aplaudir o a reírse, siguiendo las instrucciones impartidas por el regidor del programa, ¡no te digo más!
—Resulta muy difícil creer que los civilizados fueran tan imbéciles —comentó Carlitos, en el colmo del estupor.
—Es posible que estés sacando la impresión de que yo odiaba o despreciaba a los civilizados, pero te aseguro que no era así. Fui capaz de salirme de su sistema y, desde fuera, pude examinarlo con clara imparcialidad. Pues bien, la publicidad resultó ser la parte más importante del medio televisivo. Llegó un momento en que cada quince minutos de programación, digamos normal, intercalaban otros quince de propaganda variada, que denominaban consejos publicitarios, incitando a comprar masivamente desde automóviles hasta productos dietéticos, desde calzado deportivo hasta joyas. El bombardeo era continuo. Con la publicidad los fabricantes pretendían aumentar sus ventas de forma geométrica, las agencias de publicidad ganar dinero a espuertas y las cadenas de televisión recuperar sus inversiones y cerrar los ejercicios económicos con buenos beneficios. Lo menos importante era el producto ofrecido al telespectador; lo fundamental, asegurarse de que estaba sentado frente al receptor en todo momento. Controlaban la audiencia, y sabían cuántas personas seguían su programación. Después comenzaron las emisiones por cable; más tarde por satélite. A principios del siglo veintidós, todos los civilizados utilizaban televisores de muñeca, que se ponían en funcionamiento por control remoto cuando el Gobierno de turno lo ordenaba, y estaba prohibido desconectarlo bajo pena de cárcel, aunque muy pocos habrían tenido suficiente voluntad para hacerlo, pues estaban sojuzgados, esclavizados, enajenados por el medio. Con el paso del tiempo, la televisión fue sustituyendo al cerebro de los civilizados. Privados de su capacidad de raciocinio, de cualquier atisbo de espíritu crítico, la televisión fue su maestro y guía. Ella decía cómo debían vestirse. Ella dictaba las medidas de seguridad y las normas sanitarias. Ella explicaba cómo había que cocinar y qué comer. Ella señalaba quiénes eran guapos, atractivos, agradables y dignos de pertenecer, con todo merecimiento, a
—¿Qué sucedió durante esa Cruzada, abuelo?
El viejo inclinó la cabeza y se rascó el cabello blanco que se alargaba en puntas rebeldes sobre su nuca.
—En realidad, fueron varias. No recibieron, como puedes suponer, ese título por parte de las autoridades. Nosotros, algunos de los que después nos convertimos en salvajes, aplicamos tal denominación a determinados y violentos movimientos sociales, que se produjeron y generalizaron a lo largo de los siglos veintitrés y veinticuatro. La última, la famosa Cruzada contra los Fumadores comenzó efectivamente hacia dos mil trescientos sesenta, aunque su origen podría remontarse a los inicios del siglo veintiuno. Resultó ser el último coletazo de un monstruo que agonizaba, o sea, de la forma de vida de los civilizados. No voy a entrar en detalles, porque podrás documentarte a fondo cuando accedas a los Archivos Históricos. Te relataré, muy sucintamente, los hechos fundamentales. Como te he dicho, la opinión publica estaba condicionada y dominada por los medios de comunicación, de los cuales el más poderoso era la televisión, y la publicidad, procedente de empresas privadas o del Gobierno. Llegó un momento en que todo, absolutamente todo, en aquel sistema demencial, injusto e imperfecto, debía ser perfecto.
