La designación de monseñor José Ignacio Munilla Aguirre como obispo de San Sebastián, la crisis que el nombramiento había provocado entre el clero denominado nacionalista y él, la incertidumbre de los fieles de la Iglesia Católica vasca ante estos hechos, y mis propias dudas existenciales, me habían puesto en un estado de desacostumbrado nerviosismo. Cuando vi y oí a monseñor Munilla decir, en una entrevista a través de ETB 2 (Euskal Telebista, en castellano), que según el derecho canónico es preceptivo que cada obispo nombre sus propios vicarios, y que, en consecuencia, era normal que los vicarios designados por monseñor Uriarte, el anterior obispo, fueran sustituidos por los suyos, y que no pasaba nada, y que todo era absolutamente natural y nada traumático, mi corazón se encogió en su corazonera como un trapo escurrido. Me sentí en extremo fatigado y, dado que la madrugada avanzaba presurosa, me retiré a descansar.
En un momento dado, una gran luminosidad me envolvió, y una voz que me llamaba desde los confines del Universo, pero que sonaba junto a mí, dijo:
- ¡Joe, escucha lo que he de decirte...!
Abrí unos ojos como platos, pensando que estaba sufriendo uno de esos "encuentros de dormitorio" de los que hablan los ufólogos.
Apenas acerté a replicar:
- ¿Qué pasa...? ¿Quién eres...?
- Soy el Espíritu Santo. Has sido elegido para poner paz en la Iglesia vasca. Convocarás a toda la jerarquía eclesiástica, desde los obispos hasta el último clérigo, y a los fieles creyentes, en las laderas del monte Gorbea, y allí les hablarás en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu.
- Pero, si es que ni yo mismo creo en estas cosas...
- La fe descansa en el fondo de tu limpio corazón. Eres un sinvergüenza como la copa de un pino, pero un sinvergüenza en el que se puede confiar. Ve y llévales la verdad en Mi nombre.
¡Bueno! ¡Menuda liada! ¡La que me había caído encima...! Pero no podía decepcionar al Espíritu Santo, así que me puse a la faena de inmediato y con todas mis fuerzas. Contacté con las emisoras de radio y TV; publiqué la convocatoria en los diarios regionales; pasé mails y sms a todo bicho viviente, y, para sorpresa mía, el asunto cuajó.
El día de este Segundo Sermón de la Montaña apareció limpio y soleado. Me puse una túnica blanca, superviviente de una antigua representación teatral, cogí el coche y me dirigí al Gorbea. Tardé apenas un cuarto de hora en llegar, y me encontré en medio de una enorme multitud. ¿Trescientas mil personas...? ¿Medio millón...? Resultaría imposible establecer un cálculo exacto, pero allí estábamos y era necesario pasar a la acción. Algunos se empeñaban en besarme las manos y en rozar a sus niños con mi túnica teatral, pero les rogué que no hicieran tonterías y que se comportaran adecuadamente, sin histrionismos. Pensé en lo adecuado que hubiera sido disponer de unos panes y unos peces para darles de desayunar, pero me dije para mi coleto que, en primer lugar, yo no sabía hacer milagros, y en segundo, que aquéllos preferirían con toda seguridad un café con leche y unos cereales. Así que me encaramé sobre una roca que dominaba la ladera, y comencé sin más preámbulos:
- Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos...
Miles de voces inundaron el tranquilo aire de la mañana, en réplica airada a mi bendita afirmación:
- ¡Eso es muy fácil decirlo!
- ¡A ti no te han impuesto un obispo fascista!
- ¡Que hable en euskera...!
- ¡Pobres de espíritu quizá, pero imbéciles nunca...!
La agitación de la masa era evidente, y observé que las gentes situadas en los lugares más alejados de mi posición se dirigían hacia sus coches, o a dar un paseo por el bosque. No obstante, proseguí con tesón:
- Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la Tierra.
- ¿Que tierra, España o Euskalherria?
- ¡No a los nacionalismos!
- ¡A que te parto la cara, españolista!
- ¡Menos tierra y más independencia!
- ¡Obispos vascos, ya...!
Hice de tripas corazón, y, por no defraudar al Espíritu Santo, continué el sermón:
- Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
- ¡Sí, a base de impuestos y paro, no te jode!
- ¡Mejor es no tener que llorar: a ver si suben las pensiones y el salario mínimo...!
Una tercera parte de mi audiencia se había dado el piro. Lo comprendí. Yo, en su lugar, hubiera hecho lo mismo. Con el buen día que hacía, no estaba la cosa como para soportar plastazos. Pero una orden divina era una orden divina...
- Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
- ¡Presos vascos a cárceles vascas!
- ¡No me hables de la justicia, chaval!
- ¡Hartos estamos de que nos toquen los cojones noche y día!
La Escritura, que yo sepa, no menciona incidentes parecidos en el sermón original. ¿Que habría hecho el Cristo en mi lugar? Desde luego, proseguir.
- Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
- ¡El otro día ayudé a un tipo a levantarse del suelo, y me robó la cartera!
- ¡Para que te fíes!
- ¡Mucha misericordia, pero siempre estamos en el paro los mismos...! ¡¿Por qué no cobran los ricos el salario mínimo, aunque sea por temporadas...?!
- Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
- ¡¿Puedo ser limpio de corazón aunque tenga vídeos porno en casa...?!
- ¡Oiga, eso no está muy claro! ¡¿Y si uno tiene que utilizar marcapasos...?!
Ahora la desbandada era general. La caravana de coches ocupaba toda la carretera visible, en dirección a la ciudad, y los campos cercanos estaban llenos de gentes que almorzaban, bebían de sus botas, y reían clamorosamente mientras me señalaban con el dedo.
- Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
- ¡Gora ETA! ¡Ésos sí que trabajan por la paz!
- ¡Por la paz de los cementerios! ¡Separatista! ¡Asesino!
- ¡Tu puta madre! ¡Faxista!
Gracias a la intervención de los tres obispos, no llegó la sangre al río. Pero el incidente debió de ser superior a sus fuerzas, porque todo el clero se dio la vuelta y se alejó en dirección al pueblo. Alguien mencionó algo sobre un "almuerzo de confraternidad"
- Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
- ¡¿Si atraco un banco, voy al Cielo?!
- ¡Vas a la cárcel, idiota!
- ¡Se refiere a los perseguidos por defender la religión!
- ¡¿Y el que prefiere la formación social, qué?!
- Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan, y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por Mi causa.
- ¿Por su causa?
- No, ¡coño!; por la mía, no; por causa del Señor.
- De todas formas, al primero que hable mal de mí le parto la boca.
- El otro día persiguió un tipo a mi mujer.
- ¡Jo!, es que está como para perseguirla.
- ¡A que te salpico una hostia...!
Eran cuatro o cinco. Los últimos que quedaban. También me dieron la espalda sin despedirse, y se alejaron rumbo a la taberna del pueblo. Completamente apesadumbrado me senté sobre la roca, pensando intensamente en la explicación que daría al Espíritu Santo. Me fijé en un hombre que, apoyado en un roble cercano, me observaba con expresión entre bondadosa y conmiserativa. Tras él, un gran rebaño de ovejas lachas. Era el pastor, sin duda. Se acercó y me tendió la bota de vino.
- Echa un trago, chaval, que te lo has ganado.
Elevé el odre por encima de mi boca, y el rojizo líquido penetró en mi garganta como un elixir vivificante. Sentí que mi malparado espíritu se rehacía parcialmente.
- ¿Usted cree que me lo he ganado?
- ¡"Cagüen l´haba"! ¡Y con creces...!
- Pero no he convencido a nadie. No me han hecho ni puto caso.
- ¿Estás tonto, o qué? Mira, como sucedáneo de Jesucristo la verdad es que no das la talla, pero consuélate pensando lo que le ocurrió a Él. Hablaba mucho mejor que tú, según creo; curaba a los leprosos; resucitaba a los muertos; limpiaba a los endemoniados, y lo único que consiguió fue que le crucificaran, y dar origen a una Iglesia que cada vez se aleja más de lo que Él predicaba. Tú puedes darte por satisfecho: al menos, no te han corrido a pedradas.
Comencé a sudar por todos los poros. ¿Y si las turbas decidían volver y lapidarme allí mismo?
Entonces, me desperté.
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