—¡
—Así la denominamos, años más tarde. Pues bien, poco a poco, las gentes que tenían exceso de peso se vieron discriminadas y repudiadas, porque la publicidad se encargó de universalizar la necesidad imperiosa de poseer un cuerpo escultural, hasta que se generó una imparable corriente de antipatía hacia ellas, que cristalizó en odio furibundo. Lo mismo sucedió con aquéllos que padecían cualquier tipo de defecto psíquico o físico; con los que se negaban a consumir la bebida de moda; con los que no vestían de acuerdo con el dictado de los grandes modistos; con los que se oponían a la continua degradación del medio ambiente y, al fin, con los que fumaban o eran sospechosos de hacerlo. Para entonces, la población de los civilizados se había visto reducida drásticamente, a consecuencia de
—¿Qué fueron
El viejo volvió a refunfuñar algo sobre el condenado muchacho, pero extrajo del bolsillo de su camisa un palo de regaliz, lo partió por la mitad y tendió uno de los trozos al chico. Durante algunos segundos, ambos masticaron en silencio, acariciados por el sol y la cálida brisa vespertina.
—
—¡Jo!, abuelo, me gusta mucho más escuchar tus explicaciones que las de nuestro Mentor Secundario.
—No creo que él haya profundizado tanto en estas cuestiones…
—Ha mencionado algunas cosas, pero de pasada.
—Como es su obligación. Yo estoy hablando más de la cuenta. Todo esto lo debes deducir de los Archivos Históricos y...
—Que sí, abuelo —interrumpió Carlitos—; que ya lo sé. Imagina que estás hablando para los animales y las plantas, como aquel Francisco de Asís de los antiguos.
—Con la diferencia de que ellos no le hacían preguntas comprometedoras, muchachito. —El viejo levantó los ojos hacia el cielo azul del atardecer, observando la posición del sol entre la fronda del hayedo, y añadió—: En fin, voy a ver si consigo acabar este asunto antes de la hora de cenar. Empiezo a tener apetito. Si me interrumpes no podré hacerlo, y te quedarás a medias, porque yo no perdono la cena por nada del mundo.
—Entonces no te líes, y continúa, por favor.
—Ya no sé ni por dónde iba. Bueno,
—¿Los quemaron? ¿Como a los blasfemos de la religión?
—Así fue. Instalaron decenas de centrales térmicas, que producían energía eléctrica utilizando como combustible los cuerpos despedazados de cientos de millones de desgraciados. La inteligencia, definitivamente, parecía haber desaparecido de la raza humana, confirmando las más tétricas previsiones que los escasos pensantes hicieran a finales del siglo veinte. En su locura por obtener seguridad, salud y vigor, todos los ciudadanos fueron obligados a pasar revista médica tres veces al día, y a consumir exclusivamente los alimentos autorizados por el Gobierno, de acuerdo con las normas ineludibles de
—¿Cuando decidiste que tú también eras un salvaje, abuelo?
El viejo sonrió de oreja a oreja. Dobló la pierna derecha apoyando el pie en un borde de la roca, y entrelazó sus manos sobre la rodilla, mientras su mirada recorría el arroyo, la yerba, las florecillas y los árboles. Rememoraba otros tiempos, otros hábitos, otras personas.
—Cuando mis padres, tus bisabuelos María y Tristán, fueron asesinados por las turbas perfeccionistas, uno por ser fumador declarado y la otra por miope...
—¿Les mataron sólo por eso?
—Ya te he dicho que la psicosis del perfeccionismo rebasó todos los límites razonables. Los civilizados hablaban continuamente del amor, pero desconocían el significado de esa palabra. Cuando copulaban decían que habían hecho el amor. ¡Fíjate que tontería! El hecho es que olvidaron por completo la práctica del amor bien entendido; de ese profundo y puro sentimiento que nos lleva a querer el bien para todo y para todos, a respetar, a proteger, a ayudar y a comprender. Las Cruzadas siempre tuvieron el mismo origen: miedo a los otros y codicia desmesurada. El caso es que cuando me quedé solo tenía dieciocho años. Mis padres, cultos y consecuentes, me habían enseñado a pensar por mí mismo. Comprendí que la civilización no era para mí. Dejé de acudir al gimnasio. Abandoné las consultas médicas obligatorias. Desconecté mis televisores. Leí muchísimos libros. Empecé a alimentarme conforme a mis gustos personales y de acuerdo con dietas adecuadas. Como último signo de rebeldía, yo, que jamás lo había hecho..., ¡comencé a fumar! En casa, a solas, claro... Pero un día los vecinos me vieron. Cinco minutos después
—Y te encontraste más solo que nunca.
—Es cierto que, de alguna manera, temía a la soledad, aunque estaba dispuesto a afrontarla con todas las consecuencias. "Más vale solo que mal acompañado", ¿sabes? Pero sucedió lo que tenía que suceder. Para entonces muchos otros habían seguido el mismo camino que yo. En las ciudades se rumoreaba que los bosques estaban poblados por gentes, huídas de la civilización, que vivían como salvajes, pero no disponíamos de información concreta. De hecho, las autoridades y los poderes fácticos realizaban continuas campañas de descrédito, minimizando y ridiculizando tales comentarios. Pero eran ciertos. Al cabo de tres días de marcha tropecé con las ocho personas que, entonces, formaban nuestro clan. Como podrás imaginar, si grande fue la sorpresa mayor fue mi alegría, porque comprendí que había hecho lo correcto. El resto ya lo sabes: conocí a tu abuela; nos emparejamos; nació tu madre; creció, se hizo mujer y se emparejó con tu padre, que era miembro de otro clan. Finalmente llegaste tú.
—¿Es cierto que los civilizados pretendían viajar hasta las estrellas a bordo de naves propulsadas por retrocohetes?
—Al menos eso era lo que decían los científicos. Y la gente se lo creía, desde luego. Ellos pensaban que
—Te juro, abuelo, que no puedo entender tal cúmulo de locuras colectivas. ¿Acaso no observaban la presencia de visitantes extraterrestres, tal como lo hacemos nosotros? ¿Desconocían la existencia de los diferentes niveles de realidad? ¿Ignoraban el poder del espíritu sobre la materia? Nuestros Mentales pueden viajar y comunicarse sin artificios mecánicos, y, poco a poco, nos van enseñando las técnicas apropiadas para que todos podamos conseguirlo al máximo nivel. ¿Por qué los civilizados no llegaron, siquiera, a intuir las enormes posibilidades que encierra el espíritu, el instrumento más perfecto que
El anciano se levantó. Carlitos hizo lo mismo, y ambos comenzaron a caminar con tranquilidad, uno al lado del otro, recorriendo el sendero que conducía a las sobrias y confortables cabañas del clan. La cena debía de estar ya preparada, y los leños de la hoguera, en torno a la cual se reunían todas las noches, empezando a crepitar.
—Los civilizados perdieron su capacidad de pensar y razonar, Carlitos —respondió el anciano, mientras se introducían en el bosque, dejando a sus espaldas el prado y el riachuelo. Luego añadió, como en una reflexión para sí mismo—: Olvidaron que el hombre es un ser inmortal, compuesto de alma y cuerpo. Centraron toda su atención, todos sus esfuerzos, todos sus afanes, en lo puramente material, sin llegar a entender que la materia no es más que una de las herramientas que el espíritu, el alma, puede manejar a su antojo. Por eso se extinguen, como los dinosaurios que habitaron el planeta hace millones de años.
—¿No podríamos hacer algo para ayudarles? —preguntó el muchacho, casi implorante.
—Únicamente ellos pueden ayudarse. De hecho, cada día son más los que abandonan las grandes ciudades, ya medio despobladas, y se unen a nosotros, los salvajes. Y bien sabe
Un rojo resplandor cubría los cielos del oeste, mientras los mirlos trinaban, ocultos entre el follaje.
Las golondrinas y los vencejos efectuaban en lo alto sus últimas piruetas vespertinas, despidiendo con bulliciosa alegría al astro rey antes de retirarse al cálido refugio de sus nidos.
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